martes, 12 de mayo de 2015

El discípulo: hijo de la Palabra

“Escucharlo todo, olvidar mucho, corregir un poco” (san Juan XXIII).
  Para poder transformarnos en hombres y mujeres nuevos es necesario tener una verdadera intimidad con la Palabra que se predica. No podemos predicar un mensaje ni a un Dios que no conocemos, que no tratamos en la cotidianidad de nuestra intimidad y conversión espiritual. Esa Palabra tiene la característica de transformar la existencia del discípulo en la de su Maestro o, lo que es lo mismo, en la del que lo envía. Así, el discípulo otorga de una manera especial a su vida una orientación fundamental. Recordemos que el evangelio no es solo un libro sin más; es más bien una Persona. San Pablo, en los Hechos de los Apóstoles dice “ahora les encomiendo al Señor y a la Palabra de su Gracia” (2,32). Vemos aquí que san Pablo no confía la Palabra a los discípulos, sino que confía los discípulos a la Palabra. Es decir, antes de encomendar la misión a los discípulos, son ellos quienes son encomendados a la Palabra. Antes de ser portadores, son hijos de ella. Para ser guías en la fe, primero hay de acogerse a ella. Para poder ser salvados por la Palabra, primero tenemos que escucharla y después aceptarla.
  El Señor Jesús dio el mandato a los Apóstoles de anunciar a todos los pueblos el evangelio y bautizarlos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñarles a cumplir todo cuanto Él transmitió. Así, el bautismo es la puerta inevitable de toda la familia de Cristo que ha creído en Él y en sus promesas. Entre las misiones confiadas a los Apóstoles sobresale el encargo de predicar y de curar a los enfermos. Y en la misión confiada a sus discípulos después de la Resurrección se contiene esta promesa: “quienes crean en Él pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos sanarán” (Mc 16,18). El discípulo no está al costado del camino sembrando en un terreno ajeno. Siembra en los mismos campos que pisan sus pies y se moja en el mismo rocío que los suyos. San Pablo recuerda a todos que el evangelio es la fuerza de la Iglesia entera y de cada uno: “Tampoco se engañen los unos a los otros. Porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras, y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según la imagen de su Creador” (Col 3,9-10). Y el Señor Jesús nos recordará al respecto de esto que “sin Él nada podremos hacer” (Jn 15,5).
  Esta gracia santificante es la fuerza que se nos ha sido dada como un don para que por ella y con ella podamos perseverar en el camino de la fe y podamos también amoldar nuestra vida lo más posible al ideal evangélico y ser así luz en medio de la oscuridad. Esta Gracia santificante es la que nos ayudará a perseverar y vencer en las tentaciones y glorificar a Dios en todo momento. Esta Gracia santificante constituye así para todos una llamada y un perseverante trabajo: “Es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompido por la seducción de la concupiscencia, para removerse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad” (Ef 4,22-24).  Podríamos decir junto a Francisco Fernández-Carvajal: “El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida”.
  La condición primaria de todo discípulo es que es “fiel”. Ser discípulo no es un privilegio como si ya diera a entender que esta salvado. Tiene que sentirse y experimentarse como un fiel de Cristo, así todos lo que pertenecen al pueblo de Dios reciben el nombre de fieles. Esta es la condición común que la recibimos por nuestro bautismo.

Bendiciones.


  

Espiritualidad para un mundo desespiritualizado4: Las Sagradas Escrituras.

“Tu, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quienes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (2Tm 3,14-17).
  Uno de los elementos esenciales de la vida espiritual cristiana y que de ella no puede jamás prescindir, es la lectura asidua, profunda y meditativa de la palabra de Dios. Esto también es propio de las demás religiones que tienen sus libros sagrados y meditan y reflexionan sus enseñanzas. En el cristianismo de hace unos siglos atrás se había prohibido la lectura de la Biblia a los fieles, y solamente estaba reservada a la interpretación del magisterio eclesial. Lo que se buscaba con esa prohibición era impedir que los fieles, la gente sencilla, no cayeran en interpretaciones erróneas ni manipuladoras de los textos sagrados; pero gracias al Concilio Vaticano II (1965), esta prohibición desapareció y se dio apertura total a la lectura de la Biblia. Los textos bíblicos son leídos de manera primordial en la liturgia, pero también la gente lee los textos bíblicos y medita sobre ellos de manera personal y en grupos de oración; y también tienen acceso a un estudio más profundo de los mismos en lo que se llaman “escuelas de formación bíblica”; todo esto debido, como ya hemos dicho, a la apertura, por parte del Concilio Vaticano II, a la lectura de las Sagradas Escrituras.
  La idea fundamental al leer las Sagradas Escrituras no es convertirse en un experto en memorizar citas bíblicas, sino más bien el profundizar en el mensaje de Dios para nosotros y que de esa manera pueda iluminar nuestra vida de acuerdo a la realidad que estemos viviendo. Jesús dijo: “mis palabras son palabras de vida”; y también: “Las palabras que yo les he dicho, son espíritu y son vida” (Jn 6,63). Por lo tanto, las palabras de Cristo deben llegar al corazón. La palabra de Dios que llega a nuestra mente, deben ser bajadas al corazón para que así nos llenemos del fuego del Espíritu Santo: “Fuego vine a echar sobre la tierra, y cuanto deseo que ya este ardiendo” (Lc 12,49). La palabra de Cristo Jesús es una palabra purificadora: “ustedes ya están purificados por la palabra que yo les anuncié” (Jn 15,3). Pero también la palabra de Dios nos colma de alegría: “Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto” (Jn 15,11). En cada uno de nosotros hay una fuente de gozo, pero muchas veces esa fuente está cubierta por la tristeza.
  La palabra de Dios me ayuda a interpretar el mundo de acuerdo a su voluntad. Dios, por medio de su palabra, nos ayuda a superar y salir de nuestra enfermedad interior causada por el dolor, el sufrimiento… por el pecado. Hay personas que lo primero que hacen al levantarse cada día es acercarse a la palabra de Dios buscando en ellas la luz y la paz que necesita su interior; se encomiendan de esta manera a las manos de Dios para que les guie en todos sus afanes durante todo el día. Se busca también combatir por medio de la palabra de Dios el pesimismo y la negatividad que pueden estar en nuestro interior y que no nos permiten ver la vida con entusiasmo y positivismo. Pero lo que más se busca desde el comienzo del día al ponernos en contacto con la palabra de Dios es su bendición permanente, y que todo lo que haga la persona durante el mismo, esté  bajo la bendición de Dios; que Dios le acompañe y guie cada pensamiento, sobre todo en esos momentos de oscuridad (Slm 23).
  En este aspecto de la lectura de las Sagradas Escrituras, es muy practicado y difundida la “Lectio Divina”: tomar un texto sagrado, orar con él y meditar con él, y descubrir la voluntad de Dios y pedirle su gracia para poder ponerlo en práctica y así su palabra sea luz para nuestros pasos y luz en nuestro sendero. Las palabras de la Biblia son como una luz en nuestro camino de vida. Nos muestran todo lo que vivimos bajo una luz distinta: la luz de Dios. Iluminados por esta luz, podremos entender nuestra vida. Y solo cuando la entendemos podremos aceptarnos a nosotros mismos y a nuestro destino (Anselm Grün).

Bendiciones.