sábado, 19 de abril de 2025

Una reflexión para aprender a enfrentar el dolor y el sufrimiento

 

Por P. Robert Brisman

Saludos mis hermanos.

  Hemos concluido la cuaresma y semana santa. Estamos celebrando la Pascua del Señor. Y quiero compartir con todos ustedes esta reflexión que nos sirva para aprender a enfrentar y aliviar el dolor y el sufrimiento, como una manera de ayudarnos a seguir preparándonos en este duelo en el cual nos encontramos como sociedad, y que también sirva de apoyo a todas las familias que, lamentablemente, perdieron a algún ser querido en esta tragedia sucedida en la discoteca Jet Set, que nos sorprendió la madrugada del martes 8 del presente mes.

  Quiero iniciar recordando unas palabras de nuestro Señor Jesucristo en el evangelio, que nos dijo: “Ustedes están en el mundo, pero no son del mundo; ustedes son de Dios y a Dios tienen que volver. Por lo tanto, como no saben ni el día ni la hora, lo mejor es que se preparen”.

  Todos los seres humanos morimos. Unos se nos han adelantado, y otros aún estamos en el mundo, pero como peregrinos que nos encaminamos hacia otro lugar definitivo. Ese lugar definitivo, para los que creemos en Dios y creemos que hay vida después de esta vida, la llamamos “la Jerusalén celestial”. El mismo san Pablo nos dice que “nosotros somos ciudadanos del cielo” (Fil 3,20). Como no somos de este mundo ni le pertenecemos, sino que somos de Dios y a él le pertenecemos, pues tenemos que preparar nuestro retorno a él. Cuando nuestro señor Jesucristo dijo que debemos prepararnos, estas palabras no hay que entenderlas como si fuera prepararnos para no irnos de aquí, para no morir. Sino como, prepararnos lo más y mejor que podamos en cuanto a la vida de la gracia que él nos da. Nuestra fe cristiana nos enfrenta a lo que podríamos llamar como una gran paradoja: “tener que morir, para poder vivir”.

  La muerte no es un castigo de Dios; como tampoco lo es el dolor y el sufrimiento. La muerte es el paso necesario para que nosotros podamos acceder a la vida plena y eterna con Dios. La muerte es al mismo tiempo un gran misterio. A pesar de que creemos en Dios y creemos que hay vida después de esta vida, eso no quiere decir que ante la muerte no experimentemos cierto miedo porque no sabemos a ciencia cierta lo que hay después de la muerte. Nadie ha venido del más allá para contarnos lo que hay, ni cómo es ese estado de vida.  Cristo mismo no nos dio detalles de cómo es la vida con Dios. Todo lo fundamentamos en nuestra fe en Cristo que nos dijo que creamos en él y en su promesa de vida. Sabemos que el mismo Cristo, como hombre que fue, también experimentó la muerte a esta vida, a este mundo.

  Cuando nos toca experimentar la muerte de un ser querido y de otros allegados a nosotros y, en este caso de la tragedia de la discoteca jet set, es común que nos asalten las dudas y cuestionemos a Dios. Es común escuchar a personas preguntarle a Dios ¿Por qué te lo llevaste, si era tan bueno y no le hacía mal a nadie? ¿Cómo puede Dios permitir el sufrimiento, el dolor? ¿Por qué a mí, si no le hago mal a nadie? Esto es injusto. A los demás todo les sale bien. En cambio, a mí, todo me sale mal. La pregunta central siempre es ¿Por qué Dios permite el sufrimiento? Y las respuestas a todas estas preguntas siempre es la misma: no lo sabemos. Ante el sufrimiento no es correcto preguntarnos el “por qué”, sino el “para qué”. Tenemos que preguntarnos qué hacer con el sufrimiento, cómo podemos encontrarle un sentido.

  Y es que, mis hermanos, los que creemos en Dios y en la vida eterna, no estamos exentos de experimentar el dolor, ni el sufrimiento, ni de morir a esta vida. El mismo Cristo nunca dijo algo así ni parecido; sino más bien, nos advirtió de lo que tenemos que experimentar como creyentes en Dios y seguimiento a él en el discipulado. Jesús no nos enseñó por qué debemos soportar el sufrimiento, como tampoco nos dijo por qué no eludió el sufrimiento. Sólo podemos intentar comprender lo que sucedió.

  Frente a las calamidades que sacuden nuestro mundo, sobre todo a las provocadas por la naturaleza, y que arrasan ciudades enteras y se cobran muchas muertes, esto es como una especie de bofetada para los creyentes que, nos preguntamos por qué y cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir semejantes desgracias en la vida de sus hijos e hijas sin intervenir ni brindar ayuda. En el caso de lo sucedido en esta discoteca, las cuestionantes han venido en ese mismo sentido.

  Los accidentes, las catástrofes, el mal, las pruebas, las malas intenciones, etc., existen en el mundo. Y esto Dios no lo puede evitar. A pesar de esto, Dios existe y nos participa siempre de su amor misericordioso, de su protección. Nuestra fe en Dios Padre, no nos exenta de experimentar estas situaciones extremas. No podemos evitar el sufrimiento. Lo padecemos todos, sin excepción, creyentes, no creyentes; no importa la religión que se profese, ni la ideología que se siga. A ejemplo de Jesús, tenemos que aprender a darle un sentido existencial al dolor y al sufrimiento. El sufrimiento no lo buscamos, pero se no presenta en el camino.

  Dios no es el responsable de los males que nos llegan. Dios es justo, pero no vengativo. El mismo Jesús nos dice que Dios hace salir su sol y manda la lluvia sobre malos y buenos. Que Dios no quiere la muerte de nadie, sino que vivamos. Pero se refiere a la vida eterna, a la vida con Dios, la salvación. Y sus palabras las llevó a la práctica con sus milagros de sanación y liberación. Cuando alguien moría y le pedían que hiciera algo, nunca dijo “déjenlo así, que es la voluntad de Dios”, sino que actuaba en consecuencia: le devolvía la vida para que vieran que Dios no había mandado su muerte. Y en el pasaje de la sanación del ciego de nacimiento, cuando le preguntaron a Jesús que quién había pecado de su familia para que ese naciera ciego, y la respuesta de Jesús fue: ni pecó él ni sus padres. Este nació así para que se manifestara en él la misericordia de Dios. Y obró el milagro de sanación de este ciego (Jn 9,1-4).

  Dios no provoca la muerte, ni los accidentes, ni las catástrofes. De Dios solo procede lo bueno que hay en la vida, porque Dios ama profundamente al hombre y no puede enviarle nada que lo haga sufrir. Dios también sufre con el que sufre, ríe con el que ríe, llora con el que llora. Dios no se goza en el dolor y el sufrimiento de sus hijos, no es un Dios cruel ni sádico. Es Dios Padre de amor, de misericordia y compasivo. El sufrimiento tiene el efecto de dejarnos padecer la oscuridad de este mundo y, al mismo tiempo, transformarla en amor. El sufrimiento es una lucha contra la oscuridad y el poder del mal. El sufrimiento, asumido desde nuestra fe en Dios, se convierte para nosotros en un desafío. Dios no nos libera del sufrimiento, pero nos fortalece, como a su Hijo Jesucristo, para que soportemos la oscuridad e insoportabilidad de nuestro sufrimiento con la fuerza del amor y poder transformarlo en un lugar de profunda experiencia divina.

  Cuando un ser querido es arrancado repentinamente de esta vida sin poder despedirnos de él o de ellos, el dolor puede arrojarnos al abismo más profundo. Lo sucedido en la discoteca jet set no fue enviado por Dios, ni como castigo suyo. Él no tuvo nada que ver en esa tragedia. No es el culpable. Dios es Dios de vida y no de muerte. Dios no nos pide que entendamos ni comprendamos lo que sucede con la muerte a esta vida. Lo que sí nos pide es que creamos a su palabra, a su promesa de vida: “todo el que haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Este es nuestro consuelo y esperanza cristiana.  

  Pues mis hermanos, nosotros sabemos que vamos a morir a esta vida. Pero no sabemos nada más, es decir, no sabemos ni cuándo, ni cómo, ni dónde nos sorprenderá la muerte. Por eso ya Cristo nos dijo que lo que más nos conviene es que nos preparemos en la medida en que nos esforzamos por vivir en su gracia. Recorrer esta vida profundizando cada día más en la escucha de su palabra para ponerla en práctica; no vivir esta vida apegado a ella, sino unidos cada vez más a Cristo, como la rama está unidad al tronco para recibir su sabia, su vida.

  Tenemos que seguir pidiendo a Dios que nos dé la fortaleza, la paz y el consuelo a todos. De manera especial a las familias que han vivido la experiencia amarga y desoladora de la muerte de sus seres queridos. Hay muchos que están llorando la muerte de los suyos en estos momentos y necesitan de personas que podamos estar junto a ellos, que les ayudemos a soportar su dolor, que estemos con ellos en su soledad y permanezcamos junto a ellos. Tenemos que aprender a soportar la pena que produce la pérdida de nuestros seres queridos.

  De esta tragedia nos sabremos levantar como sociedad y como creyentes en el amor y la misericordia de Dios. Que Dios se apiade de los que ha llamado a su presencia con el perdón de sus pecados y les otorgue el premio de la vida eterna. Y a nosotros que nos siga dando la fortaleza para seguir adelante. Debemos encomendar a nuestras autoridades a la providencia divina para que les ilumine y guíe en todo el proceso de esclarecimiento para buscar y encontrar la verdad de lo ocurrido en este hecho lamentable. Los familiares y toda la sociedad necesitan que se les diga la verdad de lo sucedido. El perdón y la misericordia son parte de la verdadera justicia que Dios nos pide que practiquemos. El perdón nos hace bien, primeramente, a nosotros mismos, porque nos libera de la energía negativa de la amargura y nos libera de las ofensas del otro. Es el requisito fundamental para dedicarnos nuevamente a nuestra persona y a nuestra propia vida, y para poder conformarla y vivirla con renovada energía.

  Pero esto tampoco debemos confundirla con el olvido. El perdón de Dios es medicina que sana nuestras heridas interiores, las heridas del corazón y del alma. Pero tenemos que dejar que esa medicina espiritual haga su efecto sanador. No permitamos que el odio y la rabia, que son un veneno, se apoderen de nuestro corazón, sino que el amor misericordioso de Dios sea el que inunde todo nuestro interior.

  Que Dios nos bendiga y que nuestra Madre de la Altagracia nos acompañe en nuestro caminar para la sanación de nuestro dolor y sufrimiento. 

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