miércoles, 24 de febrero de 2021

Covid-19: La Nueva Lepra

 

Por Pbro. Robert A. Brisman P.

“Y vino hacia él un leproso que, suplicándole de rodillas, le decía: Si quieres, puedes limpiarme. Y compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero, queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. El lo despidió, encargándole severamente: No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les sirva de testimonio” (Mc 1, 40-44).

 

  Ya sabemos por la tradición bíblica y religiosa del pueblo de Israel que, toda enfermedad, en ella incluida la lepra, era considerada consecuencia del pecado del hombre. Y siendo la lepra una enfermedad de la peor e incurable de su tiempo, tiene como causa un pecado grande y grave. Aquí estamos ante una situación de enfermedad, no sólo física y de tinte social-cultural, sino también de tipo de contaminación e impureza ritual y espiritual, que provocaba la expulsión del leproso de la ciudad. Excluido, marginado, despreciado, perseguido, condenado a la soledad y al abandono. Quien se acerque y toque al leproso quedaba también, automáticamente, impuro, contaminado y excluido del resto de los “sanos”. Pues en este contexto es donde el evangelista nos presenta la intervención o acción de Jesús. Pero hagamos un acercamiento más detallado a los personajes principales que intervienen en estos versículos que nos presenta el evangelista san Marcos en este milagro de sanación realizado por Jesús.

  Primero tenemos al leproso. Vemos que se acerca a Jesús con una actitud de confianza, humilde y sencilla. Se nota en su gesto y palabras: “se arrodilla y le dice si quieres…”. ¡No es cualquier enfermo, sino un leproso! De seguro que este leproso había escuchado hablar de Jesús y de las obras y milagros que realizaba y por eso no dudó en buscarle y acercarse. Le pidió a Jesús purificación, limpieza; no sanación ni curación. Por estar impuro no podía entrar ni siquiera al templo para orarle a Dios. Recordemos que, en esos tiempos, con respecto a la lepra, no se tenía el conocimiento ni avance médico de ahora. Por esto, cuando la gente veía a otro con esta enfermedad, pues la reacción era de rechazo y exclusión. La persona que tenía la autoridad para declarar a otro impuro por esta enfermedad era el sacerdote Lev 13,1-2.45-46; lo mismo era para declararla limpia o purificada. Por esto es por lo que Jesús envió al leproso purificado al sacerdote y presentar la ofrenda correspondiente.

  El segundo personaje es Jesús. Asume una actitud sorprendente. No lo rechaza, no le señala, no lo cuestiona, no lo sataniza, no le grita, no le delata ni le reclama; tiene un pequeño diálogo con el leproso, se compadece, se conmueve; más bien le ofrece sanación, purificación, perdón del pecado, que pueda recuperar su dignidad, que se incorpore a la convivencia social. Pero lo que más sorprende en Jesús es su gesto de tocar al leproso cuando se sabía que por un tema ritual religioso, quedaba también impuro y excluido. Vemos aquí una vez más el señorío de Jesús ante la enfermedad y la letra de la ley. Jesús lo purifica; no le dijo “queda sano”. Fijémonos entonces que Jesús comienza su ministerio de anunciar el Reino de Dios, asistiendo a los marginados: pobres, enfermos, viudas, niños, publicanos, etc.

  El leproso es símbolo de los excluidos, marginados, despreciados y perseguidos del mundo. Hoy tenemos a nuestro alrededor y caminando con nosotros a muchos leprosos modernos: el drogadicto, el alcohólico, el pobre, el de otra raza, religión y cultura; el anciano que no sirve para nada, el niño indefenso en el vientre materno. Pero hay uno muy actual y que tiene que ver con esta situación que estamos viviendo la humanidad desde el año pasado: los enfermos por el virus del covid.

  Este virus del covid y los enfermos por este virus, son la nueva lepra y los nuevos leprosos de hoy. Hoy vemos y nos topamos con aquellas mismas actitudes de la gente ante este virus y aquellos que se contagian. Hoy se nos ha prohibido que toquemos, no sólo al que se contagia, sino a todos: enfermos y sanos. Se nos ha prohibido saludarnos con un apretón de manos o un abrazo o un beso; pero sí lo podemos hacer chocando los puños o los codos, ¿qué diferencia hay? Se nos ha mandado que nos mantengamos distanciados y nos saludemos de lejos; como gesto de saludo se nos ha dicho que hagamos una reverencia como si fuéramos japoneses; se nos ha dicho que visitar a nuestros familiares sería riesgoso porque nos han hecho creer que podemos contagiarlos y hay que protegerlos. Es decir, nos han metido en la cabeza que todos somos potenciales asesinos de los demás, y los demás los son para mí; andamos en las calles vigilantes o como policías para señalar, gritar, cuestionar y exigir a los demás que no se me acerquen o por qué no usan la mascarilla, cuando ya los mismos especialistas en la materia han dicho claramente cuáles son las consecuencias de usar las mascarillas indiscriminadamente o en qué circunstancias es correcto usarlas. Vemos que los motoristas confían más en usar la mascarilla que el casco protector, y las autoridades le imponen una multa por no llevar la mascarilla, pero no por no usar el casco protector. ¡Que contradicción! Muchas personas, sobre todo ancianos y niños, están siendo víctimas de la ansiedad, la depresión y el abandono. Hijos que no visitan o ven de lejos a sus padres; le dejan la comida en la puerta y desde los escalones o ascensor le gritan para que salgan a buscarla. Lo peor de todo esto es que nos la hemos creído. Somos una sociedad que no cuestiona, no pregunta, no investiga; pero obedecemos como fieles corderitos. Todo lo que escuchamos en los medios de comunicación y las redes, la información sólo oficial de las autoridades, la asumimos como palabra de Dios. Hay muchas cosas con esta pandemia que no están claras. Hay mucho engaño y manipulación.

  Al mismo tiempo, vemos la campaña montada por las autoridades con el tema de las vacunas de querer hacer que toda la población la acepte sin más porque es una especie de “panacea” para evitar posibles contagios, cuando los mismos expertos ya han dicho que esto no es así. Se han contratado a personas de mucha influencia en la sociedad, como médicos, comunicadores, deportistas y otros para insistir en que es bueno y correcto vacunarse. Pero ¿por qué la insistencia de querer que todos se vacunen? La vacunación ni siquiera por ley es obligatoria; más bien se apela al sentido común y, desde el plano religioso, a la caridad. Pero, aun así, no hay por qué insistir al grado de que parece más bien que es obligatoria. Las decisiones personales no pueden politizarse; hay que dejar que cada uno, en su libertad y voluntad, decida lo que crea que es lo que más le conviene. Parece más bien que quieren convencer a través de seguir fomentando el miedo, el pánico y el terror. Con las vacunas no volveremos a la “normalidad”. Las vacunas están dando muchos problemas; hay países, sobre todo en Europa que han suspendido su inoculación porque han detectado serios problemas y efectos secundarios irreversibles. Algunas preguntas que debemos formularles son: ¿por qué a estas alturas de la pandemia, el gremio médico no ha realizado ningún tipo de debate científico y público sobre todo esto que tiene que ver con el virus del covid? ¿Por qué solo se han dedicado a opinar de manera individual y personal? ¿A qué o a quién le temen?

   En fin, esto no se sabe cuándo terminará. En la pasada cumbre del Foro Económico Mundial, los líderes ya se pronunciaron de manera clara y sin miedo sobre sus intenciones de seguir utilizando ésta mal llamada pandemia como la excusa perfecta para seguir imponiendo al resto de la humanidad sus planes globalistas, cuando la primera ministro de Alemania, la señora Merkel dijo que hasta que la población mundial no esté completamente vacunada, no se podrá volver a la normalidad; el ministro de salud alemán se pronunció en el sentido de que con las vacunas la intención es lograr modificar el ARN humano.

  El Señor siempre desea sanarnos, limpiarnos y purificarnos de nuestras flaquezas y pecados. El Señor, que curó a este leproso le encontramos todos los días en el sagrario, en la intimidad del alma en gracia y en el sacramento de la confesión. El Señor nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados. Así, como hijos, acudamos a nuestra Madre del cielo que con gozo nos comunica los grandes bienes que su Hijo nos ha dejado.