viernes, 18 de abril de 2014

Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?


El momento más triste y desolador de la agonía de Cristo en el Gólgota fue el del abandono. Los dolores de Jesús son inmensos. Su cuerpo está totalmente agotado. Los brazos extendidos hacen cada vez más difícil su respiración. Las heridas de los clavos en las manos y en los pies continúan sangrando. La espalda, que roza el madero de la cruz, está hinchada por los golpes de la flagelación. Sin embargo, está consciente y experimenta una profunda soledad interior. Desde la cruz contempla el panorama: ve odio, incomprensión, falsedad, debilidad, soledad, abandono… No ha perdido la fe, pero como ser humano se siente abandonado por Dios; por eso grita reclamando su presencia y ayuda.

  Estas palabras dichas por Jesús, resuenan en el salmo 22 y son el grito y la queja suplicante de un hombre desamparado, abandonado, de un inocente que sufre, pero que no pierde la esperanza a pesar del dolor que padece. Este “¿por qué?”, es el grito de Job; es el grito de todos los que sufren; es el grito de todos los que beben el cáliz de la amargura hasta la última gota.

  Jesús no esquivó el sufrimiento de los hombres, sino que se enfrentó a sus enfermedades y necesidades, no huyó de su propio dolor; pero, tampoco lo buscó. Lo padeció cuando lo rechazaron los hombres, cuando los Saduceos preparaban su ejecución, cuando Judas lo traicionó y cuando lo abandonaron sus discípulos. El atravesó por todas las situaciones de sufrimiento que hay en la humanidad: la soledad, el abandono, el ser sentenciado, el rechazo, la ofensa, la humillación, la burla, la ridiculización; Jesús, que pasó en esta vida haciendo el bien, fue clavado en la cruz y crucificado en medio de dos bandidos. Cristo, antes de morir, se volvió a Dios con una plegaria llena de misterio. El que sufre puede convertir el sufrimiento en poderosa oración por las necesidades del mundo. La oración renueva a Jesús interiormente y le ayuda a fortalecer su confianza en el amor y la bondad del Padre. El silencio de Dios no es ausencia de Dios, y Jesús lo entiende perfectamente. Frente a las actitudes injustas y violentas de las autoridades judías y romanas, Dios calla pero no desaparece de la escena. Todo lo contrario, permanece a su lado, con él y en él, y lo acompaña en su sufrimiento con todo su amor de Padre. Jesús no solo sufría, sino que se sintió abandonado. Y se sintió abandonado nada menos que por su propio Padre. Sentirse abandonado es mucho peor que sufrir. Por eso se pregunta por qué su Padre lo ha abandonado.

  En el origen de este “¿Por qué?”, está el misterio del mal, del pecado y de la muerte. El pecado es separación de Dios, y esta separación es lo peor que nos puede suceder; el pecado es como un preludio de la muerte y del infierno. Nadie en el calvario, a excepción de su Madre María y Juan, el discípulo, fue solidario y sensible al doloroso abandono de Jesús. Estos no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado de Dios, que es amor. El eco de su dolor llegó a todos pero no impresionó a nadie. El gentío, insensible y malvado, seguía blasfemando y burlándose. Decían: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

  Pero también es cierto que, aunque estamos ante un misterio, ante este “¿por qué?” de la soledad y del sufrimiento está también el misterio del amor, de la solidaridad y de la ofrenda de la propia vida. A veces nos preguntamos por qué tenemos que sufrir o para qué sirve el sufrimiento. En la carta a los Hebreos leemos: “Jesús, por medio del sufrimiento aprendió a obedecer y así consumado se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a él” (Hb 5,8-9). El dolor nos aquilata, nos consagra, nos perfecciona. El sufrimiento tiene algo de misterio, y sólo a la luz de la fe se puede aceptar: El apóstol san Pablo dice: “En verdad, me parece que lo que sufrimos en la vida presente no se puede comparar con la gloria que ha de manifestarse después en nosotros” (Rm 8,18).

  El grito de Jesús en la oscuridad del calvario, este “¿por qué?” que no tiene respuesta, sintetiza todos los gritos de la humanidad doliente, todos los “por qués” que no tienen respuesta. Pensemos en todos aquellos hombres, mujeres, niños, niñas...que sufren en los hospitales y en las cárceles asinadas; las angustias de tantos padres y madres por no poder dar una alimentación y educación adecuadas a sus hijos; trabajadores que no reciben consideración como personas humanas ni un salario justo; el dolor y sufrimiento cuando un ser querido se nos va de este mundo; en la injusticia de una persona que está pagando un crimen que no ha cometido; la separación de los miembros de la familia por la emigración forzada; en los ancianos y ancianas desatendidos por sus familias; en tantos niños y niñas huérfanos y que son abusados; la imagen de nuestro país como un paraíso sexual; la vulgaridad, la grosería e indecencia a la que ha sido sometida nuestra sociedad a través de la música y algunos programas de radio y televisión en donde se exaltan vicios como la drogadicción, la violencia contra la mujer, la sexualidad como puro instrumento de placer y goce sin amor ni responsabilidad; el narcotráfico, la delincuencia en sus diferentes vertientes; tantas mujeres discriminadas y asesinadas. Personas e instituciones que por dinero atentan contra los valores en los cuales se ha venido forjando nuestra sociedad. Sí, somos una sociedad que muchas veces nos hemos sentido abandonadas de nuestras autoridades que no han sabido ni querido actuar tomando los correctivos que deben tomar, porque se dejan chantajear por una “libertad de expresión” mal entendida, que no toma en cuenta las normas y leyes establecidas, y se le utiliza para difamar e irrespetar o, pensando en el “costo político” que puede acarrearle determinada acción y que conlleva a profundizar el desorden en que vivimos. Nuestra sociedad sigue llenándose de violencia porque muchos de nosotros sucumbimos a las tentaciones a las que Jesús resistió en el desierto, vale decir la ambición de riqueza, prestigio y poder. Injustica y violencia son respondida con violencia. Definitivamente que hay mucho dolor y sufrimiento en nuestra sociedad dominicana; hay mucha soledad en muchos corazones; hay mucha tristeza en muchos rostros… cuantos porques sin respuestas.

  Nuestra sociedad necesita cambiar. Es necesario un cambio social, político, económico, que alivie la desesperación de tantos dominicanos y dominicanas; de tantos pobres. Por esto, el cristiano debe ser un artesano, promotor y propagador de este cambio para que todos puedan participar dignamente en el banquete de la vida y que puedan encontrar en sus hogares el pan y la educación. Tenemos que luchar en la promoción de nuestros jóvenes para que tengan oportunidades de capacitación y trabajo. Tenemos que decirle NO al despilfarro, al derroche, a la adoración del dios dinero, del placer, del lujo… Hay muchos bienes en manos de unos pocos.

  En definitiva, esta es una palabra desgarradora. Jesús tiene conciencia de estar abandonado, pero Dios no abandona a su Hijo aunque él lo hubiera sentido. El hombre puede experimentar el abandono de Dios. Sin embargo, Dios no abandona a nadie. Es el hombre quien se distancia de Dios. En la vida de muchas personas Dios está callado, silencioso; pero Dios no lo abandona porque él es Padre de todos. En el silencio, Dios no siempre quiere hablar; a veces prefiere callar con el hombre, porque Él quiere no sólo su voz, sino sobre todo su corazón.

  Jesús no cesa de enseñarnos, y lo hace siempre de manera clara y contundente para que no nos confundamos. A pesar de su sufrimiento extremo, ora, y en su oración hace un acto de fe y de confianza en Dios, su Padre, y le entrega lo poco que aún le queda. Jesús crucificado, amoroso y paciente, humilde y orante, es para todos nosotros una manifestación clara y visible del poder que tiene la oración cuando se hace con corazón sincero y abierto al don de Dios. Jesús nos dice que el sufrimiento no podemos evitarlo, no es algo perdido. Al contrario, unido a Jesús es causa de salvación.  El sufrimiento es potencial de vida.

  En la oración silenciosa y en el acompañamiento a los que sufren comenzaremos a descubrir que Dios es Padre, también cuando parece que calla y cuando parece que está ausente. La misericordia de Dios es inagotable. No hay pecado que prevalezca sobre su misericordia. Dios es la necesidad más grande del hombre. Es la fuente y origen de la vida y la paz. Cuando él está presente se experimenta sosiego, alegría, serenidad y paz. Dios hace del corazón del ser humano una morada de paz y de amor.

martes, 15 de abril de 2014

El sufrimiento y la enfermedad


A veces nos preguntamos por qué tenemos que sufrir o para qué sirve el sufrimiento. ¿Cómo puede Dios permitir el dolor? ¿A caso lo envía? ¿Cómo puedo aunar la imagen del Dios misericordioso con la del sufrimiento despiadado? Pensemos: una persona que es dedicada a su trabajo, se entrega a su familia, no le hace mal a nadie, etc. Pero se entera por su doctor que tiene cáncer, le asalta la duda: ¿por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto? Si soy una persona buena, cumplidora de la palabra de Dios, ¿por qué me envía esto? ¿Dios desea castigarme por algo? Pero ante esta realidad nuestra, la pregunta central será: ¿por qué Dios permite el sufrimiento? ¿Por qué no lo impide? ¿Dios es tan cruel? ¿No tiene compasión conmigo? ¿Es injusto? El sufrimiento es un misterio: muchos teólogos consideran que el sufrimiento no puede comprenderse, sino simplemente hay que soportarlo. Nosotros no podemos dar respuesta alguna sobre el por qué de una enfermedad que nos sobreviene o de un determinado destino que nos alcanza. Hemos de aceptar simplemente que no disponemos de explicación.

  En todas las religiones aparece la idea de que el hombre es el artífice de su propio sufrimiento, de que él mismo es el culpable de su enfermedad. El evangelio nos ilustra con esta concepción del sufrimiento: “Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? Jesús contestó: Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifieste en él las obras de Dios” (Jn 9,1-3).

  El budismo enseña: “la causa de todo sufrimiento es el contacto con el mundo. Debemos liberarnos del mundo, y estaremos libres del sufrimiento. Sólo aquel que está apegado a la vida experimentará sufrimientos a través de la enfermedad”.

  El hinduismo ve la causa de todo sufrimiento en la particularidad del ser. Por esta razón, el hombre debe abandonar su separación de Dios y llegar a ser uno con él y con todo lo que es.

  Pare el islamismo, todo es destino. Responde a todo el sufrimiento que pueda ocurrirle al hombre con la frase “Alá lo quiso así”. Esto quiere decir que si Alá lo quiso así, al hombre sólo le queda someterse a su voluntad, y no debe jamás de cuestionarlo preguntándose el “por qué”.

  La mística cristiana, no elimina el sufrimiento sino que lo eleva en Dios. El sufrimiento se convierte en un camino hacia el amor de Dios. Por esto entonces, los cristianos hablamos de “visión cristiana del sufrimiento: Dios no evita el sufrimiento, pero puede transformarlo y mediante el sufrimiento provocar el bien”.  

  Nosotros los cristianos sí nos preguntamos el “por qué”. Pero tampoco debemos esperar una respuesta teórica. La resurrección de Jesús es, finalmente, la respuesta existencial de Dios a la pregunta del por qué en la cruz.

 

  Quiero ahora que pensemos y meditemos en la persona de Job. Job es el prototipo del “justo sufriente” (Anselm Grún). Sabemos que Job no es una figura histórica, sino más bien simbólica del hombre sabio y justo. El nombre de Job significa “el perseguido”. Siente que todo el mundo lo persigue, y no puede experimentar a Dios como su amigo y protector, sino como el incomprensible, que le sumerge en la desgracia.

  El libro de Job nos muestra el camino para no desesperar ni apartarnos de Dios cuando todo lo nuestro se desmorona. Ante el dolor, el sufrimiento, la enfermedad…comúnmente experimentamos la derrota. Cristo mismo, cuando le gritó a su Padre desde la cruz “Dios mío Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No podemos descartar la posibilidad que se haya derrumbado. Sólo desde el crucificado, podemos aprender a manejar bien el sufrimiento. Jesús, desde la cruz, tuvo que luchar para aferrarse a Dios. Nosotros también debemos aprender a hacerlo en nuestro sufrimiento y enfermedad. Así, descubrimos que en el sufrimiento y en la enfermedad no estoy solo, experimento la comunidad con Jesús. El contemplar a Jesús sufriente, me ayuda a decir sí a lo que me molesta.

  Así el sufrimiento no me amarga, sino que me abre a mi verdadero YO que está en el fondo del alma y se encuentra invulnerable a toda enfermedad y necesidad.

  El sufrimiento no se ceba siempre en aquellos que lo han merecido, sino también, y con bastante frecuencia, en aquellos que han vivido con rectitud. El sufrimiento viene de fuera, sin que podamos determinar siempre las causas. Como Job, debemos combatir el sufrimiento y pelear y luchar con Dios. Debemos inculpar a Dios de que nos haya cargado con algo así.

 

  La enfermedad tenemos que aprender a entenderla. De hacerlo, podemos luchar contra la enfermedad en un triple plano: en el plano médico (probar todos los medios que la medicina tiene a disposición contra la enfermedad); el plano psicológico (aprender a manejarme conmigo mismo para que la enfermedad no se incremente sino que retroceda y, quizá, se cure), y el plano espiritual (tomar la enfermedad como un desafío espiritual que me invita a construir mi casa de vida en Dios y avanzar hacia mi propio ser espiritual).

 

  La enfermedad obliga a preguntarnos sobre qué deseamos construir nuestra vida: ¿deseo hacerlo sobre la salud y la vida prolongada, sobre el rendimiento y el éxito, o sobre Dios? Si construyo sobre Dios, la enfermedad no podrá aniquilarme. Una y otra vez me remite al fundamento auténtico de mi vida, Dios.

  A través de la enfermedad puedo descubrir otros valores que se vuelven importante para mí: la oración, el silencio, la música, la naturaleza, buenas conversaciones que giran en torno del misterio del hombre y de Dios.

 

  Quiero dejar en nuestras mentes las siguientes preguntas:

 

¿Qué tanto esquivo el sufrimiento, sea el del prójimo o el propio?

¿Tienes miedo de que te pueda llegar el sufrimiento? si es así, ¿cómo manejas ese miedo?

¿Cómo tratas o manejas a una persona que está teniendo una aflicción o que está sufriendo una enfermedad? ¿Te puedes dedicar a ella?

martes, 8 de abril de 2014

A proposito de la canonizacion de los Papas Juan XIII y Juan Pablo II


A propósito de la canonización de los Beatos Juan XXIII y Juan Pablo II, -Papas; queremos compartir algunos de sus pensamientos que vienen acorde con el lema de este año de nuestro plan de pastoral, que nos invita a profundizar y resaltar la verdad.

  Decir la verdad es parte de la justicia porque es una injusticia con los demás engañarles, sobre todo

si mentimos para hacerles daño o aprovecharnos de ellos. Por esto mismo, el Papa Juan XXIII dijo: aquellos líderes espirituales y políticos que tienen principios que cambian continuamente según las circunstancias variables y el ánimo de los votantes no son verdaderos líderes. Tampoco son verdaderos líderes quienes no predican con el ejemplo. Subrayó la responsabilidad de todos, especialmente de los medios de comunicación, en la presentación de la verdad.

  La causa y raíz de todos los males que, por decirlo así, envenenan a los individuos, a los pueblos y a las naciones, y perturban las mentes de muchos, es la ignorancia de la verdad. Y no sólo su ignorancia, sino a veces hasta el desprecio y la temeraria aversión a ella. De aquí proceden de todo género que penetran como peste en lo profundo de las armas y se infiltran en las estructuras sociales, tergiversándolo todo, con peligro de los individuos y de la convivencia humana. Los que, empero, de propósito y temerariamente, impugnan la verdad conocida, y con la palabra, la pluma o la obra usan las armas de la mentira para ganarse la aprobación del pueblo sencillo y modelar, según su doctrina, las mentiras inexpertas y blandas de los adolescentes, esos tales cometen, sin duda, un abuso contra la ignorancia y la inocencia ajenas y llevan a cabo una obra absolutamente reprobable. Y, una comunidad humana era cual la hemos descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones.

  Juan Pablo II nos decía que, en América el fenómeno de la corrupción está también ampliamente extendido. La Iglesia puede contribuir eficazmente a erradicar este mal de la sociedad civil con una mayor presencia de cristianos laicos cualificados que, por su origen familiar, escolar y parroquial, promuevan la práctica de valores como la verdad, la honradez, la laboriosidad y el servicio del bien común. Promover la verdad como fuerza de la paz es emprender un esfuerzo constante para no utilizar nosotros mismos, aunque fuese para el bien, las armas de la mentira. Y concluye diciéndonos que, el empeño por la verdad, por la libertad, por la justicia y por la paz distingue a los seguidores del Señor Jesús. Por eso la paz debe realizarse en la verdad; debe construirse sobre la justicia; debe estar animada por el amor, debe hacerse en la libertad.

  Hoy y siempre démosle primacía a la “verdad”. Nos dice el Señor en el evangelio de san Juan: “el que obra la verdad va a la luz” (3,21). Si uno procura vivir honradamente, no necesita esconderse, ni aparentar, ni mentir, porque no tiene nada que ocultar. La verdad hace a las personas transparentes y a las sociedades respirables.

 

Bendiciones.