jueves, 20 de marzo de 2014

¿Por qué confesarme?


“Obedezcan a sus guías y sométanse a ellos, pues velan sobre sus almas como quienes han de dar cuenta de ellas, para que lo hagan con alegría y no lamentándose, cosa que no les traería ventaja alguna” (Heb 13,17).

  Hay una pregunta que muchos católicos se hacen con respecto a la confesión, y es ¿Cuántas veces tengo que confesarme? ¿Una vez al año? ¿Una vez al mes? ¿Cada quince días? Etc. La mejor respuesta que podemos dar a esta pregunta es: “es bueno y saludable confesarnos cada vez que la necesitemos”. No hay que ponerle límites a la gracia de Dios. Pongo un ejemplo de nuestra vida cotidiana: nuestro cuerpo tiene que alimentarse diario porque lo necesita, y este “alimentarse” es incluso varias veces al día. Si nuestro cuerpo se alimenta diario porque lo necesita, entonces nuestro espíritu también tiene sus necesidades y por lo tanto también debe de ser alimentado frecuentemente. En otras palabras, debemos de acercarnos al sacramento de la confesión cada vez que la necesitemos; porque siempre estamos cometiendo faltas, -leves o graves-, pero faltas al fin y al cabo. Es cierto que la Iglesia manda que por lo menos nos confesemos una vez al año, pero eso no quiere decir que tenga que ser obligatoriamente así. Es más bien lo mínimo que podemos hacer, pero debemos de dar el máximo en el crecimiento de nuestra vida espiritual.

  Si esto es así, entonces es bueno y aconsejable que nosotros tengamos un confesor, ¿Por qué? Pues porque tener un confesor nos posibilita a nosotros el tener o contar con una persona que nos conozca y esté más consciente a veces que nosotros mismos de nuestro fallos y errores. Si lo fuéramos a parafrasear con un dicho popular, sería este: “él sabrá de la pata que cojeamos”. Pero es que también esto nos da a nosotros el poder crear una verdadera relación de amistad y de sinceridad para un mejor acompañamiento y crecimiento espiritual. Tener un confesor nos ayudaría a fijarnos metas para vencer el pecado y crecer en la virtud. El confesor sería como nuestro médico de cabecera, que está presto siempre a visitarnos y darnos la medicina que nuestra enfermedad necesita o requiere porque nos conoce.

  Algo que hay que tener en cuenta es que encontrar al confesor adecuado requiere de tiempo. El confesor no debe ser aquel sacerdote que te hace sentir solo bien, sino el que te ayuda con sinceridad a que tu vida espiritual  sea lo que debe de ser. El confesor no debe ser aquel que te diga que tus pecados no son pecados. Un confesor no hay que confundirlo con un director espiritual, aunque también puede hacer las veces de director espiritual. Hay personas que tienen un confesor distinto al director espiritual; hay otros que tienen de confesor y director espiritual al mismo sacerdote. Todo dependerá de la elección de la persona. Tanto una como otra opción puede ser valedera.

  Vayamos concluyendo con este tema de la confesión. Martín Lutero dijo: “indudablemente, la confesión de los pecados es necesaria y acorde con los mandatos divinos…Tal y como se guarda el secreto de confesión hoy…me resulta una práctica extremadamente satisfactoria. No desearía que cesara, más bien me alegraría de que existiera en la Iglesia de Cristo, por ser una medicina excepcional para las conciencias afligidas”. Lutero seguía fiel a la confesión, incluso aun después de abandonar la Iglesia Católica. Jesús es infinitamente misericordioso, y comparte infinitamente su misericordia a través de su Iglesia en el sacramento de la confesión.  La confesión no es una solución rápida, pero es una cura segura.

   A todo esto concluimos con las palabras del apóstol Santiago, que nos dice: “limpien, pecadores, las manos, purifiquen los corazones, hombres irresolutos. Lamenten su miseria, entristézcanse y lloren. Que su risa se cambie en llanto y su alegría en tristeza. Humíllense ante el Señor y él los ensalzará” (St 4,8b-10).

 

Bendiciones.

miércoles, 5 de marzo de 2014

¿Por qué pecamos?


¿Qué hay tan atractivo en el pecado? ¿Por qué nos gusta pecar? Yo he leído el libro de las confesiones de san Agustín. Este pasó muchos años de su vida entregado al pecado, tanto carnal como espiritual. Entre sus narraciones de sus pecados, se centra en un insignificante pecado del robo de unas peras cuando tenía dieciséis años; y se pregunta qué fue lo que lo llevó a cometer aquel robo. No eran peras mejores que las de su casa ni tampoco tenía hambre: “porque robé cosas que tenía yo en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí, el pecado… lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido” (Confesiones libro II cap. IV, 1). Una vez que las robaron, se las echaron a los cerdos. Entonces, ¿por qué pecó? A esta pregunta va dando respuesta tras respuesta y las va rechazando una a una. En conclusión, dice: “nadie comete un pecado porque sí; nadie comete un mal por cometer un mal sin más. La gente peca porque ve algo bueno”.

  San Agustín dice que la persona siempre busca lo bueno, aunque esto acarrea que se equivoque a la hora de la elección. Todas las cosas Dios las ha creado buenas, nos dice el Génesis (1,31). Las cosas no son buenas o malas en sí mismas; lo que hay son intenciones torcidas departe nuestra. Para Agustín, el problema es nuestra desviación incontrolada por las cosas, por el placer, por la gloria terrenal.

  Aquí tenemos que hablar de la tentación.  La carta a los Hebreos dice de Jesús: “pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado” (4,15). En las tentaciones de Jesús en el desierto después de su bautismo, nosotros fuimos tentados y también en su victoria nosotros somos victoriosos. Ya en otro momento nos dirá que “si Él ha vencido al mundo, nosotros también lo podremos vencer” (Jn 16,33). Jesús se identifica con nosotros porque es uno de nosotros, uno con nosotros y sufre con nosotros; de ahí que sea el Dios que nos entiende y nos comprende. Recordemos que Jesús no se disfrazó de ser humano, sino que asumió la condición humana con todo lo que ella implica. Por eso los evangelios nos presentan a Jesús enfrentando situaciones adversas en todo su ministerio y con todos los que le rodean, empezando por sus apóstoles. Jesús, muchas veces nos alertó con respecto a la tentación: “velen y oren para no caer en la tentación”. Su vida estuvo rodeada de situaciones de tentación desde el comienzo hasta el final. Jesús llevó a cabo su misión en medio de la tentación, y nunca sucumbió a ninguna de ellas.

  La tentación no es querida por Dios, pero sí es permitida por El. A esto san Pablo nos dice que “nadie diga que es tentado por Dios”, y también, “ninguno es tentado más allá de sus fuerzas”. Dios jamás puede tentarnos, porque en El no hay maldad, sino pura bondad. Dios es la suma bondad. Dios tampoco puede ser tentado. No hay tentación que le dé o le ofrezca a Dios algo que El ya no tenga. La tentación en Dios es imposible. El apóstol Santiago dice: “consideren como perfecta alegría, hermanos míos, cuando se vean cercados por diversas pruebas, sabiendo que la prueba de su fe produce constancia” (St 1,2). El pecado empieza con nuestros deseos desordenados. El peor castigo que podemos recibir es la atracción que el pecado ejerce sobre nosotros. Ya el mismo san Pablo cuando se le quejó al señor por todas las pruebas que estaba experimentando en su ministerio, el Señor le dijo “solamente mi gracia te basta”. La Gracia de Dios nos basta, no para no tener la tentación, sino más bien para poder vencerla. El Señor Jesús no nos preservó de la tentación ni de los peligros; más bien nos advirtió de ellos y nos prometió su ayuda, su fortaleza, su Gracia: “sin mi nada podrán hacer”. Ya nos había dicho que podemos vencer al mundo, pero con la única condición de que tenemos que “ir hacia EL”.

  Tenemos que fortalecer nuestro amor a Dios y a su Hijo Jesucristo. San Agustín dijo: “haz que te ame con hondura y apriete tu mano con todas las fuerzas de mi corazón, y así me vea libre hasta el fin de todas las tentaciones” (confesiones libro I cap. XV, 1).

  Podríamos afirmar que si Dios ha permitido el mal en el mundo, es porque de Él espera sacar cosas buenas para  sus hijos e hijas. Todo obra para nuestro bien. Dios sabe escribir derecho en renglones torcidos.

Bendiciones.