martes, 6 de enero de 2015

"Todos quieren ir al cielo, pero nadie quiere morir" (Robert Kiyosaki)


Hemos oído infinidad de veces que el hombre es un misterio; él mismo no llega a comprenderse por completo; es un gran misterio insondable. Hemos oído también que el hombre hasta ahora no ha podido dar una respuesta exacta a las grandes cuestiones que tienen que ver con su existencia o con el sentido de su existencia, como lo son ¿de dónde vengo? ¿A dónde voy? Por esto decimos que el hombre es un gran enigma, sobre todo para sí mismo. Cada persona humana encierra un enigma y un misterio. Buscarle solución a este enigma se ha convertido en una tarea permanente que dura toda la vida. El hombre es la gran tarea de sí mismo. Al ir resolviendo esta tarea, el hombre se va conociendo a sí mismo. Es también por nosotros conocida la frase “conócete a ti mismo”, frase esta que estaba inscrita en la entrada del templo de Delfos. El ser humano sigue siendo un enigma y, a la vez, sigue siendo la solución del enigma. Cada ser humano debe de conocer dentro de su grandeza su miseria. Descubrir esta miseria, es lo que lo lleva a reconocer su condición suplicante.

  En el libro del Génesis, en el relato de la creación, leemos que Dios creó al ser humano del polvo y a su imagen y semejanza. De acuerdo a esta enseñanza bíblica, podemos afirmar que hay en nosotros algo de divino, pero también esta en nosotros y nos acompaña, algo de miseria, de caducidad. El ser humano se encuentra en la tensión entre su cuasi divinidad y su miseria absoluta. El hombre no es completamente divino ni completamente humano. El hombre lo tiene todo y a la vez no tiene nada. Tiene una inmensidad de recursos para subsistir, encuentra su camino en cada circunstancia y, al mismo tiempo, no haya camino. No sabe cómo escaparse de la muerte. Su dicha es siempre pasajera…”vanidad de vanidades, dice Qohelet, todo es vanidad…”

  El ser humano es el ser que sabe que va a morir, pero jamás está dispuesto a rendirse frente a su propia muerte. El hombre tiene y siente un gran deseo de inmortalidad. Todos los vestigios de la antigüedad lo atestiguan. El ser humano es el ser que sabe que va a morir, pero no lo sabe de la misma manera que los demás animales; vive consciente de ello y por eso mismo se plantea la pregunta sobre su existencia y sentido de la vida como tal: ¿Tiene la vida humana un sentido? ¿Tiene el ser humano un destino, una meta, un fin? (M. Blondel). Mientras que el niño hace preguntas que pueden y tienen respuesta, el adulto se hace preguntas por el TODO: ¿Qué sentido puede tener una pregunta que no halle respuesta? Ciertamente, nos pone delante de un misterio, delante del misterio absoluto (Karl Rahner).

  Pero también es cierto que el ser humano muchas veces no quiere tampoco asumir una actitud de sacrificio. Queremos lograr cosas trascendentales, tener confort, salario abundante, buenas prestaciones, etc. Pensemos también en el deporte, y más ahora que en el mes de noviembre nuestro país logró una muy buena posición en el medallero centroamericano y del Caribe; vemos cómo se ha premiado el esfuerzo de los atletas y federados. Dicho en un lenguaje religioso y cristiano “no hay salvación sin sacrificio”. Vamos a decirlo de una manera muy popular y llana, el que pretenda llegar al cielo sin pasar por “go”  está equivocado. Ya lo dijo el mismo Señor Jesucristo: “no todo el que me diga Señor, Señor se salvará, sino el que escuche mis palabras y las ponga en práctica”.

  Todos queremos lograr grandes cosas en la vida, pero muy pocos estamos dispuesto a pagar el precio para obtenerlo. La única manera de ir al cielo es muriendo. Por eso es que la vida nuestra en este mundo es un retorno al Padre, que está en el cielo, porque de Él venimos y a Él vamos a volver; pero no podemos volver de cualquier manera. Hay una sola manera de regresar al Padre, y esa manera o, mejor dicho, ese camino es su Hijo Jesucristo, porque nadie va al Padre si no es por él ya que él es el camino, la verdad, la vida y la puerta para acceder al Padre y, por lo tanto, al cielo. Llegamos al cielo en la medida en que perdemos la vida por Cristo, por su evangelio; y nos damos, nos entregamos a los otros en nuestras familias, sociedad y comunidad.

 

 

Bendiciones.