miércoles, 11 de julio de 2018

La Dirección Espiritual exige sinceridad


“Diles: Esta es la nación que no obedece al Señor su Dios ni quiere ser corregida. La sinceridad ha desaparecido por completo de sus labios” (Jer 7,28).



  Toda persona que se decide a recorrer el camino de Dios, lo primero que tiene que hacer es asumir con sinceridad dicho trayecto. Tenemos que aprender a adentrarnos en lo más profundo de nuestro interior y sacar toda esa basura que está asentada en el fondo; hay que sacarla a flote, hasta la superficie. No podemos estar poniendo o tapando con trapos nuestras miserias, nuestras limitaciones. Esto exige mucho valor porque no es fácil llevarlo a cabo. A mucha gente se le hace muy difícil enfrentarse a sus miedos, a sus miserias, a sus limitaciones, a sus defectos. Es como si tuviéramos un cadáver en el fondo de la piscina que está provocando el que salga manchas feas hasta la superficie y se atacan con limpiadores, pero por más que se quitan, vuelven y salen; pero lo que hay que sacar es ese cadáver del fondo que es el causante de las manchas. Eso es ir a la raíz del problema. Eso es lo que persigue la dirección espiritual. Por eso la exigencia de la sinceridad. Hay que ser capaces y valientes para ir a la causa principal de la dejadez o sequedad espiritual en la misma presencia de Dios. Estas manchas pueden ser la sensualidad, o un egoísmo brutal enmascarado, o una tibieza grande…Y para sacarla fuera, delante de la persona que nos puede entender y curar, es necesaria la gracia de Dios, que hemos de pedir, y la virtud humana de la valentía. Y Santa Teresa decía que por esto es que todas las almas necesitan un desaguadero.

  Para que la dirección espiritual sea eficaz y no se pierda el tiempo, es necesario e indispensable la virtud de la sinceridad. No es correcto querer disfrazar las cosas, los hechos, las causas; querer adornarlas o disfrazarlas para que suenen más bonitas o para dar la impresión de que no son tan feas o malignas. La sinceridad es la señal de que el acompañamiento ha arrancado con buen pie y es garantía de continuidad en el mismo. Si queremos recoger buenos frutos de la dirección espiritual es necesario la sinceridad desde el principio; es como dar esa buena imagen con claridad, sin engaños, de lo que realmente nos pasa. Cuando un enfermo va al médico, éste le dice directamente lo que le sucede sin rodeos ni tapujos; va directamente al punto de su malestar y así el médico ya sabe por donde tendrá que ir tratando el malestar y también qué medicamentos podrá recetar. Algo parecido sucede con la dirección espiritual cuando le tratamos al médico espiritual nuestros malestares o enfermedades del alma.

  La sinceridad no es exagerar. Es decir las cosas tal y como son, sin aumentarle ni disminuirle nada; no se valen las medias verdades ni los disimulos. Es sinceridad en lo concreto; en el detalle, con delicadeza, cuando sea preciso. Huyendo siempre del embrollo y de lo complicado. Cuando somos sinceros, somos capaces de reconocer nuestros defectos, miserias y equivocaciones. Es llamar las cosas por su nombre, sin disfrazarlos con falsas justificaciones.

  Cuidado con una estrategia del demonio en cuanto que puede llevar, -y de hecho lo busca-, a la persona a no buscar la ayuda necesaria para poder enfrentar determinado problema. Una de las condiciones de ese demonio, que es mudo, es precisamente hundir en la mudez a su víctima; ahogarlo en su problema y que no busque ayuda en nadie ni reciba ayuda de nadie. Se parece a esa acción que comete el león cuando caza a su presa, no la ataca en las patas sino más bien le clava sus colmillos en la garganta para ahogarla y no darle la más mínima oportunidad para gritar. Demostrado está que el tragarse las cosas nunca es bueno porque acumularíamos tantas amarguras y sinsabores, que en cualquier momento explotaríamos. No hay que dejar llegar las cosas al extremo.

  La sinceridad es el gran remedio de muchas angustias y problemas personales, que dejarán de serlo cuando nos abrimos a esa persona puesta por Dios para limpiarnos, curarnos, y devolvernos la dignidad perdida o maltrecha; esa persona que nos ayuda a ver la luz que, aunque tenue, se ve al final del túnel. Esa persona que Dios ha puesto para ayudarnos a enfrentar nuestras dificultades, puede ver en nuestro interior por la gracia de Dios con la cual ha sido revestido; sabe intuir toda la capacidad de bien que existe en nuestro corazón.