martes, 10 de febrero de 2015

Espiritualidad para un mundo desespiritualizado


El hombre no solo es materia, cuerpo; sino también es alma, es espíritu. Pero, ¿Qué pasa con esa parte interna-espiritual del hombre? ¿Cómo vive el hombre de hoy su espiritualidad? ¿Qué conciencia tiene el hombre de hoy de su espiritualidad? Estas y otras más preguntas podríamos hacernos al respecto y quizá no encontraríamos las respuestas adecuadas a cada una, pero sí tenemos y debemos hacer el intento por buscar esas respuestas que nos ayuden a comprender más y mejor esta realidad nuestra que es parte constitutiva de nuestro ser. Claro que para una persona que no sea creyente esta posibilidad estará vedada, abstracta y no le provocará nada de entusiasmo profundizar en ello. Pero tenemos que hacer el intento, como ya hemos dicho, de tomar conciencia de esta realidad.

Lo primero que tenemos que saber es que “la espiritualidad no es algo que esté fuera de este mundo o, mejor dicho, no es algo que esté separada del mundo ni es ajena a él, sino que actúa concretamente sobre la vida de la sociedad y sobre mi propia vida” (Anselm Grün). En ocasiones, al hombre espiritual se le ha visto con cierta sospecha ya que se le mira como a una persona que no encaja en el mundo; o que es una especie de persona que vive en las nubes, etc. Esta no es la verdadera espiritualidad. La verdadera espiritualidad no me arranca ni me separa del mundo, más bien me hace vivir con más conciencia mi presencia en el mundo en una actitud de cambio permanente. La verdadera espiritualidad me lleva a dar buenos frutos para mí y los demás: “todo árbol bueno da frutos sanos…” (Mt 7,17). Ante la vida convulsionada y agitada que está viviendo la humanidad y las sociedades, podríamos preguntarnos, ¿puede la sociedad vivir sin espiritualidad? He aquí el aporte importante y esencial que nos dan las diferentes religiones al respecto. Cada una de ellas nos ofrece caminos diferentes y diversos que nos conducen a abrirnos cada vez más a Dios y su Espíritu. Nos ayudan a abrirnos a una realidad mucho más grande; nos ayudan a ser uno con nosotros mismos y con Dios.

No existe una espiritualidad que nos aleje de Dios o que se viva sin Dios, si no, no fuera espiritualidad. No hay separación entre una realidad y otra. Por esta razón es que muchas personas buscan una espiritualidad fuera de la Iglesia o de las religiones. No se sienten identificadas con determinada fe o creencia porque piensan que estas religiones solo se centran en sus ritualismos y nada más. Muchas de estas actitudes están vinculadas a ciertas experiencias amargas y dolorosas de la infancia, a la visión de un Dios castigador y vengativo, etc. Sabemos del acercamiento cada vez más buscado de personas a las diferentes técnicas de meditación y relajación, sobre todo de corte oriental. Pero también es cierto que estas personas no pueden negar que en diferentes momentos de su vida han experimentado la presencia cercana de Dios que les ha transformado sus esquemas de vida, les ha sanado sus heridas; y aun así buscan caminos espirituales fuera de las iglesias.

La espiritualidad no es un camino o método o medio para aislarnos, para retirarnos completamente dentro de nosotros mismos. La espiritualidad es como una fuerza que actúa poderosamente dentro de nosotros. Pero hay que saberla descubrir y utilizar de manera que continúe actuando en la sociedad y en el mundo, y así nuestra propia vida pueda ser exitosa. La verdadera espiritualidad tiene que configurar nuestra propia existencia.

Pero, a todo esto hay que preguntarnos: ¿Qué es la espiritualidad? La palabra significa “vivir desde el Espíritu, vivir a partir de la fuente del Espíritu Santo”. Así, la espiritualidad cristiana es orientada por el Espíritu de Cristo. Espiritualidad significa que debo vivir mi vida a partir de la fuente del Espíritu Santo, pero para poder lograrlo tengo que acercarme y conocer esta fuente: “mas quien beba el agua que yo le daré, no tendrá sed nunca…” (Jn 4,14). Los medios, el camino para llegar a esta fuente inagotable son la oración, meditación, el silencio y los rituales. La espiritualidad debe ser visible en mi vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, con los amigos, con todas las personas que me rodean.

Hay que saber discernir de qué fuente quiero beber para poder transformar mi vida. Hay muchas fuentes; pero una sola es la inagotable. De acuerdo a la fuente de la cual beba, será mi vivencia diaria: si bebo de la fuente de la insatisfacción y la amargura, pues eso es lo que irradiaré. Hay otras fuentes turbias. La fuente de los cristianos es el Espíritu Santo de la cual mana una vida fluida y fructífera. Esta es la fuente inagotable de la vida que Jesús le comunicó a la samaritana en el pozo de Jacob (Jn 4).

 

Bendiciones.

El anhelo de lo infinito


“…Nos hiciste señor para ti, y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti” (San Agustín).
 
 El ser humano tiene y siente un profundo anhelo insaciable e infinito. El ser humano nunca se siente satisfecho. A pesar de la gran bondad que caracteriza muchas de las cosas que le rodea, nunca se satisface por ello. Nunca es suficiente, nada le basta. El ser humano así, siempre está en una continua y permanente carrera por alcanzar lo inalcanzable. El hombre siempre está en búsqueda de ver cómo puede llenar ese anhelo de infinito. Aquel que está en casa en todas partes se percata, empujado por la nostalgia, de que no lo está en ninguna. Un ejemplo de esto es la serie Vikingos, que nos narra las aventuras de saqueos, de destrucción y muertes llevados a cabo por el líder de éstos de ir a otras tierras y reinos a traerse todo lo que encuentren y apoderarse de las mismas para dárselas a su pueblo y poder sembrarlas. Hay muchos ejemplos más que encontramos en la humanidad y la literatura. Lo cierto de todo esto es que hay un anhelo de regreso a la patria perdida y un anhelo aun más grande de encontrar lo infinito en tierras lejanas y desconocidas. En cualquier caso, el peregrino tiene algún conocimiento de alguna tierra donde espera encontrar lo que se le está escapando continuamente. Ernst Bloch, en su obra sobre la Esperanza, afirma: “…surgirá una tierra que a todos les parece ser el lugar de su infancia, pero donde nadie aun ha estado, donde uno verdaderamente está: en su casa”.

  El corazón es el infinito del hombre. Hay un anhelo y la sede de este anhelo se expresa en tantas lenguas y culturas como el corazón. Los antiguos decían que el corazón del hombre es más grande que el universo; y Roberto Belarmino decía que tan grande es la capacidad del corazón humano que todo el orbe no lo puede llenar. Este gran anhelo del hombre en su corazón se manifiesta con su deseo de felicidad. El mundo siempre nos ha prometido felicidad: en los medios de comunicación son muchos y variados los anuncios que nos ofrecen la felicidad. Hasta a veces se nos amenaza si no adquirimos lo que nos ofrecen: si no compras esto, no podrás ser feliz.

  Ya Aristóteles trata el tema de la felicidad y le da gran importancia al mismo. Según este sabio griego, el bien es lo que todos desean, es decir, aquello hacia lo cual todo tiende en una dinámica interior. Así, el bien es la realización del hombre, es su meta, su fin. Pero, ¿es esa la idea o concepto que tenemos hoy de la felicidad? Puede que para muchas personas la felicidad sea un sentimiento que se experimenta en algunos o en ciertos momentos de la vida. Para Aristóteles, la felicidad es la perfecta realización del ser humano. Esta felicidad es social y racional. Así entonces, para Aristóteles, la felicidad no está en honores o placeres sino en una actividad de la razón. La felicidad es una actividad conforme a la virtud. La amistad también tiene una gran importancia para Aristóteles, ya que, el ser humano que es un animal social, no puede encontrar la felicidad en sí mismo o por sí solo. Para ser feliz, el ser humano tiene que estar en relación con los demás, necesita la amistad.

  El ser humano sigue en búsqueda de la felicidad y los autores cristianos han interpretado que esta felicidad solo se puede encontrar en Dios. Por eso la frase de san Agustín que encabeza este escrito. Ahora, lo cierto es que el mismo Agustín tuvo que caminar muchas veces por caminos equivocados y oscuros para poder llegar a esta convicción. Para Tomás de Aquino, el ser humano es deseo natural de ver a Dios. El ser humano desea ser feliz, pero no sabe realmente lo que le hace feliz. Y no puede saberlo porque no puede saber cómo es Dios, si el mismo Dios no le regala este conocimiento.

  Hay muchas cosas que nos dan una felicidad pasajera: ver una película, bañarnos en la playa, el estudiante que saca excelentes notas en el examen, etc. Para Tomás de Aquino todos estos son bienes y nos dan algo de felicidad, pero no felicidad plena. Ser feliz es siempre un don en sí mismo. Otras cosas las deseamos para ser felices, pero la felicidad misma no la queremos por algo, sino por sí misma.

  En conclusión, la felicidad última del ser humano no se puede alcanzar en esta vida. La felicidad que podemos alcanzar es imperfecta y provisional. El ser humano anhela una felicidad que no le es alcanzable. La naturaleza del ser humano tiene un deseo de felicidad que no puede llenarse en esta vida. Por más cosas que se consigan no se alcanza, ya que la felicidad no está en conseguir o tener cosas, sino en darse a sí mismo: “hay mas felicidad en dar que en recibir” (Hc 20,35). Asi entonces, según la lógica cristiana, rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita. Y en Dios están saciadas nuestras más profundas necesidades.