martes, 22 de octubre de 2013

¿Con que todos somos Haiti?


“Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se resiste al orden divino, y los que resisten se atraerán sobre sí mismos la condenación” (Rm 13,1-2).

 

  Sigue el debate en nuestra sociedad por la sentencia del Tribunal Constitucional por el fallo emitido en cuanto a lo que tiene que ver con la ley de migración dominicana de extranjería. Son muchas las opiniones encontradas al respecto a favor y en contra. Lo cierto es que son pocos o casi ninguno los que se han tomado la molestia de leer completamente la sentencia del TC ya que la misma consta de aproximadamente 125 páginas. Pero eso sí, nos hemos afilado la lengua para despotricar y descalificar la misma sentencia. Se ha caído en criticar una sentencia que ni siquiera nos hemos tomado la molestia de conocer. Pero aquí ciertamente lo que prevalece no es más que un interés económico que se esconde muy por debajo de tantas opiniones de grupos y personalidades, pero que ya todos sabemos cómo se bate el cobre.

  Ha llamado la atención el percance al cual fue sometido el presidente de la República la semana pasada en la conferencia de la mujer auspiciada por la ONU-mujeres. Un grupo de mujeres que aprovecharon ese encuentro para enrostrarle en la cara al mandatario, y en su persona, a todo el pueblo dominicano, vociferando que “todos somos Haití”. Esa no fue más que una falta de respeto, una desconsideración y una intromisión en asuntos internos dominicanos de este grupo de mujeres irresponsables pagadas por ONGs y organismos internacionales que las dejaron en el ridículo. Aquí la pregunta obligatoria es, ¿Por qué estas mujeres no van a Estados Unidos, a Brasil, a México, Canadá, España… a bocearles a ellos en su patio que todos son Haití? Se dice que aquí hay democracia para manifestarse, y es cierto; pero también hay lo que se llama “respeto” a las leyes y soberanía de una nación. Muchos han dicho que de nada sirven al debate las groserías y malas palabras que se han emitido en varios programas en los medios de comunicación y prensa escrita; pero hay que entender también la indignación que fue el que vinieran un grupo de extranjeras a nuestra casa a bociarnos que todos somos Haití. Se equivocaron. Estos grupos no tienen la más mínima idea de los aspectos históricos de nuestras dos naciones para que vengan a desconsiderarnos de esa manera. Si ellas son Haití, pues que se vayan a Haití a luchar y defender a los haitianos de su mismas autoridades que no les dan ni proveen de lo básico para su subsistencia. No todos somos Haití, como tampoco somos ni Brasil, ni Perú, ni Canadá, ni España, ni Rusia, ni Panamá, etc. Somos República Dominicana. Yo soy dominicano y donde quiera que voy fuera de mi país me presento como dominicano, y con orgullo. Soy de la patria de Duarte, Sánchez, Mella, Luperón, Concepción Bona. Esto no es racismo ni patriotismo trasnochado. Yo respeto y honro la memoria de los hombres y mujeres que lucharon por la independencia de mi país.

  Otro punto que está complicando más esto es que ahora se ha dedicado el gobierno haitiano, en la persona de su canciller y otros políticos, a ir a diferentes escenarios internacionales a exigir que a la República Dominicana se le condene por esta sentencia de TC. Ya se ha manifestado el CARICOM y ahora se pretende llegar al ALBA, y así a otros más. Estos organismos se han expresado y a lo mejor se expresen sobre un tema que ellos ni conocen y que además tiene que ver con una decisión soberana de un Estado soberano como el nuestro. Tengan mucho cuidado. La República Dominicana no ha emitido ningún juicio ni opinión sobre el muro que está construyendo Haití en su línea fronteriza porque lo entendemos como una acción soberana. Pero lo cierto es que si ese muro fuera levantado por la parte dominicana, hace rato que estuviéramos en la hoguera.

  Es conocida por muchos la expresión del derecho romano: “la ley es dura, pero es la ley”. La ley hay que respetarla, todos tenemos que respetarla, aunque nos perjudiquemos con ello. El respeto a la ley beneficia el futuro y a la comunidad. El apóstol san Pablo dice en la carta a los Romanos: “Los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra el mal…Por tanto, es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia” (Rm 13, 3.5). Son muchos los que amparados en una falsa interpretación de los derechos humanos han violado y siguen y quieren que se viole la ley. En eso han incurrido incluso hasta sacerdotes. Y es incorrecto. Todos debemos someternos a la ley. Nadie está por encima de ella. Ya lo dice el mismo san Pablo en la cita que pusimos al inicio de este artículo: “debemos someternos a la autoridad legítimamente constituida”. Todos estamos de acuerdo en que hay que aplicarles la ley a esos grupos de mafiosos tanto haitianos como dominicanos que no son más que comerciantes de humanos; que se lucran con la miseria de una nación utilizando a su gente para su propio beneficio. Que tratan mejor al perro de su casa que a estos seres humanos que lo quieren es dejar la miseria en la que están hundidos. Que les caiga el peso de la ley.

  La situación haitiana tiene una dimensión humana y otra política. En cuanto a la humana, hay que ayudarles a buscarles soluciones humanas sin menoscabar o perjudicar nuestras leyes; y en esa parte la República Dominicana ha sabido tenderles las manos siempre en ayuda humanitaria, cosa que otras naciones más ricas y poderosas no han querido hacer; pero sí ponen sus recursos para financiar grupos e instituciones que denigren a nuestro país. Eso es una vagabundería y una desconsideración de su parte, y una violación a nuestra soberanía. Con el pueblo haitiano no ha habido un pueblo más solidario que el nuestro, a pesar de nuestras limitaciones y precariedades. El otro camino es de tipo político y hay que buscarle soluciones políticas, y ahí entra la parte migratoria. Nuestro país tiene el derecho de establecer sus propias leyes de acuerdo a lo que consideremos que es lo que más nos conviene. La República Dominicana no es una institución de beneficencia pública. Es una nación libre y soberana que establece sus propias normas y leyes por las cuales nos regimos los ciudadanos nacionales y todo aquel extranjero que quiera residir aquí. La República Dominicana no puede ocuparse del drama haitiano cuando en su misma casa hay tantos dominicanos y dominicanas que no tienen sus necesidades básicas solucionadas.

  Si queremos emitir juicios lo más certeros posible, lo mejor es que aprendamos a escuchar a los expertos en la materia. Una de la característica de nuestra gente es que nos gusta opinar de todo sin tener o saber los más elementales fundamentos de las cosas. No nos dejemos llevar por los excesos ni pasión que no nos conducen a un debate serio de las ideas. Pero tampoco nos dejemos pisotear nuestra dignidad y nuestra identidad como nación libre y soberana. No tenemos por qué permitir que nos vengan a pisotear nuestra bandera, nuestro himno, que mucha sangre costó. República Dominicana y Haití tenemos costumbres y visiones diferentes que son irreconciliables.

  Yo soy dominicano. Yo soy de la patria de Duarte, Sánchez, Mella, Luperón, Concepción Bona. María Trinidad Sánchez.

miércoles, 16 de octubre de 2013

¿Por qué confesarme? (5a. parte)


Ahora hablemos de la Gracia. Ya hemos dicho anteriormente, que los sacramentos instituidos por Cristo y encomendados a su Iglesia nos comunican la gracia de Dios. Pero, ¿Qué es la gracia? Igual que lo dicho anteriormente cuando definíamos los sacramentos y decíamos que hay varias definiciones, también hay que decirlo con respecto a la gracia. Son varias las definiciones que hay al respecto. Solo vamos a mencionar dos, sobre todo porque lo que queremos es que el lector tenga una idea clara y sencilla de la gracia sacramental.

Una primera definición de la gracia es: “la gracia es la vida de Dios, que El comparte con nosotros a través de esas acciones (sacramentos) que Cristo ha confiado a su Iglesia” (Scott Hahn). En el libro de Rollos y Meditaciones del Cursillo, del Movimiento de Cursillos de Cristiandad, se nos propone otra breve y sencilla definición de la gracia parecida a la anterior pero con un elemento más, dice: “la gracia es la vida de Dios, comunicada gratuitamente a la persona, aceptada libremente por ésta mediante la fe” (pag. 26).

De estas dos definiciones ya citadas, podemos reflexionar lo siguiente. La gracia es el mismo Dios dándose a nosotros de una manera gratuita. La gracia es puro don (regalo) de Dios para el hombre. La gracia es pura gratuidad, nosotros no hemos hecho absolutamente nada para merecerla; Dios mismo nos ha hecho merecedores de ella, ¿Por qué? Pues porque nos ama. Y nos ama con un amor de predilección. Ya nos dice el evangelista san Juan que “Dios es el que nos ha amado primero”; y Cristo mismo nos dice que “el que ama al Hijo ama también al Padre… y así vendrán ellos y harán su morada en nosotros”. Esta gracia se nos es dada en cada uno de los sacramentos. Todos los sacramentos nos comunican la misma vida de Dios, su Gracia.

La Gracia no se impone; se ofrece, se da, se dona…a alguien que puede ser agraciado. Esta donación o regalo no se impone, sino que se ofrece en diálogo, comunicación de Dios para con nosotros. Ya la misma palabra comunicación indica también “encuentro”; Dios viene y, -de hecho así lo ha querido desde el principio-, a encontrarse con el hombre; se acerca al hombre. Dios deja de ser ese Dios lejano y vienen a poner su morada entre nosotros. Pero también este ofrecimiento de Dios el hombre debe de aceptarlo con y en libertad, sin presión. Dios ha querido que el hombre lo acepte y ame libremente. Este don de la Gracia es algo que el hombre no puede percibir por los sentidos, tiene que experimentarla y vivirla mediante la fe, esa virtud teologal que Dios ha sembrado en el corazón de cada hombre y mujer para que crea en El.

Hablando del sacramento de la confesión, hay que decir que éste nos prepara para recibir la eucaristía más dignamente. San Pablo ya nos advierte al respecto: “quien se acerca a comer el cuerpo y sangre de Cristo indignamente, se está comiendo su propia condenación” (1Cor 11,27). Para que el sacramento de la confesión logre su efecto en el penitente, es necesario que este asuma unas actitudes previas, como lo es el arrepentimiento sincero de los pecados o faltas: que el penitente sienta dolor profundo de sus pecados, y la gracia completará lo que falta a ese dolor. A menos que el penitente este verdaderamente arrepentido, el sacramento no confiere en absoluto la absolución y los pecados no son perdonados. La Gracia no es magia; no actúa como si fuera un acto mágico. Para que la gracia actúe necesita la disposición, el esfuerzo de la persona; al respecto, san Agustín dijo: “la gracia supone la naturaleza”. Otra actitud es la de confesar los pecados: los pecados que se deben de confesar son aquellos cometidos después de la última confesión. La absolución sacramental es para absolver los pecados graves o mortales, es decir, aquellos que van en contra de cualquiera de los mandamientos de Dios. Hay una máxima en medicina que dice “la medicina no cura lo que ignora”. Si aplicáramos palabras parecidas al sacramento de la confesión se podría decir “pecado que no se confiesa, queda sin absolver”. Tenemos que confesar nuestros pecados, no los ajenos. Una tercera actitud es cumplir la penitencia impuesta, que es una forma de satisfacción por el mal causado.

El pecado o falta cometida contra Dios, es el pecado más grave que una persona puede cometer ya que por encima de Dios no hay nadie más grande que EL: su dignidad es infinita, y aunque nunca podremos compensar nuestras ofensas a EL, Cristo nos ayuda a compensar lo que nos hace falta por medio del sacramento de la confesión.