martes, 9 de septiembre de 2014

El necesario diálogo entre fe, razón y ciencia


“Y los bendijo Dios con estas palabras: sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra y sométanla…” (Gen 1,28ª).

 

  No podemos pasar desapercibido el gran avance que ha tenido la ciencia en el caminar de la humanidad y de sus grandes aportes a la misma y que esto ha representado un gran triunfo de la técnica que ha surgido de ella. Como señal de este avance y progreso científico tenemos el que algunas enfermedades que, en otros tiempos eran consideradas mortales, han podido ser combatidas con eficacia y se ha encontrado la cura; está también el desarrollo de la industria automovilística con la fabricación de vehículos cada vez más sofisticados y con tecnología que en tiempos atrás era impensable que pudiera ser posible; y qué decir con relación al transporte aéreo, ferroviario y marítimo; el desarrollo de la comunicación digital y lo rápido que podemos comunicarnos de continente a continente en cuestión de segundos, etc. No caben dudas de que nuestra vida hoy, sin los logros de la ciencia moderna, sería completamente impensable. Pero también es cierto que este progreso científico y tecnológico tiene su lado oscuro: el dominio del ser humano sobre la tierra significa, por primera vez en la historia del planeta, que tenemos en nuestras manos la posibilidad de destruirlo por completo.

  Ya el Papa Francisco nos alerta contra esta visión progresista de la ciencia y la tecnología cuando nos dice que “la  sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría” (EG 7). Esto es lo que el Santo Padre ha llamado como la “gran tentación” en la que ha caído la humanidad y que frecuentemente aparece como excusa y reclamo, para que fuera posible la alegría que busca y anhela el ser humano.

  En siglos anteriores, la Iglesia era la que dictaba lo que había que creer y muchas veces usurpó el lugar de la ciencia. Esto es lo que ha llevado a la misma ciencia a una especie de dictadura y de sospecha, e incluso a una actitud de condenación a todo planteamiento religioso, puesto que se levanta una especie de protesta contra una visión que ve el universo como un lugar de la manifestación divina. Pensemos en las famosas teorías del Big Bang y la evolución como estandartes de la contraposición entre ciencia y fe. Así entonces, la Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto especifico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice (EG 243).

  Cuando la ciencia haya dicho todo lo que puede decir, todavía no nos habrá dicho lo que más queremos saber. Para el gran filósofo británico Ludwing Wittgenstein, aunque todos los problemas que hoy en día ocupan a los científicos de todas las ramas, fueran resueltos, las preguntas realmente importantes de nuestra vida quedarían sin tocar: sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales no se han rozado en lo mas mínimo.

  La verdadera ciencia no aleja de la fe, sino que ayuda a entenderla mejor. Aquí es muy ilustrativo la encíclica del Papa san Juan Pablo II “fides et ratio” (fe y razón), en donde nos muestra la relación que existe entre estas dos y de cómo se complementan una a otra. Y el Papa Francisco nos dice que la fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios, y no pueden contradecirse entre sí (EG 242).

  Necesitamos el uso científico de la razón que ha dado tantos bienes a la humanidad, pero no es cierto que este uso de la capacidad racional propio de las ciencias sea el único legítimo.

 

Bendiciones.

danos hoy nuestro pan de cada dia...


Esta petición tiene la característica de que es la más humana de todas: el Señor conoce nuestras necesidades y las tiene muy en cuenta. Ya en el libro del Éxodo leemos: “El Señor dijo a Moisés: haré llover pan del cielo para ustedes…” (16,4). Y el mismo Jesús dirá a sus apóstoles: “…no estén agobiados pensando qué van a comer… pues ya sabe su Padre celestial que tienen necesidad de todo eso” (Mt 6,31-32).

 El pan es fruto de la tierra y del trabajo del hombre, pero la tierra no da fruto si no recibe desde arriba la lluvia y el sol. Por lo tanto, no somos nosotros mismos los que nos damos de comer; el alimento nuestro nos viene dado por la misma voluntad de Dios que, así como hace salir su sol y lluvia para todos, lo hace también con el alimento. Es un Padre que vela por las necesidades de todos sus hijos. Al ser conscientes de esto, evitamos la tendencia de caer en la fatídica actitud de creernos que todo lo que hemos logrado con nuestro trabajo y esfuerzo es propiedad nuestra y sólo nuestra. Esto nos hace recordar además que, nosotros no somos los dueños de las cosas, aunque las obtengamos con nuestro trabajo, sino que somos sus administradores, porque uno sólo es el dueño, amo y señor de todo y éste nos pedirá cuenta de lo suyo.

  Jesús nos invita también a que no nos olvidemos de pedir. Si es cierto que Dios sabe y conoce de nuestras necesidades, también lo es el que quiere que se las presentemos en nuestra oración: “pidan y se les dará…” (Lc 11,9); y también: “si, pues, ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, el Padre del cielo no negará los bienes que sólo Él puede dar” (v 13). Fijémonos también que en esta petición, al igual que decimos Padre “nuestro”, también decimos danos hoy “nuestro” pan. Es decir, pedimos por el pan de todos, y no sólo por el propio, pedimos por el pan de los demás. Si todos somos hermanos, según nos lo enseñó Jesús, pues lo más lógico es que nos preocupemos y pidamos porque todos nuestros hermanos tengan su necesidad de pan cubierta. Esto es orar en la comunión de los hijos de Dios. Así entonces, el que tiene pan en abundancia está llamado a compartir: “denles ustedes de comer” (Mc 6,37), dijo Jesús a sus discípulos.

  San Cipriano nos hace caer en la cuenta y a la vez nos participa de una observación: “Con razón pide el discípulo lo necesario para vivir un solo día, pues le está prohibido preocuparse por el mañana. Para él sería una contradicción querer vivir mucho tiempo en este mundo, pues nosotros pedimos precisamente que el Reino de Dios llegue pronto”. Se pide el pan para el día presente. La oración presupone la pobreza del discípulo. El discípulo debe así confiar en su Señor que no se olvida ni de él ni de sus necesidades, porque a cada día le basta con sus preocupaciones y ajetreos: “No se procuren ustedes oro, ni plata ni cobre en sus bolsillos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni bastón, ni sandalias; porque el obrero merece su salario” (Mt 10,9-10).

  Esta actitud se traduce en una total y plena confianza en la providencia de Dios. Es un claro testimonio de hombres y mujeres que comparten de los bienes que el mismo Dios les ha dado. Son personas, -creyentes-, que dan de comer a los demás porque se experimentan como hermanos de los demás y se preocupan también por sus necesidades. Por eso, la comunidad de discípulos, que vive cada día de la bondad del Señor, renueva la experiencia del pueblo de Dios en camino, que era alimentado por Dios también en el desierto (Benedicto XVI).

  El tema del pan ocupa un lugar importante en el mensaje de Jesús, desde la tentación en el desierto, pasando por la multiplicación de los panes, hasta la última cena. Jesús mismo se autodenominó como el “pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,50). Todo el capítulo 6 del evangelio de san Juan nos evoca ya todo su contenido y relación con la eucaristía, y que guarda una estrecha relación con esta cuarta petición del Padre Nuestro. San Cipriano dice: “Nosotros, que podemos recibir la eucaristía como pan nuestro, tenemos que pedir también que nadie quede fuera, excluido del cuerpo de Cristo. Por eso pedimos que nuestro pan, es decir, Cristo, nos sea dado cada día, para que quienes permanecemos y vivimos en Cristo no nos alejemos de la fuerza santificadora de su cuerpo”. El Papa Francisco nos dice en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “La eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” (n. 47).

 

hagase tu voluntad en al tierra como en el cielo...


El obispo auxiliar de la diócesis de Rottenburgo-Stuttgart, dijo: “Muchas personas no pueden decir sí, ni a sí mismas, ni a nuestro mundo, ni tampoco a Dios. Están urgidas por cuestiones abrumadoras: incertidumbre, duda, contradicción, protesta, miedo. Sus labios están más prontos a decir no que a decir sí. Por eso necesitamos hombres que con su vida nos den ejemplo del sí, que den testimonio de la esperanza que los colma”.

  El Papa Benedicto XVI afirma que con estas dos peticiones del Padre Nuestro, descubrimos dos cosas: la primera es que existe una voluntad de Dios para nosotros y con nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. La segunda es que la característica del cielo es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios; dicho de otra manera, que allí donde se cumple la voluntad de Dios, está el cielo. La tierra se convierte en cielo, sí y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que solamente es tierra, sí y en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. En otras palabras, el hombre puede convertirse o vivir como mundano, hombre del mundo; o puede vivir como seglar en el mundo. Por esto el Señor Jesucristo dijo: “ustedes están en el mundo, pero no son del mundo”.

  Según las Escrituras, el hombre puede conocer la voluntad de Dios, ya que está inscrita en lo más profundo de su corazón, y se da por medio de la conciencia. Se dice que la conciencia es la voz de Dios en el interior del hombre. Por ésta, Dios le habla al hombre y le descubre sus más profundos secretos. Pero también es cierto que muchas veces esta comunión con Dios ha quedado oscurecida por diferentes motivos y circunstancias que habitan en nuestro interior y otras nos vienen desde fuera. De ahí entonces que el mismo Dios sea el que en diferentes ocasiones y de diferentes modos nos haya iluminado desde nuestro interior para que podamos salir de la oscuridad que muchas veces nos domina y nos aparta de Él. De esto tenemos como muestra el decálogo que Dios entregó a Moisés en el Sinaí, que el mismo Jesús no vino a abolir, sino más bien a darle su plenitud: éstos nos revelan la clave de nuestra existencia, de modo que podamos entenderla y convertirlos en vida. La voluntad de Dios nos introduce en la verdad de nuestro ser, nos salva de la autodestrucción producida por la mentira (Benedicto XVI).

  Nuestra voluntad debe de estar unida a la voluntad de Dios. Esto es lo que nos enseñó el mismo Jesús cuando dijo: “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4,34). Toda la existencia de Jesús se resume en estas palabras: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Jesús mismo es el cielo aquí en la tierra. Por medio de Él se cumple la voluntad de Dios. Somos justos por medio de Él, no por nuestras propias fuerzas. Cuando nos dejamos arrastrar por nuestra propia voluntad, nos alejamos de la voluntad de Dios, pero en Cristo somos elevados hacia Él, nos acoge dentro de Él, y en la comunión con Él, aprendemos también la voluntad de Dios.

 

Bendiciones.