viernes, 18 de marzo de 2016

Cambiemos nuestro rumbo


Desde hace unos años atrás estamos siendo testigos y, -más que testigos-,  adecuado es decir que estamos siendo atacados por estos grupos que se dicen de vanguardia y progres que están llevando a la humanidad a un callejón sin salida con esta nueva visión del mundo y su pensamiento único, o lo que otros conocen como Nuevo Orden Mundial. Esta nueva dictadura del relativismo que en su momento denunció el Papa Benedicto XVI. Si ya el mismo Jesucristo había dicho que “la verdad nos hará libres”; el lema de estos paladines modernos es el “mientras más libres seas, más verdadero serás”. Así nos llevan camino a la anulación del ser humano convirtiéndolo en una cosa, despojándolo de su dignidad, principios, valores y su sentido de trascendencia. Y es que el relativismo se hace especialmente fuerte en las instituciones de carácter supranacional, es decir, en aquellas organizaciones que están más alejadas de la gente, de los valores de la persona, y que tienen su máxima expresión en la ONU.

  Nos parece muy acertado, -teniendo en cuenta que nos encontramos en esta carrera de elegir nuevas autoridades o ratificar a las que están en mayo próximo-, compartir con ustedes una serie de considerandos que el periodista y consultor Paco Segarra  participa a su audiencia y aplicarlo a nuestra realidad en vistas a las próximas elecciones presidenciales. Los cristianos no estamos ni debemos ser ajenos ni mucho menos sustraernos al compromiso político en la sociedad en que vivimos. El verdadero y auténtico creyente no puede jamás renunciar a ser luz en este terreno donde abunda la oscuridad. Los cristianos no consideramos que Estado y sociedad sean una misma cosa, y siempre defenderemos nuestro derecho a opinar sobre cualquier cosa que afecte a la sociedad y el bien común, incluso cuando la acción del Estado resulte injusta o perjudicial para el bien común. Nuestros países atraviesan un momento histórico en que el compromiso de los cristianos en la esfera pública es más necesario que nunca. Los cristianos debemos poner entre paréntesis nuestras diferencias y cooperar para ofrecer  respuestas auténticas a un Occidente cada vez más extraviado y desesperanzado.

  En su libro “La columna del coronel Paquez”, el señor Segarra nos habla del “manifiesto del voto en blanco católico” para que una lluvia de blancura, de pacífica limpieza, cubra las urnas y vacíe el parlamento y los ámbitos del poder político de la maldad que atenta contra el bien común y la justicia. Así entonces: 1- no quiero teñir mi voto con la sangre de los niños antes de nacer; 2- no quiero dar mi voto a los verdugos de los desahuciados, de los pobres, de los débiles, de las viudas, de los huérfanos. Y la clase media; 3- no quiero manchar mi voto con la suciedad de la usura económica y la corrupción política; 4- no quiero que mi voto valide la derogación de la ley natural; 5- no quiero que mi voto contribuya a la destrucción de la familia y a la corrupción de la moral y las costumbres; 6- no quiero que la verdad se determine en un parlamento; 7- porque la mayor influencia de mi voto es la repercusión moral que tiene en mi conciencia; 8- porque el mal menor es, a la larga, el mayor de todos los males. Nunca se pacta con el mal, ni poco ni mucho; 9- porque más vale una Iglesia prohibida, perseguida y mártir, que una Iglesia liberal y acomodada al mundo; 10- porque no quiero permitir que el Estado eduque a nuestros hijos; 11- porque no quiero que el Estado, ningún Estado, se convierta en un dios al que hay que adorar; 12- porque los derechos fundamentales de las personas no pueden separarse del bien común y de la salvación de las almas; 13- porque no se puede servir a Dios y al dinero. Y porque mi conciencia no habita en mi bolsillo; 14- porque tengo mandado amar a los enemigos, no puedo odiar ni ofender; pero tengo el deber de denunciar la injusticia, la mentira y la iniquidad; 15- mi voto no irá a parar a manos de impíos, de mercaderes y lacayos de organizaciones transnacionales; 16- mi voto no contribuirá al triunfo de los mediocres y de los charlatanes. Ni al de la banca internacional; 17- porque no quiero que mi voto conceda al César lo que es de Dios; 18- y porque si doy a Dios lo que es de Dios, tengo que defender sus derechos y los de su santa Iglesia.

  Cuidado con la masonería y sus adeptos. No caben dudas de que tienen gran influencia política y social. Tenemos que aprender a identificar a esos lobos que se disfrazan de corderos. A esos comerciantes de la política que con su discurso demagógico engañan las conciencias de los más incautos para conseguir su voto haciéndoles falsas promesas y después se olvidan de las mismas cuando tienen el poder político en sus manos, porque para éstos “el poder es para usarse; no para servir”. Y es que el poder es un ídolo muy unido al dios dinero, pues vuelve locos a los hombres orgullosos, porque fácilmente se sienten unos elegidos, unos mesías, y justifican de este modo,-asqueroso también-, cualquier tropelía. Debemos de saber qué políticos son católicos-practicantes porque el catolicismo está en las antípodas de las sociedades secretas. El catolicismo ha tenido, sin duda, gran influencia política y social. Pero lo ha hecho a cara descubierta. No se ha escondido en ocultas logias. Para saber a quién votar debemos conocer la cosmovisión y el modelo de hombre que propone el candidato.

miércoles, 16 de marzo de 2016

El sacerdote debe ser confiable


  El Papa Benedicto XVI, en un discurso dirigido a los sacerdotes en el año 2005, les dirigió estas palabras: “Queridos sacerdotes, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en nosotros, nos encomienda su cuerpo en la eucaristía, nos encomienda su Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús mismo nos dice: sólo permanecen en mi amor si ponen en práctica mis mandamientos (Jn 15,10). Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa voluntad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría”.

  Una de las virtudes que deben de manifestar y testimoniar siempre los esposos con su cónyuge es precisamente la confianza, ya que es uno de los pilares de todo proyecto matrimonial; cuando esta virtud no está presente o falla en el camino matrimonial, éste se empieza a tambalear. Con el ministro del sacerdote podríamos decir también que es parecido; pero, a diferencia de los cónyuges, el ministro del sacerdote está casado con Cristo. Entre Cristo y el sacerdote también debe de haber una relación de confianza, sobre todo departe del sacerdote. Esta es una virtud esencial para el buen desempeño pastoral del sacerdote. El mismo Señor, por boca del apóstol san Pablo nos exhorta diciéndonos: “…quien mediante la fe en él, nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios” (Ef 3,12). La virtud de la confianza es signo del hombre nuevo, del hombre restaurado por Jesucristo, -y del ministerio al cual ha sido llamado. Es punto clave para todo ministro sacerdotal ser una persona confiable. Es uno del cual se puede fiar. Es bueno recordar, por si alguien aun no lo sabe o no está enterado, que el pueblo de Dios tiene todo el derecho a contar con la atención pastoral de sus sacerdotes; recordemos también que este es el real y verdadero sentido del sacerdocio ministerial: el ministro del sacerdote esta para servir al pueblo de Dios, no servirse de él; el sacerdocio ministerial no es una llamada al poder sino una llamada al servicio; ningún hombre es llamado al sacerdocio ministerial por Cristo para ostentar algún tipo de poder dentro de la Iglesia, sino que es revestido de esta dignidad sacerdotal para servir a la porción del pueblo de Dios a él encomendado. Por eso es que debe de ser una persona confiable y debe de saber ganarse la confianza del rebaño de Cristo a él confiado.

  La base de todo esto es el mismo Cristo, que es nuestro fundamento. Sobre esta roca es que se edifica toda la persona del sacerdote para que así también conforme la fe de los fieles, que son sus hermanos. Es roca firme y confiable, imagen expresiva de Dios verdad. El ministro el sacerdote debe tener coherencia con la palabra dada; sinceridad de lo que hace y piensa; sobriedad en las palabras y los gestos; prudencia, equilibrio y armonía en los consejos y las actitudes; paciencia, piedra angular de la esperanza que vive;  hospitalidad, reflejo del corazón del Padre; afabilidad, en el esfuerzo por comprender siempre, etc. Y el mismo san Pablo en su carta a Timoteo cita todo un elenco de virtudes que deben acompañar y adornar a todo hombre que se sienta llamado por Cristo a este ministerio: éstos deben de ser irreprochables, sobrios, equilibrados, ordenados, hospitalarios, aptos para la enseñanza, temperantes, pacíficos, indulgentes, con dotes de gobierno, con experiencia de vivir en cristiano, de buena fama…” (1Tm 3,1-7); y también más adelante puntualizará otras cualidades, como son: que sea justo, piadoso, hombre de fe, caritativo, constante, bondadoso. Y a Tito le insiste en que debe de ser irreprochable, de no ser arrogante, ni colérico, ni bebedor, ni pendenciero, ni codicioso (Tit 1,7-8).

  Ante toda esta lista de virtudes y cualidades del verdadero ministro sacerdotal, no es de sorprendernos el escándalo que causan algunos sacerdotes cuando asumen o han caído en situaciones o actitudes contrarias a éstas antes mencionadas, faltas pequeñas y diarias, pero también grandes y escandalosas. Estas faltas no solo se dan en lo relativo al terreno de la sexualidad, sino también y sobre todo en el terreno de la obediencia o transparencia y honestidad administrativa. El apóstol fiel también ayuda a los creyentes a comprender y a perdonar, a respetar las debilidades y las vivencias dramáticas, muchas de ellas experimentadas dolorosamente. La confiabilidad del apóstol se demuestra fundamentalmente en el ejercicio de su ministerio desarrollado al modo de Cristo: con la sabiduría del prudente y con la ternura del niño (Ariel David Busso).

miércoles, 9 de marzo de 2016

Hablemos del pecado: Su origen (1a. parte)


Hasta ahora hemos hablado mucho del pecado, pero sería bueno preguntarnos ¿cómo apareció el pecado? o ¿Qué es el pecado? Esto nos tiene que llevar a pensar y reflexionar en su origen, en su naturaleza; y cómo éste se ha visto en las sagradas escrituras en el sentido de la salvación. Las respuestas a estas preguntas ciertamente que no son fáciles de dar, ya que el origen del pecado escapa a nuestro entendimiento; es difícil abarcar el pecado en nuestro lenguaje humano y explicarlo de una manera inteligible y convincente. Pero algo se puede hacer al respecto. Podemos llegar a una aproximación que nos sirva como orientación de abordaje de la cuestión. Según el Catecismo de la Iglesia, el pecado hay que situarlo desde la relación del hombre con Dios y examinarlo a la luz de la Revelación divina (CIC 386).

  Ya hemos dicho en otros momentos que el pecado está presente en la historia de la humanidad y que no podemos ignorarlo ni hacernos los desentendidos. Volvemos a decir que el pecado hay que entenderlo en la relación del hombre con Dios y que esto tiene que ver con la Revelación divina: “solo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (CIC 387).

  El concepto de pecado en Dios no varía; es el mismo siempre. No así sucede en el hombre, ya que éste no puede entrar en el misterio profundo del mismo. Por esto mismo es que hay variación entre la visión de pecado del hombre del Antiguo Testamento con el del Nuevo Testamento ya que esta variación tiene mucho que ver con lo que Jesús mismo enseña y revela como salvador y redentor.

  En el Antiguo Testamento, el pecado es visto fundamentalmente como ruptura de la alianza del hombre con Dios. Para el Nuevo Testamento, sin embargo, el pecado es una falta grave contra el amor de Dios Padre: “yo les aseguro que se les perdonará todo a los hijos de los hombres, pecados y blasfemias…Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, será reo de pecado eterno” (Mc 3,28-29). Sería interesante, aunque no lo haremos aquí ahora, ver y reflexionar sobre la visión de pecado en la persona de Jesús, san Juan y san Pablo. Pero solo lo mencionamos.

  Ya el mismo Jesús había dicho que “lo que hace impuro al hombre no es lo que entra en él, sino lo que sale de su boca, porque viene del corazón…” (Mt 7,14-15). Por lo tanto, vemos entonces que el pecado reside en el interior de la persona y del interior se manifiesta hacia fuera en cada una de sus realidades. El pecado es sobre todo una actitud interior, en la que el hombre se declara a sí mismo como norma y legislador de sus propios actos, -en el buen dominicano diríamos batuta, ley y constitución-; no tiene en cuenta las leyes de Dios, lo ignora, y hasta puede llegar a desafiarlo. Esto también se llama orgullo, que deviene también en soberbia, y ya sabemos cuál es la sentencia de Dios con respecto al hombre soberbio. San Agustín dijo al respecto del pecado: “el pecado es amor de sí hasta el desprecio de Dios”.

  La enseñanza de los apóstoles con respecto al pecado es abundante y muy esclarecedora. En el documento que contiene sus enseñanzas llamado “Didaché”(didajé), hablando de los pecados más comunes entre los hombres dice: “el camino de la muerte es este: ante todo es camino malo y lleno de maldición: muertes, adulterios, codicias, fornicaciones, robos, idolatrías, magias, hechicerías, rapiñas, falsos testimonios, hipocresías, doblez de corazón, engaño, soberbia, maldad, arrogancia, avaricia, chismes, celos, temeridad, altanería, jactancia…” El pecado es un afán del hombre en querer ser como dioses, de querer dominarlo y saberlo todo… En resumen, en separarse de Dios.

  En conclusión, es mucho menos lo que sabemos del pecado que lo que sabemos de él. El pecado se presenta para nosotros como un misterio, que no nos queda más que ver y reflexionar lo que nos ofrece Dios por medio de la Revelación en su Hijo Jesucristo. El pecado es siempre para el hombre experiencia y misterio.



Bendiciones.












martes, 8 de marzo de 2016

Padres e hijos


“Padres, no exasperen a sus hijos, sino fórmenlos más bien mediante la instrucción y la exhortación según el Señor” (Gal 6,4).



  No deja de ser una preocupación para muchos padres y madres el hecho de que uno que otro de sus hijos no es cercano a Dios ni a la Iglesia, o dicho de otra manera, no tiene una relación de fe profunda hacia Dios. Es común escuchar a muchos padres quejarse por el hecho de que su hijo o hijos no buscan de Dios en sus vidas ni mucho menos se acercan a la Iglesia ni quieren formar parte de algún grupo eclesial. Muestran poco interés por la vivencia de la fe. Estas actitudes de muchos hijos se convierten para muchos padres en una angustia y hasta muchas de las veces se le asume como un fracaso, frustración y derrota.

  En algo que ya estamos claros, por lo menos los creyentes en Dios, es que los hijos no son un derecho sino más bien un don, un regalo de Dios. Los hijos no les pertenecen a sus padres; todos somos de Dios; los hijos le pertenecen a Dios y lo que sucede es que Dios mismo les presta los hijos a los padres para que los cuiden, vean por su bienestar y los eduquen de acuerdo a su voluntad. Esta es una titánica tarea que Dios les encomienda a los padres en esta vida porque, según su palabra, les pedirá cuenta de esa responsabilidad.

  Es una preocupación constante el que muchos padres se angustien y preocupen por la falta de fe que uno que otro de sus hijos manifiesta en su vida. Esto ciertamente que es un problema, y este problema tiene sus causas y es lo que los padres tienen que enfocarse en ver cómo lo descubren. Es cierto que aquí hay que tener en cuenta que la edad influye, pero también no sólo la edad es el único factor. Muchos padres se olvidan de que con y hacia los hijos se debe de tener siempre una comunicación constante, fluida, amena. Esto ayudaría mucho al hijo/a a entender muchas cosas y también ayudaría a los mismos padres a entender muchas cosas de sus hijos/as. Pero hay otros factores que también son importantes como lo es el que a lo mejor en el seno familiar no se vive una relación con Dios edificante, constante ni permanente. Es decir, la vivencia de la fe en muchas familias no es fuerte ni profunda. Se podría decir que es una vivencia de la fe que no sale de lo mínimo. Una vivencia de la fe, si se quiere, de puro cumplimiento, como se dice más modernamente, “light”. No es una vivencia de la fe comprometida, que transforme la vida, etc. Es más bien una vivencia de la fe rígida, exasperante. A los hijos hay que darles su espacio, su libertad de acuerdo a su edad, para que así también puedan vivir el elemento religioso con entusiasmo, con novedad, con entrega; que no sea una religión desencarnada de la realidad.

  Los padres deben tener cuidado de no caer en un exceso o rigidez moralista. No se trata de caer en los extremos, ya que estos son dañinos. No se trata de dejar que los hijos vivan en libertinaje moralista, entendido como un relativismo moral, no; como tampoco se trata de caer o vivir en un moralismo rígido que les impida moverse con y en verdadera libertad; no se trata de coartarles su libertad de elegir a sus amistades, sino más bien de orientarlos para que sepan elegir bien a sus amistades. No hay que ser arbitrarios ni chantajistas con los hijos para que se acerquen a Dios y la Iglesia. Cuidado con la visión del pecado que se le presenta a los hijos. No se trata de ver mal donde no lo hay, pero también verlo donde sí lo hay y hacer la debida advertencia. San Pablo nos dice al respecto: “examinen todo y quédense con lo bueno” (1Tes 5,21). La venerable Concepción Cabrera de Armida, en cuanto a la educación de sus hijos decía: “no les fastidiaré cargándoles de rezos y haciéndoles pesada la piedad; todo lo contrario, procuraré hacerla agradable a sus ojos, y que naturalmente la busquen comenzando a dar vuelo al alma con pequeñas jaculatorias” (Diario T4, p.227ss, 6 octubre 1894). A los hijos hay que acercarlos a Dios, no alejarlos. Pero se le acercará mostrándoles la bondad y belleza de un Dios que es Padre amoroso; un amor que les lleva a vivir en la verdadera libertad de los hijos e hijas de Dios: “qué padre, si su hijo le pide pescado le dará una serpiente…Si ustedes que son malos saben dar cosas a buenas a sus hijos, cuánto más su Padre celestial dará el Espíritu Santo a quien se lo pida”, nos dijo Jesucristo. A esto deben de conducir los padres a sus hijos/as.



Bendiciones.