miércoles, 29 de enero de 2014

¿Por qué confesarme? Pecado Mortal y Pecado Venial.


Hablemos ahora más específicamente del pecado. La tradición de la Iglesia siempre ha distinguido entre “pecado mortal y pecado venial”. Antes de distinguir uno del otro, es bueno señalar que esta división ha sido un problema para muchos católicos puesto que se confunden en distinguir uno y otro. Vamos a decirlo de manera sencilla. “Los pecados veniales dañan nuestra vida sobrenatural, mientras que, los pecados mortales acaban con nuestra vida sobrenatural. Los pecados veniales indican una enfermedad espiritual, mientras que, los pecados mortales indican la muerte sobrenatural”.

El pecado mortal es terrible. Aquí volvemos a recordar las palabras de Jesús en Mt 10,28: “no teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien a los que matando el cuerpo también matan el alma arrojándolos al infierno”.  El infierno no es un lugar físico, como algunas personas piensan o creen. Es más bien lo que se llama “un estado del alma”, que se experimenta en la medida en que la persona vive su vida cada vez más alejada de Dios e inmerso cada vez más en la vida de pecado. Tanto el infierno como el cielo, o mejor dicho, la iniquidad y la beatitud se comienzan a vivir aquí en la Tierra, pues “existen hombres que viven en un verdadero odio y rabia continua, así como otros que viven inmersos en un verdadero abismo de amor” (José Ant. Fortea).

Para que haya pecado mortal, hacen falta tres condiciones: materia grave (especificada por los mandamientos de Dios), conocimiento pleno y consentimiento deliberado. La absolución sacramental es para los pecados mortales o graves. Alguien me preguntará entonces, ¿y qué pasa con los pecados veniales? ¿No se perdonan en la confesión? O ¿no es necesario confesarlos? ¿Qué pasa con ellos? Aquí quiero parafrasear un dicho popular que dice “grano a grano se llena la gallina el buche”. Si aplicáramos este dicho a los pecados veniales podríamos decir que la práctica de pecados leves puede llevar a caer en un pecado mortal o grave. Entonces, hay que curarnos en salud; aunque no se haya cometido un pecado mortal, es bueno prevenirnos acercándonos a la confesión para que sean perdonados. Claro que tampoco hay que caer en los extremos, porque si no, no vamos a salir del confesionario ya que es más fácil o común cometer pecados veniales que mortales. Por eso es importante el examen de conciencia.

Quiero aprovechar este momento para aclarar una situación que muchos católicos asumen o piensan. La Gracia de Dios no tiene fecha de vencimiento. O sea, hay muchos católicos que se acercan al sacerdote pidiendo que se le renueve la Gracia como si ella tuviera fecha de vencimiento o de caducidad. Nada más falso. La Gracia de Dios lo único que la rompe, que la anula o la destruye es el pecado mortal. Es decir, que si un católico no ha cometido ningún pecado mortal después de su última confesión, no tiene que pedir renovación de la Gracia. Para que la confesión sea válida, tenemos que confesar todos los pecados mortales de los cuales tengamos conciencia después de nuestra última confesión.

Es muy común escuchar a gente decir “Dios no me perdonará esta falta o pecado”. Falso. El que así piensa en realidad no conoce la misericordia de Dios. No hay pecado que Dios no perdone si nuestro arrepentimiento es sincero. A esto, el Catecismo nos dice: “no hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna” (Cat. no. 1864).

El pecado venial debilita nuestra voluntad. Nos hiere en el alma, aunque no nos mata. El Papa Juan Pablo II decía: “el pecado venial no priva al pecador de la gracia santificante, de la amistad con Dios, la caridad y en consecuencia la felicidad eterna” (Reconciliación y Penitencia no. 17.9). Ningún pecado, por pequeño que sea, es compatible con la vida de Cristo, que siempre está libre de pecado.
Los pecados engendran otros pecados, no solo en el pecador sino también en los demás. Esta es la dimensión social del pecado. Hay una responsabilidad nuestra cuando participamos o colaboramos en los pecados de los demás: ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos, aprobándolos, no impidiéndolos, no denunciándolos o protegiéndolos (Cat. no. 1868).

Bendiciones.

miércoles, 8 de enero de 2014

¿Por que confesarme? La Gracia


“Porque tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

Cuando hablamos de la confesión, es necesario hablar también de un aspecto de nuestra vida cristiana que es esencial y que tanto se oye hablar de ella, pero que a lo mejor muchos todavía no saben de qué se trata o qué hay que entender por ella. Me refiero concretamente a LA GRACIA. Se hace necesario que hablemos un poco sobre este don o regalo que Dios nos da para que podamos entender mejor qué es lo que nosotros perdemos cuando cometemos un pecado.

Lo primero que tenemos que decir es qué es LA GRACIA: “la gracia es la vida de Dios comunicada gratuitamente a la persona, aceptada libremente por ésta mediante la fe” (libro de rollos y meditaciones del MCC pag. 26).

Vemos aquí una breve y sencilla definición de lo que es la Gracia divina. Es bueno que la comentemos por partes. Lo primero que nos dice es que la gracia “es la vida de Dios”. Ya lo hemos dicho en nuestra cita bíblica al inicio de nuestro artículo, del evangelista san Juan. Dios ha querido hacernos partícipes de su misma vida; Dios nos ha creado para la vida, y para la vida en abundancia. Cristo mismo nos dirá en otro momento que EL es “el camino, la verdad y la vida”; “todo el que cree en él no morirá, sino que tendrá la luz de la vida”; “él es la resurrección y la vida”; “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”. Cristo vino al mundo a ofrecernos la misma vida de Dios. La segunda parte de la definición dice que la gracia (vida de Dios) “es comunicada gratuitamente”. Es decir, no nos ha costado absolutamente ni un centavo. Todo ha sido pura gratuidad, generosidad, donación departe de Dios para con nosotros. No hemos hecho nada para merecerla, sino que Dios mismo nos ha hecho merecedores porque nos ama. Dios ha querido entrar en diálogo, en comunicación con nosotros. Al entrar en comunicación con nosotros, ha querido relacionarse con nosotros; ha querido encontrarse con nosotros; ha querido ser cercano a nosotros. Es el Dios que deja de estar allá arriba y se abaja hasta llegar a nosotros, y poner su morada entre nosotros. La tercera parte dice que “la gracia es aceptada libremente por la persona”. El amor es donación, es regalo; por lo tanto no se impone. Así entonces este regalo, esta donación debe ser correspondido desde la libertad del amado. Hemos sido creados con inteligencia y voluntad. Es como si Dios quisiera establecer una relación con cada uno de nosotros en libertad, sin presión. Y la ultima parte de la definición dice que la gracia (vida de Dios), “la experimentamos mediante la fe”. Es decir, este don de Dios no lo podemos percibir por nuestros sentidos, sino que el único modo de vivirlo es por la fe en EL. De ahí la insistencia de Jesús en que creamos en él y en su palabra, y por esa fe seamos capaces de obrar las obras de la fe.

Este don de la gracia o vida de Dios, lo recibimos primeramente en el bautismo. Y se nos manifiesta por medio del Espíritu Santo. Este don de la gracia o vida de Dios, tenemos que irlo fortaleciendo y profundizando en nuestro caminar cristiano y en la medida en que recibimos los demás sacramentos, ya que cada uno de ellos nos comunican el mismo don de Dios. Este don de la gracia divina tiene que irse fortaleciendo; tiene que ir creciendo y madurando.

La gracia nos hace santos. Cristo mismo nos dijo “sean santos como su Padre celestial es santo”. La santidad se manifiesta en nosotros en cada acto de amor que hacemos. La madre Teresa de Calcuta dijo “hay que amar hasta que nos duela”. La vida de los santos fue una vida toda ella en manifestación del amor de Dios. Cristo dijo que el signo por el cual el mundo va a creer que somos sus discípulos y discípulas es en la vivencia y testimonio de su amor. Nuestro amor debe ser semejante al amor que EL nos tiene: “ámense como yo los he amado”.

Por lo tanto, hay que decir entonces que, el pecado es cualquier acción –de pensamiento, palabra, obra u omisión-, que ofenda a Dios, viola su ley o rechaza el orden de su creación.

La gracia de Dios también nos hace hijos e hijas de Dios: hemos sido hechos hijos e hijas de Dios en el Hijo. La gracia de Dios nos hace templos de Dios, porque su Espíritu Santo habita en nosotros. Y, por último, la gracia de Dios nos diviniza: nos eleva de peldaño para que estemos junto con EL. No podemos estar junto a Dios manteniendo nuestra condición humana. Su gracia nos purifica de todas nuestras maldades y pecados.

Bendiciones.