martes, 10 de septiembre de 2024

Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres

 

Esta frase ha desconcertado a muchos. Pero, para entenderla, partamos de esta pregunta: ¿Para qué existe la Iglesia? La respuesta es “para evangelizar”. Esta pregunta se puede formular de otra manera: ¿Cuál es la misión de la Iglesia? Y la respuesta es: “su misión es la evangelización de todos los hombres y mujeres, de todos los lugares y tiempos, así como la salvación de las almas”. Esta es la única misión de la Iglesia y su fundamento. El papa Benedicto XVI había dicho que la misión de la Iglesia es la evangelización, y no la de gobernar a los pueblos. Esto le corresponde a la política y los políticos. Y que nosotros lo que tenemos que exigirles es que lo hagan bien.

  La misión de la evangelización y la salvación de las almas fue el mandato que la Iglesia recibió de su fundador, de su Señor Jesucristo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñándoles a conservar todo cuanto les he mandado” (Mt 28,18-20). Cuando la Iglesia deja de cumplir con esta misión, corre el riesgo de convertirse en una Ong gigante. La Iglesia es la continuadora de la única misión evangelizadora iniciada por Cristo hasta que él vuelva.

  Pues a este mandato de Jesús a sus discípulos, se opone el mandato del Sanedrín que nos narra el libro de los Hechos: “¿No les habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése?” (Hc 5,28). Y es aquí donde viene la respuesta del apóstol Pedro y de los demás discípulos.

  En el libro de los Proverbios 7,1-3, leemos: “Hijo mío, ten en cuenta mis palabras, guarda bien dentro de ti mis enseñanzas. Presta atención a mis preceptos, y vivirás; guarda mis mandamientos como la niña de tus ojos. Átalos a tus dedos, escríbelos en la tabla de tu corazón”. O sea, la obediencia a Dios nos garantiza la vida. Pero la desobediencia nos acarrea la muerte. El que obedece es porque escucha; y quien escucha, sabe ser fiel. Es decir, la obediencia a Dios se da por la escucha de su palabra para serle fiel. Por eso, en su palabra hay vida, o más bien, su palabra es palabra de vida. Cuando el pueblo no escucha a Dios, entonces cae en la obstinación: “Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer: Por eso los entregué a su corazón obstinado, para que anduviesen según sus antojos. ¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!” (Sal 80).

  Gran parte de la humanidad hoy ya no escucha a Dios. Pero sí escucha al mundo. Al no escuchar a Dios, pues ya no le obedece ni mucho menos le es fiel. La humanidad ha endurecido su cabeza y su corazón. Vivimos en un mundo caracterizado por la apostasía. Es una humanidad que camina según sus antojos, pareceres e ideas. Es una humanidad que ha renunciado a su fe en el Dios único, vivo y verdadero. No escucha ni le hace caso a Dios porque se ha dejado inundar con las diferentes corrientes de pensamientos, doctrinas e ideologías, que la conducen a una visión muy diferente y errónea del hombre y la vida. La humanidad no practica la fe que ayuda y orienta para tener una visión más clara del mundo, del valor de las cosas y de las personas. Ya el papa san Juan XXIII había advertido que, “el aspecto más siniestramente típico de la época moderna consiste en la absurda tentación de querer construir un orden temporal sólido y fecundo sin Dios, único fundamento en el que puede sostenerse” (Enc. Mater et Magistra no. 72).

  Pero también aquí radica la gran crisis por la que está atravesando la Iglesia: ésta ha dejado de escuchar a su Señor y se ha empecinado en transformar el evangelio que recibió de Cristo. Es una Iglesia que ha decidido enmendarle la plana al mismo Cristo, y está viviendo las consecuencias de su infidelidad y traición. Vuelve a repetirse el pasaje del Éxodo, cuando el pueblo elegido se construyó su becerro de oro traccionando así al Dios vivo y liberador.

  ¡No seamos cobardes! Aprendamos a escuchar a Dios para obedecerle y serle fiel. Ya Jesús dijo que “todo el que se mantenga firme en la fe, en su palabra, en sus mandatos, en su enseñanza hasta el final, ese es el que se salvará”. No queramos asegurar nuestra vida en este mundo, sino que la aseguremos en la gracia y providencia divina.

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