Por P. Robert Brisman
Saludos mis hermanos.
Hemos concluido la cuaresma y semana santa. Estamos
celebrando la Pascua del Señor. Y quiero compartir con todos ustedes esta reflexión
que nos sirva para aprender a enfrentar y aliviar el dolor y el sufrimiento, como
una manera de ayudarnos a seguir preparándonos en este duelo en el cual nos
encontramos como sociedad, y que también sirva de apoyo a todas las familias
que, lamentablemente, perdieron a algún ser querido en esta tragedia sucedida
en la discoteca Jet Set, que nos sorprendió la madrugada del martes 8 del
presente mes.
Quiero iniciar recordando unas palabras de
nuestro Señor Jesucristo en el evangelio, que nos dijo: “Ustedes están en el
mundo, pero no son del mundo; ustedes son de Dios y a Dios tienen que volver.
Por lo tanto, como no saben ni el día ni la hora, lo mejor es que se preparen”.
Todos los seres humanos morimos. Unos se nos
han adelantado, y otros aún estamos en el mundo, pero como peregrinos que nos encaminamos
hacia otro lugar definitivo. Ese lugar definitivo, para los que creemos en Dios
y creemos que hay vida después de esta vida, la llamamos “la Jerusalén celestial”.
El mismo san Pablo nos dice que “nosotros somos ciudadanos del cielo”
(Fil 3,20). Como no somos de este mundo ni le pertenecemos, sino que somos de
Dios y a él le pertenecemos, pues tenemos que preparar nuestro retorno a él.
Cuando nuestro señor Jesucristo dijo que debemos prepararnos, estas palabras no
hay que entenderlas como si fuera prepararnos para no irnos de aquí, para no
morir. Sino como, prepararnos lo más y mejor que podamos en cuanto a la vida de
la gracia que él nos da. Nuestra fe cristiana nos enfrenta a lo que podríamos
llamar como una gran paradoja: “tener que morir, para poder vivir”.
La muerte no es un castigo de Dios; como
tampoco lo es el dolor y el sufrimiento. La muerte es el paso necesario para
que nosotros podamos acceder a la vida plena y eterna con Dios. La muerte es al
mismo tiempo un gran misterio. A pesar de que creemos en Dios y creemos que hay
vida después de esta vida, eso no quiere decir que ante la muerte no
experimentemos cierto miedo porque no sabemos a ciencia cierta lo que hay
después de la muerte. Nadie ha venido del más allá para contarnos lo que hay,
ni cómo es ese estado de vida. Cristo
mismo no nos dio detalles de cómo es la vida con Dios. Todo lo fundamentamos en
nuestra fe en Cristo que nos dijo que creamos en él y en su promesa de vida.
Sabemos que el mismo Cristo, como hombre que fue, también experimentó la muerte
a esta vida, a este mundo.
Cuando nos toca experimentar la muerte de un
ser querido y de otros allegados a nosotros y, en este caso de la tragedia de
la discoteca jet set, es común que nos asalten las dudas y cuestionemos a Dios.
Es común escuchar a personas preguntarle a Dios ¿Por qué te lo llevaste, si
era tan bueno y no le hacía mal a nadie? ¿Cómo puede Dios permitir el
sufrimiento, el dolor? ¿Por qué a mí, si no le hago mal a nadie? Esto es
injusto. A los demás todo les sale bien. En cambio, a mí, todo me sale mal.
La pregunta central siempre es ¿Por qué Dios permite el sufrimiento? Y las
respuestas a todas estas preguntas siempre es la misma: no lo sabemos. Ante
el sufrimiento no es correcto preguntarnos el “por qué”, sino el “para qué”.
Tenemos que preguntarnos qué hacer con el sufrimiento, cómo podemos encontrarle
un sentido.
Y es que, mis hermanos, los que creemos en
Dios y en la vida eterna, no estamos exentos de experimentar el dolor, ni el
sufrimiento, ni de morir a esta vida. El mismo Cristo nunca dijo algo así ni
parecido; sino más bien, nos advirtió de lo que tenemos que experimentar como
creyentes en Dios y seguimiento a él en el discipulado. Jesús no nos enseñó por
qué debemos soportar el sufrimiento, como tampoco nos dijo por qué no eludió el
sufrimiento. Sólo podemos intentar comprender lo que sucedió.
Frente a las calamidades que sacuden nuestro
mundo, sobre todo a las provocadas por la naturaleza, y que arrasan ciudades
enteras y se cobran muchas muertes, esto es como una especie de bofetada para
los creyentes que, nos preguntamos por qué y cómo es posible que un Dios
amoroso y providente pueda permitir semejantes desgracias en la vida de sus
hijos e hijas sin intervenir ni brindar ayuda. En el caso de lo sucedido en
esta discoteca, las cuestionantes han venido en ese mismo sentido.
Los accidentes, las catástrofes, el mal, las
pruebas, las malas intenciones, etc., existen en el mundo. Y esto Dios no lo
puede evitar. A pesar de esto, Dios existe y nos participa siempre de su amor
misericordioso, de su protección. Nuestra fe en Dios Padre, no nos exenta de experimentar
estas situaciones extremas. No podemos evitar el sufrimiento. Lo padecemos
todos, sin excepción, creyentes, no creyentes; no importa la religión que se
profese, ni la ideología que se siga. A ejemplo de Jesús, tenemos que aprender
a darle un sentido existencial al dolor y al sufrimiento. El sufrimiento no lo
buscamos, pero se no presenta en el camino.
Dios no es el responsable de los males que
nos llegan. Dios es justo, pero no vengativo. El mismo Jesús nos dice que Dios
hace salir su sol y manda la lluvia sobre malos y buenos. Que Dios no quiere la
muerte de nadie, sino que vivamos. Pero se refiere a la vida eterna, a la vida
con Dios, la salvación. Y sus palabras las llevó a la práctica con sus milagros
de sanación y liberación. Cuando alguien moría y le pedían que hiciera algo,
nunca dijo “déjenlo así, que es la voluntad de Dios”, sino que actuaba en
consecuencia: le devolvía la vida para que vieran que Dios no había mandado su
muerte. Y en el pasaje de la sanación del ciego de nacimiento, cuando le
preguntaron a Jesús que quién había pecado de su familia para que ese naciera
ciego, y la respuesta de Jesús fue: ni pecó él ni sus padres. Este nació así
para que se manifestara en él la misericordia de Dios. Y obró el milagro de
sanación de este ciego (Jn 9,1-4).
Dios no provoca la muerte, ni los accidentes,
ni las catástrofes. De Dios solo procede lo bueno que hay en la vida, porque
Dios ama profundamente al hombre y no puede enviarle nada que lo haga sufrir.
Dios también sufre con el que sufre, ríe con el que ríe, llora con el que
llora. Dios no se goza en el dolor y el sufrimiento de sus hijos, no es un Dios
cruel ni sádico. Es Dios Padre de amor, de misericordia y compasivo. El
sufrimiento tiene el efecto de dejarnos padecer la oscuridad de este mundo y,
al mismo tiempo, transformarla en amor. El sufrimiento es una lucha contra la
oscuridad y el poder del mal. El sufrimiento, asumido desde nuestra fe en Dios,
se convierte para nosotros en un desafío. Dios no nos libera del sufrimiento,
pero nos fortalece, como a su Hijo Jesucristo, para que soportemos la oscuridad
e insoportabilidad de nuestro sufrimiento con la fuerza del amor y poder
transformarlo en un lugar de profunda experiencia divina.
Cuando un ser querido es arrancado
repentinamente de esta vida sin poder despedirnos de él o de ellos, el dolor
puede arrojarnos al abismo más profundo. Lo sucedido en la discoteca jet set no
fue enviado por Dios, ni como castigo suyo. Él no tuvo nada que ver en esa
tragedia. No es el culpable. Dios es Dios de vida y no de muerte. Dios no nos
pide que entendamos ni comprendamos lo que sucede con la muerte a esta vida. Lo
que sí nos pide es que creamos a su palabra, a su promesa de vida: “todo el
que haya muerto vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para
siempre”. Este es nuestro consuelo y esperanza cristiana.
Pues mis hermanos, nosotros sabemos que vamos
a morir a esta vida. Pero no sabemos nada más, es decir, no sabemos ni cuándo,
ni cómo, ni dónde nos sorprenderá la muerte. Por eso ya Cristo nos dijo que lo
que más nos conviene es que nos preparemos en la medida en que nos esforzamos
por vivir en su gracia. Recorrer esta vida profundizando cada día más en la
escucha de su palabra para ponerla en práctica; no vivir esta vida apegado a
ella, sino unidos cada vez más a Cristo, como la rama está unidad al tronco
para recibir su sabia, su vida.
Tenemos que seguir pidiendo a Dios que nos dé
la fortaleza, la paz y el consuelo a todos. De manera especial a las familias
que han vivido la experiencia amarga y desoladora de la muerte de sus seres
queridos. Hay muchos que están llorando la muerte de los suyos en estos
momentos y necesitan de personas que podamos estar junto a ellos, que les
ayudemos a soportar su dolor, que estemos con ellos en su soledad y
permanezcamos junto a ellos. Tenemos que aprender a soportar la pena que
produce la pérdida de nuestros seres queridos.
De esta tragedia nos sabremos levantar como
sociedad y como creyentes en el amor y la misericordia de Dios. Que Dios se
apiade de los que ha llamado a su presencia con el perdón de sus pecados y les
otorgue el premio de la vida eterna. Y a nosotros que nos siga dando la
fortaleza para seguir adelante. Debemos encomendar a nuestras autoridades a la
providencia divina para que les ilumine y guíe en todo el proceso de
esclarecimiento para buscar y encontrar la verdad de lo ocurrido en este hecho
lamentable. Los familiares y toda la sociedad necesitan que se les diga la
verdad de lo sucedido. El perdón y la misericordia son parte de la verdadera
justicia que Dios nos pide que practiquemos. El perdón nos hace bien, primeramente,
a nosotros mismos, porque nos libera de la energía negativa de la amargura y
nos libera de las ofensas del otro. Es el requisito fundamental para dedicarnos
nuevamente a nuestra persona y a nuestra propia vida, y para poder conformarla
y vivirla con renovada energía.
Pero esto tampoco debemos confundirla con el
olvido. El perdón de Dios es medicina que sana nuestras heridas interiores, las
heridas del corazón y del alma. Pero tenemos que dejar que esa medicina
espiritual haga su efecto sanador. No permitamos que el odio y la rabia, que
son un veneno, se apoderen de nuestro corazón, sino que el amor misericordioso
de Dios sea el que inunde todo nuestro interior.
Que Dios nos bendiga y que nuestra Madre de
la Altagracia nos acompañe en nuestro caminar para la sanación de nuestro dolor
y sufrimiento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario