miércoles, 12 de noviembre de 2014

No nos dejes caer en tentación...


  El apóstol Santiago dice: “Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie” (1,13).

  En Dios no existe la tentación. Tampoco es el que tienta. El pasaje de las tentaciones de Jesús es ilustrativo a este respecto: nos dice que Jesús fue llevado al desierto para ser tentado por el Diablo (Mt 4,1). De hecho, este nombre es simbólico: el evangelista san Marcos lo llama “Satanás”, al igual que Lucas. San Juan se referirá a él en el apocalipsis como “el Acusador”. Ya este nombre nos hace recordar a nosotros en el libro de Job, cómo Satanás frente a Dios se pone a acusar a su servidor Job señalando que su adoración a Dios se debe a su bienestar material y que si se le quitan sus propiedades abandonará el camino religioso. Dios ciertamente le permite que sea tentado, pero también le marca los límites.

  Con respecto a la tentación, nos dice el exorcista padre José Antonio Fortea: “La tentación es esa situación en la que la voluntad tiene que elegir entre dos opciones, y sabe que una opción es buena y otra mala, pero se siente atraído hacia la mala”.  Para pecar hay que saber que uno está escogiendo la opción mala. Por eso, no hay pecado sin mala conciencia.

  Es cierto que el pecado tiene que ver con la debilidad; pero también lo es que no somos tan débiles como para no poder resistirnos. La tentación siempre tiene un elemento atractivo, apetitosa. En el relato del Génesis, del pecado de nuestros primeros padres, la serpiente le presenta a la mujer la tentación (el fruto) de forma apetitosa y así le provoca su deseo de comerlo, esto unido a la astucia de sus palabras engañadoras. En la tentación entra en juego la libertad del hombre. A este respecto el mismo padre Fortea dice: “Parece razonable pensar que la mayor  parte de las tentaciones proceden de nosotros mismos. No necesitamos a nadie para ser tentados. Basta la libertad para poder usarla mal” (Summa Daemoniaca, pag. 38).

  Una de las preguntas que siempre está en la mente de las personas es ¿por qué somos tentados? o ¿por qué Dios nos tienta? Pensamos muchas veces que la tentación viene de Dios, y ya vimos que no es así. También el apóstol Pablo nos ilustra al respecto cuando dice: “Fiel es Dios que no permitirá que sean tentados más allá de sus fuerzas, sino que con la tentación les dará el éxito haciéndolos capaces de sobrellevarla” (1Cor 10,13). Dios, como Padre que es vela para que ninguno de sus hijos se vea presionado más allá de lo que puede soportar. Si fuéramos a ilustrar esta idea con un dicho popular sería: “Dios aprieta, pero no ahorca”.

  Al pensar en las tentaciones de Jesús en el desierto, descubrimos que toda su vida y ministerio estuvieron sometidos a esta difícil realidad. Jesús tuvo que llevar a cabo la misión de su Padre en medio de las tentaciones. Jesús fue tentado hasta el último momento de su vida terrena: así cuando estaba agonizando en la cruz al escuchar aquellas palabras de las gentes que se burlaban de él diciendo que “si es el hijo de Dios que baje de la cruz para que le crean…, o las palabras de reclamo a su Padre al sentir la experiencia del abandono: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado”.

  Otro elemento a tener en cuenta con respecto a la tentación es lo que podemos llamar “la prueba”. El Papa Benedicto XVI nos dice: “Para madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba”. La prueba entonces es necesaria para poder fortalecer nuestra fe y confianza en Dios. El mismo Jesús no nos eximió de ella: “Pero, antes de todo, les echaran mano y les perseguirán… Los llevaran ante reyes y gobernadores por mi nombre. Propongan en su corazón no preparar defensa, yo les daré sabiduría… Todos los odiarán por causa de mi nombre. Pero no perecerá ni un cabello de su cabeza. Con su perseverancia salvarán sus almas” (Lc 21, 12-19).

  El amor es siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez.

 

Bendiciones.

martes, 11 de noviembre de 2014

Conocer a Dios, ¿es fácil o difícil?


“A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

 

  Todos sabemos algo de Dios; aunque no hayamos desarrollado la capacidad del intelecto, lo cierto es que todos, de alguna manera, hablamos de Dios, aunque muchas de las veces esas palabras no sean del todo acertadas o bien elaboradas; dicho en otras palabras, es lo que muchos llaman “la fe del carbonero”. Hablamos de Dios ya sea por lo que nos enseñaron nuestros padres desde pequeños o también por lo que hemos oído de Él en el paso de los años. Todos, de alguna manera, mostramos con ello conocer a Dios aunque no sepamos que lo conocemos. Los mismos que niegan su existencia en el fondo afirman algo o alguna verdad de ese Dios que dicen no conocer ya que Dios no existe como nosotros lo imaginamos. Es más, lo cierto es que a Dios nadie puede conocerlo tal como Él es, porque Dios no existe de tal forma que lo podamos imaginar. Por esto es que nadie puede alcanzarlo dignamente, nadie puede decir toda la verdad acerca de Dios.

  Estas afirmaciones nos llevan entonces a pensar o a preguntarnos: ¿Es que Dios permanece vedado a nosotros? ¿No es posible su conocimiento? ¿Dios permanece oculto o es de alguna manera accesible a nosotros? Aristóteles nos ilustra muy bien al respecto con su símil sobre los ojos del murciélago: “como los ojos del murciélago respecto a la luz del día, así se comporta el entendimiento de nuestra alma respecto a las cosas que, por naturaleza, son las más evidentes de todas”. Con este símil, lo que el filósofo griego quiere darnos a entender es que, por naturaleza somos ciegos para conocer lo más obvio. El entendimiento quiere conocer la verdad. Y cuanto más verdadero sea lo que conoce, mejor. Pero, lo más obvio no siempre es lo que podemos ver con más facilidad: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119,105); y el mismo Jesús ya nos había dicho que “los ojos son la lámpara del cuerpo; así pues, si tus ojos están buenos, todo tu cuerpo tendrá luz” (Mt 6,22). Lo que queremos afirmar con estas palabras bíblicas es que, para tener acceso a Dios necesariamente tenemos que aceptar la verdad que él mismo nos ha revelado en su Hijo Unigénito, ya que el acceso a Él nos es posible por su Hijo: Jesús es el camino para llegar al Padre y también para conocerlo, porque el que conoce al Hijo conoce también al Padre. Cuando queremos conocer algo, queremos conocer la verdad. Toda investigación que se realiza se hace con el único objetivo de llegar a la verdad.

  El hombre, por naturaleza, siempre quiere y busca el bien; también, siempre quiere y busca conocer la verdad. Así entonces podemos decir que nuestra vida siempre es, por naturaleza, deseo de vivir, deseo de verdad y deseo de felicidad. Ahora bien, resulta que estos deseos mencionados implican de alguna manera el deseo de Dios. Dios es nuestro deseo más profundo de vida, verdad y felicidad: “nos hiciste Señor para ti, y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti” (san Agustín, Confesiones 1,1). En Dios encontramos todos estos deseos de manera plena, total; no parcial. En Dios no hay vida, Dios es la vida; en Dios no hay verdad, Dios es la verdad; en Dios no hay felicidad, Dios es la felicidad, Dios no es sabio, Dios es la sabiduría, etc. Las perfecciones de Dios son de la misma sustancia de Dios. Por eso nuestra vida toda tiende a Dios como a su fin: “…Yo los escogí a ustedes entre los que son del mundo, y por eso el mundo los odia, porque ya no son del mundo” (Jn 15,19), dijo Jesús a sus discípulos. Esto es fácil de descubrir para el que cree y por eso se mantiene en el camino que le lleva a Dios. De aquí se deduce que el ser humano sea entonces “capaz de Dios”: el hecho de que somos capaces del bien y de la verdad nos deja entrever que también somos capaces de Dios (Martín Lenk, sj).

  Entonces, podemos conocer de Dios lo que Él ha dispuesto que conozcamos; conocemos lo que Él mismo nos ha revelado por medio de su Hijo. En Jesús, nuestro acceso a Dios-Padre ha quedado abierto de par en par. Jesús es la puerta para acceder al Padre.

 

Bendiciones.