martes, 23 de julio de 2013

¿Por qué confesarme? (4a. parte)


Hasta ahora hemos hablado del sacramento de la confesión. Pero sería bueno que habláramos un poco de los sacramentos en general.

De entrada es bueno definir los sacramentos. Son varias las definiciones que podemos citar aquí, por ejemplo: el autor Scott Hahn nos ofrece unas definiciones de esto en su libro Señor, ten piedad, nos dice que, “un sacramento es un signo interior de una realidad exterior”; también “un sacramento de la nueva alianza es un signo externo instituido por Jesucristo para dar la gracia”.

En el Código del Derecho Canónico encontramos una definición de sacramento mucho más elaborada y sobre todo, más dogmática: “Los sacramentos del Nuevo Testamento, instituidos por Cristo Nuestro Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica; por esta razón, tanto los sagrados ministros como los demás fieles deben comportarse con grandísima veneración y con la debida diligencia a celebrarlos” (can 840).

Es interesante comentar esta definición que nos ofrece este Código. Dice lo primero que “los sacramentos de la nueva alianza…” Esto no hay que entenderlo como que había algo que era viejo y necesitaba ser quitado para poner otro nuevo. Más bien, esto “nuevo” hay que entenderlo en el sentido de “renovación”; y Cristo es el que nos trae esta renovación; en Cristo los sacramentos son  nuevos.

Sabemos que existe una Antigua Alianza. Esta se realizaba por diferentes medios o se ratificaba con diferentes signos externos, como por ejemplo los matrimonios, la adopción de un niño, etc. Recordemos las alianzas que Dios hizo con el hombre, -con Adán, Noé, Abraham, Moisés y David. Cada una de ellas fue la renovación de la anterior donde Dios renovaba el vínculo familiar entre Él y su pueblo.

Lo segundo de la definición es “instituidos por Cristo, nuestro Señor…” Los sacramentos tienen su fundamento en la misma persona de Cristo. Los sacramentos no son inventos de la Iglesia. Cristo es el centro de ellos.

Tercero “encomendados a la Iglesia…” Cristo sigue realizando por medio y a través de su Iglesia la obra de la salvación. La Iglesia es la encargada por el mismo Cristo de ser canal, medio por el cual los hombres y mujeres pueden encontrar el camino de la salvación; la Iglesia es la administradora entonces de la gracia de Dios.

Cuarto “son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe…” La fe hay que testimoniarla, pero también hay que alimentarla para que se fortalezca y robustezca. La fe hay que celebrarla, y celebrarla como familia, porque lo somos: “un solo Padre tienen ustedes, por lo tanto todos ustedes son hermanos” nos dijo Cristo. Y lo más importante es que son para nuestra santificación, es decir, nos comunican la misma vida de Dios. De esta manera Dios nos hace partícipes de su misma vida. Por esto es que “Cristo es el camino, la verdad y la vida”; y también a eso vino al mundo “para que el mundo tenga vida y la tenga en abundancia”. Una vida que tenemos que experimentarla desde aquí, desde este mundo, ahora; en la medida en que abrimos nuestro interior, nuestro corazón a esa vida de la gracia de Dios por medio de su Hijo Jesucristo.

Por todo lo anterior dicho, por eso es que todos, -ministros y fieles-, debemos de ser  conscientes  de lo que celebramos en cada sacramento; ser conscientes de lo que recibimos en cada uno de ellos. No son cualquier cosa, sino que es el don de Dios, su gracia, su misma vida la que él nos comunica para que tengamos vida: “En Cristo, Dios ha hecho para nosotros todas las cosas nuevas” (Ap 21,5). Renovó todas las cosas con su alianza renovada. Por esto, los signos de la antigua alianza encuentran en los sacramentos su perfección.

 

Bendiciones.

 

viernes, 12 de julio de 2013

María: testigo de la fe.



 “…María es la mujer de fe,

Que acogió a Dios en su corazón,

En sus proyectos, en su cuerpo

Y en su experiencia de esposa

Y madre. Es la creyente capaz

De captar en el insólito

Nacimiento del Hijo la llegada

De la plenitud de los tiempos,

En la que Dios, eligiendo

Los caminos sencillos de la existencia humana,

Decidió comprometerse personalmente

En la obra de la salvación” (Juan Pablo II).

 

 

  María se presenta como una sencilla síntesis de opuestos, a la luz de Dios: “es la esclava del Señor y la reina de los apóstoles; es discípula y maestra, Virgen y Madre…” por lo tanto, María es el perfecto instrumento de Dios y, por tanto, como el gran ideal para el desarrollo de la personalidad y para la eficacia de la misión apostólica.

  La Virgen fue la que más cerca estuvo de su Hijo y, al mismo tiempo, la que “hizo más que nadie por darlo al mundo”, escribía el beato Santiago Alberione. Y hacía este razonamiento: “se dice: a Jesús por María; pues también se podrá decir: a Jesús maestro por María maestra…Jesús es el único maestro; María es maestra por participación.” En realidad, María no escribió ningún libro, ni tuvo una cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar… y, sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús y de la Iglesia, de los apóstoles y de todos los cristianos.

  Para este beato, María es maestra porque ha dado al mundo a Jesucristo Maestro. Ella es, según Epifanio, “el libro sublime que ha propuesto al mundo la lectura del verbo”. María es maestra por la santidad de su ejemplo; si queremos configurarnos con Cristo, el camino más fácil es María, libro que contiene todas las virtudes: la fe (dichosa tú que has creído Lc 1,45); la esperanza (hagan lo que él les diga, Jn 2,5); el amor (hágase en mi según tu palabra Lc 1,38); por la eficacia de sus oraciones; por la autoridad de sus consejos, pues la llena de gracia y sabiduría. María predica no con palabras, sino encarnando al verbo, “escribiendo un libro con su propia sangre”, concluía Alberione.

  Pero María es maestra por ser discípula, por estar totalmente abierta a la escucha y a la participación en el destino de su Hijo muerto y resucitado. En ella, escucha y seguimiento, están íntimamente unidos, como elementos indisolubles del verdadero discipulado.

  La verdadera grandeza de María no estriba tanto en su maternidad ni en otros privilegios, cuanto en haber sido fiel y fecunda escuchadora de la palabra de Dios. Jesús mismo lo reconoce cuando, ante el grito de la mujer entusiasmada por sus palabras, responde: “mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27). María es la primera en seguir a Jesús en su misión, compartiendo sus opciones, y así se convierte en la perfecta discípula del Señor.

  Además, ella es la mujer de la escucha de la voluntad de Dios expresada en los acontecimientos, que conserva y medita en su corazón (Lc 11,27-28; 2,19; 2,51). Su fe no era simple adhesión intelectual, sino experiencia vital. Ya Juan Pablo II lo afirmaba en Catechesi Tradendae: “ella fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarlo en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. Madre y a la vez discípula, decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro” (no. 73).

  Decía Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña a ser cristianos.” Nos enseña también a ser apóstoles, ya que, “apostolado es hacer lo que hizo María: dio a Jesús al mundo, a Jesús maestro, camino, verdad y vida. Dando a Jesús camino nos ha dado la moral cristiana; dándonos a Jesús verdad nos ha dado la dogmatica; dándonos a Jesús vida nos ha dado la gracia”, escribía el beato Alberione.

  Aprendamos a vivir la dimensión mariana, para que los creyentes estemos en condiciones de dejarnos formar en el misterio de Cristo, para que la palabra del Señor se cumpla en nosotros como se cumplió en María, y para poder darlo a conocer de manera integral en esta sociedad nuestra que tanto lo necesita.