jueves, 4 de diciembre de 2014

Libranos del mal. Amen.


El mal existe, de eso no tenemos dudas. El mal no viene de Dios. El mal fue introducido en el mundo por el enemigo de Dios. El evangelio nos ilustra al respecto en la parábola sobre la cizaña, que nos advierte que el enemigo de Dios es el que ha sembrado, en la noche, la cizaña para que dañara el trigo (Mt 13, 24-30). Le pedimos a Dios en esta súplica no dar al maligno más fuerza de lo soportable. Le pedimos que nos salve, que nos redima, que nos libere. Es la petición de la redención (Benedicto XVI).

  Este “mal o maligno”, está representado en las Sagradas Escrituras por diferentes imágenes. Una de ellas la encontramos en el libro del apocalipsis cuando el autor usa la palabra “bestia”, que ve salir del fondo, del oscuro abismo del mar con los distintivos del poder político romano y que representaba un poder amenazante contra los cristianos. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del mal.

  Ahora, si esto fue en tiempos del Imperio Romano, lo cierto es que hoy día esta amenaza sigue siendo actual. Hoy nos enfrentamos a todo un sin número de amenazas e ideologías: los poderes de mercado, el capitalismo salvaje que denunció el Papa Juan Pablo II, el narcotráfico, la trata de personas, el lavado de dinero, tráfico de armas, etc., que son un lastre para el mundo y arrastran a la humanidad hacia ataduras de las que no nos podemos librar tan fácilmente. De esto le pedimos al Señor “líbranos del mal”. Están las diferentes ideologías que conducen al hombre a un sin sentido y más bien a apartarse de Dios y sus designios, ya que presentan a Dios como algo innecesario y como obstáculo para el desarrollo del mismo hombre. Presentan a Dios como una farsa, algo que hace perder el tiempo. Así conducen al hombre a un disfrute desenfrenado de la vida, sin compromiso ni responsabilidades. Son muy ilustrativas las palabras de Gandhi que dijo: “los siete pecados de la sociales de la humanidad son dinero sin trabajo, política sin principio, placer sin responsabilidad, negocios sin moral, conocimiento sin carácter, ciencia sin humanidad y religión sin sacrificio”.

  Esta petición nos alerta en el sentido de que si perdemos a Dios, nos habremos perdido a nosotros mismos; entonces seremos tan solo un producto casual de la evolución, y así entonces habrá triunfado el Dragón. Permanecer con Dios, junto a Dios, es estar íntimamente sano. La humanidad necesita de sanación. Por esto mismo Jesús, en su diálogo con Pilatos dice que su Reino no es de este mundo; y tuvo razón el Señor porque, si fuera de este mundo no hubiera podido ofrecer sanación a este mundo enfermo por el mal, por el pecado.

  San Cipriano dijo: “Cuando decimos líbranos del mal, no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos”. Debemos de vivir con la confianza en el Señor que todo lo puede, como lo manifestó san Pablo: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado”. Esta es la seguridad del que vive abandonado al Dios de Jesús. Esta es la promesa de triunfo que prometió a sus seguidores. San Pablo lo entendió muy bien y fue lo que transmitió a los demás. Son las palabras que el mismo Señor Jesucristo trasmitió a sus seguidores cuando les dijo: “Animo, si yo he vencido al mundo (maligno), ustedes también lo podrán vencer”; nada más que nos puso una condición para poder lograr este triunfo: “tendrán que venir todos hacia mí, porque sin mi nada podrán hacer”.

  Esta es la riqueza y el gran tesoro que encontramos en esta oración del Padre Nuestro u oración del Señor y también oración dominical. Son muchas las reflexiones que se han hecho y muchos los libros que se han escrito para analizar y profundizar en la misma. La tarea sigue ardua, porque el mensaje de Dios no se agota en las palabras. Sus palabras son palabras de vida y son siempre nuevas. Estas no han sido más que un aporte para seguir profundizando en ella y que así podamos fortalecer nuestra fe y compromiso cristiano en una humanidad que quiere cada vez más desvincularse de Dios, no dándose cuenta que cada paso que da en esta dirección, se encaminada más y más a un abismo del cual lo único que sacará de él será su destrucción para siempre.

 

Bendiciones.

Busquemos a Dios partiendo de nosotros mismos


San Agustín, en sus “Confesiones” nos dice: “mira, tú estabas dentro de mí y yo fuera de ti, y por fuera te buscaba”. Para poder encontrarse con Dios, san Agustín tuvo que cambiar de dirección en su búsqueda, y así también nos invita a que hagamos lo mismo: “no vayas hacia fuera, entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad”. Muchos de nosotros nos concentramos buscando a Dios en el exterior, en lo que está fuera de nosotros; pero son pocos los que reparan en que Dios habita en nuestro interior, en nuestro corazón. De hecho, es ahí, en nuestro corazón, donde Él quiere habitar: “mira que estoy a la puerta tocando, si tú me abres, mi Padre y yo vendremos y haremos en ti nuestra morada”; y también “cuando quieras hablar con Dios, tu Padre, entra a tu habitación, cierra la puerta; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará”. El lugar privilegiado de la presencia de Dios es el mismo ser humano, su interior, su corazón. Ya Anselmo de Canterbury nos invita a esta aventura del encuentro cercano con Dios en nuestro interior, cuando dijo: “oh hombre, huye un momento de tus ocupaciones, escóndete un instante del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos ahora tus agobiantes preocupaciones, y aparta de ti tus penosas inquietudes. Ten un poquito de tiempo para Dios y descansa un poquito en Él. Entra en la habitación de tu mente, saca todo de ella menos a Dios y lo que te ayuda a buscarlo y búscalo a puerta cerrada”.

  Los grandes místicos han sido hombres y mujeres que han emprendido este gran camino de aventura y encuentro hacia Dios desde su interior. Estos hombres y mujeres supieron descubrir esta presencia de Dios en lo más íntimo y profundo de su interior. Pensemos por ejemplo en la gran Santa Teresa de Jesús, que nos invita a entrar en las moradas del castillo interior del alma: “…para buscar a Dios en lo interior, que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas” (Moradas III, 3,3). El P. Fco. Javier Sancho Fermín, comentando los escritos de la santa Edith Stein en su libro “Ciencia de la Cruz”, que se refiere al punto de “cruz y noche”, dice: “la noche mística, no debe entenderse cósmicamente. No nos llega desde el exterior, sino que tiene su origen en la interioridad, y afecta sólo al alma en la que emerge”. Es decir, que para Santa Teresa de Jesús, Dios vive en el interior del ser humano, y el ser humano vive en la morada de Dios. Este deseo de encuentro del hombre en su interior con Dios, para Teresa, parte desde la antropología al hombre preguntarse: ¿Qué es el hombre? ¿Qué es lo propio del ser humano que le distingue de las otras creaturas? ¿Cuál es su papel y su puesto enigmático en el universo?

  Es conocida por muchos de nosotros la famosa frase “conócete a ti mismo”; frase esta que estaba inscrita en la puerta de entrada del templo de Delfos, en la antigua Grecia. Son también famosos los enigmas del oráculo de Delfos a las preguntas de los hombres. La solución del enigma se convierte en la tarea de una vida, en la cual el hombre se va conociendo a sí mismo. El ser humano sigue siendo un enigma y, a la vez, es la solución del enigma. Me viene a la mente el famoso enigma de la Esfinge a Edipo cuando esta le preguntó ¿cuál es el animal que en la mañana anda en cuatro patas, en la tarde en dos y en la noche en tres? La respuesta fue ciertamente sencilla: el hombre, porque cuando nace, siendo niño gatea; de adulto, camina sobre dos; y cuando envejece, usa un bastón. Por lo tanto, el hombre, que es la solución al enigma, sigue siendo un misterio para él mismo. Cada persona humana encierra un enigma y un misterio y el mismo Edipo tuvo que  experimentarlo trágicamente.

  ¡Conócete a ti mismo! Para los autores de la antigüedad significaba esto que el ser humano debía conocer dentro de su grandeza su miseria, y parece que su grandeza precisamente consiste en conocer su miseria. Dada su miseria, su condición de ser suplicante aparece como la esencia del ser humano.

  Edith Stein reivindica la experiencia mística como un camino que da luz sobre los misterios mas íntimos del ser humano: “la conquista del centro del alma se transforma en una verdadera conquista de la humanidad, la sede de la libertad de la persona, la sede de los pensamientos del corazón, la sede del encuentro y de la unión con Dios”.

 

Bendiciones.