martes, 20 de octubre de 2015

Hablemos del pecado: el mal


Ya sabemos que el hombre es un misterio. El hombre es capaz de pensar y reflexionar por todo lo que le rodea, por lo que forma parte de su existencia. Hay un sin número de preguntas que el hombre se hace, como pueden ser ¿Quién soy? ¿Por qué y para que existo? ¿De dónde vengo y a dónde voy? ¿Qué es la felicidad y dónde está? Aquí son fundamentales las respuestas que podemos encontrar en las ciencias humanas, y en especial en la religión. Pero lo cierto es que estas respuestas no son siempre del todo satisfactorias o conclusivas.

  Es por esto que aquí tenemos que pensar en el bien y el mal. Dos realidades que están siempre alrededor del hombre. Si se preguntara a las personas por estas dos realidades, de seguro que las respuestas serían muy variadas y por lo común estarían asociadas al placer y al sufrimiento. Pero serían muy limitadas las mismas ya que olvidarían por lo general su asociación con la dimensión espiritual del ser humano. No nos cabe la menor duda de que el bien y el mal existen, coexisten y se enfrentan. Podríamos decir que son dos caras de una misma moneda. Son inseparables del ser humano y de la historia de la misma humanidad. Son sombra una de la otra, y aunque el hombre busque siempre irse del lado del bien, sabe que el mal le acecha y en cualquier momento hace su entrada porque está siempre al acecho en cada instante de su vida.

  El mal es universal. La humanidad está arropada por problemas de diferentes índole: sociales, culturales, económicos, políticos, religiosos, falta de trabajo, enfermedades, dudas, miedos, guerras, etc. Es un trabajo permanente el que siempre se le esté buscando la vuelta o solución a cada uno de estos problemas, pero lo cierto es también que mientras esto sucede, más problemas aparecen y es una cadena interminable de situaciones calamitosas, y hasta desconocidas. Pensemos por un momento en la situación de los países: ¿Hay alguna nación en el mundo, por más rica y poderosa que sea, que no hayan pobres, donde no sean necesarias las cárceles ni los hospitales? ¿Hay algún país donde no sean necesarias las cerraduras en las puertas ni en los comercios ni los bancos, porque sus ciudadanos son respetuosos y obedientes de sus normas de la propiedad ajena? La vida de los seres humanos es una vida rodeada de problemas, de dolor, de sufrimiento, de limitaciones, etc., que nos lleva a estar en una constante y permanente lucha. Las riquezas, la abundancia no son cosas suficientes para garantizar la felicidad que el ser humano necesita vivir en esta vida, a pesar de que para muchas personas esta es su razón de ser y de su felicidad. El ser humano, por más riqueza material que posea, siempre se dará cuenta de que lleva en su interior un gran vacío. Porque lo cierto es que, aunque las cosas que nos rodean son buenas y son obra de Dios, no hemos sido creados para ellas, sino para “Alguien” que está más allá de esto que nos rodea. Las cosas no son para nosotros un fin en sí mismas, sino un medio para llegar a algo mucho mejor y más pleno.

  La lucha del hombre contra el mal existe desde que este hizo su aparición sobre la tierra. Todos los seres humanos la padecemos, sin importar color, raza, religión. Pero también es cierto que anhelamos borrar su presencia de nuestra existencia; luchamos por ello. Soñamos con una humanidad guiada plenamente por la justicia y la paz, donde todo lo que suene a negativo esté definitivamente ausente. De ahí que encontremos tantos caminos ofertados como los que nos pueden conducir a lograr estas metas de paz y bienestar, felicidad, amor y salud… que todos seamos capaces de alcanzar todos estos anhelos del ser humano. Los partidos políticos y sus miembros nos ofrecen caminos de bienestar aunque sabemos que en la realidad no se da y seguimos votando por ellos; los empresarios nos ofrecen también caminos de cierto bienestar con trabajos y sueldos, pero sabemos que eso tampoco es suficiente para saciar las necesidades más prioritarias de la población. Estos son los primeros que saben que estas ofertas son difíciles, -por no decir inalcanzables-, de lograr. Pero de algo o alguna manera hay que prometer a los demás lo que estos quieren oír y con lo que sueñan.

  No podemos tener un conocimiento profundo del mal, si no somos capaces de adentrarnos hasta su raíz. Muchas veces este conocimiento lo hacemos con miedo. ¿De dónde procede el mal? ¿Cómo se origino? ¿Cómo llego al mundo? ¿Quién lo tajo? Este conocimiento es necesario y hasta obligatorio si se quiere hacer frente a esta realidad que nos rodea. ¿Puede el hombre encontrar las respuestas al mal por sus propias fuerzas, por sus propios medios? Esto es algo que nos tenemos que preguntar seriamente.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Muchos siguen sin entender...


“Pero él les dijo: No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Hay eunucos que nacieron así desde el seno materno, otros fueron hechos tales por los hombres y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender que entienda.” (Mt 19,11-12).



  Una de las cosas que siempre se nos cuestiona a los sacerdotes y hasta en ocasiones  se nos estruja en la cara, es señalarnos el por qué hablamos de temas o realidades que no estamos viviendo, por ejemplo: por qué hablamos del matrimonio si no estamos casados; por qué hablamos de los hijos si no tenemos hijos; por qué hablamos del noviazgo si no tenemos novia; por qué hablamos del divorcio si nunca hemos pasado por ello, etc. Por un lado se podría decir que los que hacen este tipo de señalamientos tienen razón. Pero no es así. Lo primero que hay que tener en cuenta es que los sacerdotes no somos extraterrestres; no somos unos seres extraños, aunque a veces se nos mira así. Somos seres humanos como cualquiera de los demás mortales y por lo tanto estamos sometidos a las situaciones y realidades de cualquier ser humano. Si estos señalamientos fueran ciertos, entonces habría que aplicárselo también a los siquiatras y psicólogos, ya que ellos tratan situaciones de las personas que nunca han experimentado.  En la carta a los Hebreos leemos: “Porque todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaquezas. Y a causa de la misma debe de ofrecer por sus propios pecados lo mismo que por los del pueblo. (5, 1-3).

  Vemos aquí, en el texto citado, que el autor sagrado nos hace la salvedad de la condición humana del sacerdote. Dios- Padre, por mediación de su Hijo, no quiso delegar esta función sacerdotal en otros seres que no fuera el mismo hombre. ¿Quién más, si no el mismo hombre, puede comprender las limitaciones y carencias de sus semejantes? Podríamos plantearnos esta pregunta: ¿Por qué Cristo nos entiende a nosotros los seres humanos en nuestras limitaciones, faltas, alegrías, tristezas, angustias, dudas, etc.? Pues por la simple, sencilla y profunda razón de que él asumió nuestra condición humana: “se asemejó en todo a nosotros, menos en el pecado”, nos dice san Pablo.  Hay un principio teológico que dice “lo que no se asume no puede ser redimido”. Es decir, para que nosotros, hombres y mujeres, pudiéramos ser redimidos del pecado, Cristo tuvo que asumir nuestra condición humana para que así pudiera experimentar todo lo que vivimos. Por eso en los evangelios se nos presenta a Jesús viviendo en carne propia todas las situaciones por las que pasamos nosotros (tristeza, traición, duda, enojo, cansancio, gozo, etc.), y desde ahí ofrecernos liberación, sanación y salvación.

  Entonces, con respecto al sacerdote hay que decir que los mismos, aunque no estemos casados con una mujer, sí venimos de un matrimonio: nacimos, nos criamos, crecemos dentro de un matrimonio; tenemos hermanos de sangre, por lo tanto, somos parte de una familia; la gran mayoría hemos experimentado o vivido relaciones de pareja y hasta con planes de matrimonio muchos, y  hemos descartado esta opción de vida por el llamado que hemos experimentado de parte de Cristo al ministerio sacerdotal. Los sacerdotes servimos de guía y consejeros de nuestros padres y hermanos, ya sea en sus relaciones de pareja y matrimonial, y también en lo personal y laboral. Es decir, los sacerdotes, más que hablar de cosas que aprendemos en los libros, hablamos -y nuestros juicios se fundamentan-, de la experiencia que hemos acumulado en la vida.

  Otro punto con respecto a este tema es que los sacerdotes hablamos de estas realidades porque aquellos que están llamados a hacerlo, es decir, los laicos, muchos no lo hacen ya sea por miedo o por un falso respeto humano. Mientras esa actitud siga así los sacerdotes seguiremos hablando porque si callamos, hablarán las piedras.

  Creo que más que reclamarnos el que hablemos de estos temas, lo mejor es que nos ayuden a vivir la opción de vida que hemos elegido. Que recen a Dios para que los sacerdotes que ya estamos seamos buenos y santos y rezar por los que vienen detrás para que sean buenos y santos sacerdotes. El sacerdote no es una persona extraña o extraterrestre que vive desentendido de este mundo. Es todo lo contrario. La frase del dramaturgo romano Terencio “soy hombre, nada humano me es ajeno”; deja bien claro esto que queremos ser y hacer los sacerdotes, porque si no estaremos traicionando la enseñanza y mandatos de Cristo. Primero tenemos que agradar y obedecer a Dios antes que a los hombres, puesto que toda autoridad viene de Dios (San Pablo). No podemos callar ni ocultar la verdad que se nos ha sido revelada en y por Jesucristo. La voz de los sacerdotes tiene y debe de ser una voz profética en medio de este mundo plagado cada vez más de mentiras y oscuridad.

  Pidámosle al Espíritu Santo que nos dé sabiduría para poder entender, aceptar y practicar esta verdad revelada por Cristo para nuestra salvación. La palabra de Dios no es complicada, pero sí difícil de entender y por eso mismo Cristo nos prometió el Espíritu Santo para que nos guiara en este caminar hacia la casa de Dios-Padre.



Bendiciones.






martes, 6 de octubre de 2015

La experiencia del perdón


“Amen a sus enemigos… y serán hijos del Altísimo porque Él es benévolo con los ingratos y los malvados” (Lc 6.35).



  El apóstol es un enviado de Dios. De hecho, la misma palabra apóstol significa “enviado”. Jesús envía a sus discípulos a que hagan lo mismo que Él hizo y enseñó. Los envió a predicar el evangelio de la vida, de la misericordia, del perdón. El apóstol no es un juez, sino un mensajero de Cristo que su única misión es la misma que la de su Maestro, que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores. Siendo esto así, de ahí se deduce que una de las tareas del apóstol de Cristo es precisamente ser medio, canal, instrumento de la misericordia y el perdón de Dios. Dios ama a todos por igual, por lo tanto, el apóstol de Cristo también tiene que ser un hombre de amor cristiano, recordando el mandamiento de Dios de que debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado. El amor de Dios es el amor capaz de perdonar no importa el color del pecado o la ofensa cometida, si hay verdadero arrepentimiento. Dios ama al hombre pecador de un modo gratuito e incondicional. Pero el hombre pecador tiene que saber corresponder de igual manera a este amor divino; este amor divino es un amor transformador.

  Sabemos, por lo que leemos en las Sagradas Escrituras, que el amor de Dios es donación para todos los seres humanos, y no es exclusivo de nadie en particular ni de ningún grupo. Por esto mismo es que hemos dicho más arriba que el amor de Dios es el amor que nos lleva a amar a nuestros enemigos. Esta es la radicalidad del evangelio y es también lo particular de nuestra fe cristiana. En esto se debe enfocar todo fiel cristiano, si es que quiere ser en verdad discípulo/a de Cristo. Esta es y debe de ser siempre la principal característica del apóstol de Cristo, de sus sacerdotes. El Papa Francisco nos ha insistido en esta actitud desde el inicio de su pontificado, y él es el primero que nos ha dado y sigue dando el ejemplo. Cristo murió por todos en la cruz para que por su Resurrección triunfáramos todos. La muerte de Cristo en la cruz es muerte nuestra al pecado, y  la Resurrección de Cristo es triunfo nuestro a la vida.

  Esto es lo que debe de anunciar el apóstol de Cristo. Pero debe hacerlo desde su experiencia personal de un encuentro vivo con Cristo, un encuentro transformador. A esto es lo que el Papa Francisco nos invita: a que renovemos día a día nuestro encuentro con Cristo. Un encuentro en el cual el apóstol experimenta profundamente el perdón de Dios por medio de su gracia santificante, para que así la pueda transmitir a los demás. El Papa Francisco, consciente de esta dimensión de la gracia de Dios, ha dedicado el próximo año a la vivencia de la misericordia y como una marcada manifestación de ésta, nos invita a la experiencia del perdón en todas sus dimensiones. El apóstol, el sacerdote debe de ser de esta manera el enviado del perdón divino, el administrador de la gracia, misericordia y perdón de Dios. Pero él también debe de experimentar el perdón de Dios. No es algo extraño que anunciará, sino una experiencia transformadora y profunda de la presencia de Dios en su vida. El sacerdote es el primero que debe sentirse amado, perdonado y salvado por su Señor y Maestro.

  Esta fue la experiencia del apóstol Pablo: “Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que hubieran de crecer en Él para obtener la vida eterna” (1Tm 1,15-16). Así entonces, vemos que el mismo Pablo es, en su misma experiencia personal, signo vivo de la magnanimidad de Dios. Él se reconoce así siempre un pecador perdonado.

  Podemos concluir citando las palabras del P. Ariel David Busso: “No hay hombre o mujer que lleve más razón que aquel que es capaz de perdonar sin pedir nada en cambio… El perdón que reclama lo suyo hiere. Y sus heridas suelen ser más profundas que el no perdonar”.



Bendiciones.