viernes, 11 de enero de 2019

Tanto amó Dios al mundo…


Es de nosotros conocida la canción que dice el amor de Dios es maravilloso/tan alto que no puedo estar arriba de él/tan ancho que no puedo estar afuera de él/tan bajo que no puedo estar debajo de él. Y es que el amor de Dios es precisamente eso: es incomprensible, inabarcable. El amor de Dios nos desborda. Además, Dios en su infinita providencia, no le interesa que nosotros lo comprendiéramos en su amor, sino más bien, lo que nos pide y hasta exige, es que nos dejemos amar por Él; por eso nos dice san Juan que Él nos amó primero, para que podamos amarlo a Él, amarnos a nosotros mismos y amar a los demás.

  Pero, al evangelista hablar de ese amor de Dios, como no lo puede cuantificar, -como sí lo hacemos con cualquier producto en su valor económico-, pues decimos que lo que mejor se le ocurrió fue poder expresar en otras palabras la magnitud de ese amor divino, y aún así, se quedaría corto. De hecho, la palabra “tanto”, no hace referencia a la cantidad; es más bien una forma de expresar la inmensidad del amor de Dios, porque letra seguida, nos dice: “…que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. Puede ser esta la máxima expresión de la manifestación de Dios para con nosotros: entregarnos a su Hijo único. Ya la palabra “entrega” conlleva un significado profundo. No dice el evangelista que fue un “envío”, como si fuera un simple mensajero o un mensajero más. En el ritual del sacramento del matrimonio, cuando los novios se están administrando el mismo, uno al otro se dicen: “…y me entrego a ti.” Esta palabra conlleva la profunda donación de todo el ser del amado a la persona amada: pongo en tus manos todo lo que soy como persona, todo lo que soy como hombre o como mujer, etc., porque te amo. Es una entrega que nace de lo más profundo e íntimo de la persona. Dios, de esta manera, nos entregó a su Hijo, pero a su “Único Hijo”, no dice el evangelista “a uno de sus hijos”; es su Único Hijo, el amado, el predilecto, el Hijo de sus complacencias, y al que hay que escuchar.

  Pero es que esta “entrega”, es también la entrega que asumió nuestra Madre Santísima con su hijo: ella también nos entregó a su único hijo. Ambos, -Dios y María-, nos lo dieron por completo, no fue por partes. Pero, ¿para qué nos lo entregaron? Pues para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Y es que si es cierto que Cristo vino a revelarnos el plan de salvación de Dios para nosotros y quiere que todos los hombres nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad, lo cierto es que  no todos han recibido o acogido este plan de salvación de Dios. Por eso, aunque la salvación nos ha sido dada a todos por voluntad divina, no todos se salvarán; sólo se salvará el que reciba este plan de Dios escuchando y poniendo en práctica la Palabra de Dios, revelada en su Hijo Unigénito. De ahí entonces, que a la pregunta de uno de sus discípulos: “¿serán muchos o pocos los que se salven?” La respuesta fue de que no importa si son muchos o pocos los que se salven, sino que se salvará el que quiera salvarse; puesto que la salvación departe de Dios ya está dada como un don o regalo, y lo que se necesita por parte de cada uno de nosotros es aceptarla o rechazarla; porque, “no todo el que me diga Señor, Señor, se va a salvar”.

  Por eso también, en principio, Cristo no vino al mundo a morir por nosotros, no. Cristo vino a revelarnos el plan de salvación de Dios para nosotros. Ahora, Cristo Jesús, fue tomando conciencia  de la consecuencia que el revelar y comunicar este plan de Dios le iba a traer: incomprensión, persecución, condenación a muerte, y muerte en la cruz. Es decir, nosotros por nuestro egoísmo matamos al Hijo de Dios. Así supo y quiso integrar esta realidad a su vida, a su misión; y por eso, si antes de Cristo, la muerte en cruz era tenida como la más indigna forma de morir y como maldición, a partir de Cristo, la cruz se convierte en signo de redención: Cristo, con su muerte en la cruz nos redime, es decir, nos libera de la esclavitud del pecado, nos sana de la enfermedad, del dolor y el sufrimiento que produce en nosotros el pecado y nos salva de la condenación que causa en nosotros el pecado. Por eso, la muerte de Cristo en la cruz, es muerte redentora.

  Cristo no vino a condenar al mundo, sino a que el mundo se salve por Él. Pero, ¿de qué mundo se trata? No es del mundo de la creación, que es obra de Dios; es más bien, del mundo como aliado del pecado; de ese mundo que, con sus criterios, sus instituciones de pecado (injusticia, opresión, esclavitud, guerras, envidias, odios, venganzas, etc.), se opone al plan de salvación de Dios.

  No nos rompamos la cabeza en tratar de comprender a Dios y su amor para con nosotros; más bien esforcémonos por creer en Él, tal y como su Hijo nos dijo: “crean en Dios y cran también en mi”; esforcémonos también por dejarnos amar por Él, por su infinito amor y poder así experimentar también su misericordia. Viviendo esto, todos los demás sabrán que somos discípulos suyos.

miércoles, 2 de enero de 2019

Homilía 1º. Enero 2019 P. Robert A. Brisman P.


Dos años después de haber concluido el Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI dirigió el primer mensaje a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que tienen el sincero propósito de respetar la ley eterna de Dios, de acatar sus mandamientos, secundar sus designios; en una palabra, de permanecer en la verdad-; esta exhortación que  llamó “Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz”, y que fuera leído siempre el día primero del año, solemnidad de Nuestra Señora, Madre de Dios. A partir de entonces, se convirtió en una tradición de los sumos pontífices de dirigir este mensaje con este motivo al inicio de cada año. Estos mensajes constituyen todo un cuerpo de  doctrina católica sobre la paz y la convivencia humana internacional, iluminados desde la Palabra de Dios.

  Para esta ocasión, este año que apenas lleva unas horas de inicio, el Papa Francisco, siguiendo la tradición pontificia, nos ha dirigido este mensaje con motivo de la 52 Jornada Mundial de la Paz, que lleva por título “La buena política está al servicio de la paz”. No es mi intención en esta ocasión de leer completo este mensaje, sino de hacer alusión a algunas frases y palabras que me han parecido interesantes y que nos pueden ayudar a profundizar e iluminar nuestra realidad actual como personas creyentes y también como sociedad dominicana. Quiero además, que estas palabras puedan ser una motivación para que todos nosotros nos interesemos en leer este mensaje del santo padre y que podamos seguir profundizando en el compromiso de nuestra fe, nuestro compromiso eclesial y nuestro compromiso como ciudadanos de esta nación.

  En las Sagradas Escrituras, y más específicamente en los libros del Génesis, Los Salmos y la carta a los Hebreos, se hace referencia a un sacerdote de nombre Melquisedec, -cuyo significado es rey de justicia-, y que es rey de la ciudad de Salem, -cuyo significado es paz. Este sacerdote del AT es figura del mismo Cristo, puesto que es el que nos trae la Paz de Dios. La paz es uno de los signos del Reino de Dios y también uno de los estandartes de todo discípulo de Cristo. En una ocasión Jesús mismo, al enviar a sus discípulos a predicar la buena notica del evangelio, les dio el mandato de desear la paz a todos los hogares donde ellos llegaran y si allí había gente anhelantes de la paz, ese saludo de paz se quedaría permanentemente con ellos; pero, por otro lado, si encontraban que había gente que no quisiera esa paz que proclamaban, pues ese deseo de paz volvería a ellos. A partir del acontecimiento de la  Resurrección, -Jesús-, cuando se les aparecía a los discípulos, su saludo era “la paz este con ustedes”; para después decirles: “Les doy la paz no como se las da el mundo, sino como es en realidad”. ¿Y cómo es esta paz que Dios-Padre nos da por medio y a través de Su Hijo? Pues es la paz como “don, como regalo”; es la paz que nace, que se gesta, que brota en lo más profundo del corazón de la persona creyente. A esto nos dice el Papa Francisco que esta casa mencionada por Jesús es cada familia, cada comunidad, cada país, cada continente con sus características propias y con su historia; es sobre todo, cada persona sin distinción ni discriminación.

  El santo padre, al hablar sobre el desafío de una buena política, nos dice que, la política es un vehículo fundamental para edificar la ciudadanía y la actividad del hombre, pero cuando aquellos que se dedican a ella no la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción. Ninguna sociedad humana podría sostenerse si fuera lícito prevaricar al más débil, privar al otro de su propiedad legítima, mentir cuando hacerlo fuera ventajoso. La política, en su sentido original y etimológico se entiende como la ciencia que trata del gobierno y cómo se organiza la sociedad; y esta organización debe de realizarse en orden y como servicio. El político es aquel que debe ser servidor del pueblo (por lo menos es lo ideal); pero sabemos que la política está siendo usada no para servir, sino para servirse. Esta visión de la política contradice la enseñanza evangélica de “quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mt 9,35). Como subraya el Papa Pablo VI: “Tomar en serio la política en sus diversos niveles, -local, regional, nacional y mundial-, es afirmar el deber de cada persona, de conocer cuál es el contenido y el valor de la opción que se le presenta y según la cual se busca realizar colectivamente el bien de la ciudad, de la nación, de la humanidad”. La función y la responsabilidad política constituyen un desafío permanente para todos los  que reciben el mandato de servir a su país, de proteger a cuantos viven en él, y de trabajar a fin de crear las condiciones para un futuro digno y justo.

  Al hablar de la caridad y virtudes humanas para una política al servicio de los derechos humanos y de la paz, el santo padre recuerda las propuestas de las bienaventuranzas del político, del cardenal vietnamita Van Thuan, que son: bienaventurado el político que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel; bienaventurado el político cuya persona refleja credibilidad; bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés; bienaventurado el político que permanece fielmente coherente; bienaventurado el político que realiza la unidad; bienaventurado el político que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical; bienaventurado el político que sabe escuchar; y por último, bienaventurado el político que no tiene miedo.

  Al hablar de los vicios de la política, el santo padre nos dice que éstos son debidos tanto a la ineptitud personal como a distorsiones en el ambiente y en las instituciones. Es evidente para todos que los vicios de la vida política restan credibilidad a los sistemas en los que ella se ejercita, así como a la autoridad, a las decisiones y a las acciones de las personas que se dedican a ella. Otros vicios son la corrupción, la negación del derecho, la justificación del poder mediante la fuerza, la tendencia a perpetuarse en el poder, la xenofobia (odio al extranjero), el racismo (odio al que es de otra raza), el rechazo al cuidado de la tierra, el desprecio a los exiliados. La libertad del ser humano se haya gravemente acorralada. La responsabilidad es una palabra maldita. Ningún político y ningún alto cargo financiero dimiten, a pesar de demostrarse sus corruptelas porque el sistema judicial está también corrompido y politizado. Y tampoco devuelven los recursos ni las riquezas robadas. Se aseguran su alimento y nos dejan las sobras de una sociedad que languidece. El ensayista francés Joseph Joubert dijo: “La justicia es la verdad en acción”. Se comprende que en el mundo, que en nuestra sociedad no haya justicia, porque lo que impera no es la verdad, sino la mentira. Ante esta triste y lamentable realidad, Martin Luther King dijo: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. Y la escritora egipcia Nawal El Saadawi dijo: “Nada es más peligroso que la verdad en un mundo que miente”.

  Hoy el hombre vive instalado en un mundo dominado por la mentira. Los intereses creados y ficticios de los distintos niveles de poder dan como resultado una sociedad global incapaz de satisfacer la necesidad de verdad y de paz del ser humano, que la necesita y la reclama a gritos, pero que no sabe dónde encontrarla. La finalidad de tanta mentira es la destrucción del espíritu de la persona y de la vida. Y es que siempre ha existido una tendencia de los que rigen los destinos de los pueblos de querer ejercer sobre sus gobernados un absoluto “control”, y para poder lograrlo hay que mantener al pueblo alejado del conocimiento y la verdad. El papa san Juan XXIII dijo: “La base de la paz es, ante todo, la verdad”.

  Al hacer referencia a negarnos a la guerra  y no dejarnos dominar ni fomentar el miedo, el santo padre dice que no son aceptables los discursos políticos que tienden a culpabilizar a los migrantes de todos los males y a privar a los pobres de la esperanza.   Puede que esta frase sea interpretada por muchos como un ataque del papa a todos aquellos políticos que han encarado de frente el tema de la migración con la aplicación de leyes duras y que quieren así proteger sus territorios y sus fronteras. Como dice el dicho popular: “Para los gustos se hicieron los colores”; o también este otro: “Todo depende con el color del cristal con que se mire”; no creo que el mensaje sea que el Vaticano esté de acuerdo o apoye que las fronteras tienen que estar abiertas para que todo el que quiera se mueva a sus anchas hacia el territorio que lo desee, y que nadie tiene derecho a pedirle ningún documento para entrar al país que llega. El secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolín, hablando sobre el proceso de integración de los inmigrantes, dijo: “La integración es un proceso bidireccional en el que los migrantes deben de respetar las leyes, la cultura y las costumbres locales del país que los recibe, mientras que los países de acogida deben respetar las tradiciones y cultura de los migrantes”; y también ha hablado del “derecho a no emigrar”, al afirmar que: “La Santa Sede hace un llamamiento a los gobiernos y a la comunidad internacional, para que fomenten las condiciones que permitan a las comunidades e individuos vivir en condiciones de seguridad en sus propios países”. Se ha referido también en varias ocasiones a que los Estados tienen el derecho soberano de poner controles y exigir a los extranjeros que llegan, de cumplir las normas y leyes del país que los acoge.

  Aplicando estas palabras a nuestra realidad particular, hay que decir que, la República de Haití no cabe en la República Dominicana. Todo extranjero que quiera venir a la República Dominicana debe de hacerlo bajo el estricto cumplimiento de las leyes migratorias dominicanas. La migración debe ser asunto exclusivo de cada estado de acuerdo a su realidad y necesidad. Si por un lado, hay quienes afirman que emigrar es un derecho humano, por otro lado, inmigrar está sujeto a la legislación soberana de los Estados y no a imposiciones de organismos internacionales. La República Dominicana debe de acoger con responsabilidad el recibimiento de inmigrantes de acuerdo a sus intereses y necesidades. El desorden migratorio que vive nuestro país en la actualidad provoca convulsiones, violencia, xenofobia y hasta perjudica a los migrantes. Nuestras autoridades deben de encarar y asumir este tema con valentía y orden. La porosidad y descontrol de nuestra frontera, y una falta de políticas migratorias claras, nos ha llevado por un largo y profundo derrotero en donde las autoridades se han visto maniatadas y hasta genuflexas ante los dictados de organismos internacionales que socavan los intereses, principios, fundamentos, identidad y soberanía nacional. No podemos seguir sometiendo ni manteniendo nuestro país a un desorden migratorio que después no podamos arreglar. Una política migratoria con sentido de caridad cristiana es esencial, pero al mismo tiempo con la condición de la justicia que, elimina las razones de discordia y de guerra, soluciona los conflictos, determina las atribuciones, precisa los deberes y, responde a los derechos de cada parte. Ningún extranjero puede llegar a otro país y hacer lo que se le pegue la gana. Debe de hacer el esfuerzo de integrarse a la sociedad que lo recibe, sin perder jamás su identidad propia, su cultura. Si esto no se da, pues será un obstáculo para que se dé la paz, porque una inmigración masiva y descontrolada genera más fragmentación de la sociedad que no puede reaccionar generalmente a las agresiones de los traidores.   La diferencia cultural provoca un miedo: el miedo de ser obligados a ser como el otro, a hacer lo que hace el otro, a creer lo que el otro cree. Resolver la diferencia no es nunca fácil: podemos fingir que no hay problema, podemos tratar de expresar nuestras exigencias y ponernos de acuerdo para mantener un cierto modo de vida. Pero siempre existe el temor de que una cultura se imponga a la otra.

  Hay una estrategia para gobernar a base de miedo que es muy eficaz. El miedo hace que no se reaccione, que no se siga adelante. El miedo es, desgraciadamente, más fuerte que el altruismo, que la verdad, más fuerte que el amor. Ya lo dijo el escritor español José Luís Sampedro Sáez: “El miedo nos lo están dando todos los días en los periódicos y en la televisión”. Así nos mantienen manipulados, confundidos y perdidos. En definitiva, tenemos que liberarnos de estas ataduras que nos vienen de fuera y que muchos aquí adentro también son participes, defensores y promotores. Hay un enemigo exterior, por demás poderoso, que trabaja con un enemigo interior: son los traidores que trabajan para ese poder.

   La paz es un don de Dios y una tarea nuestra al mismo tiempo. Es verdad que nosotros solos no podemos resolver los problemas de nuestro mundo tan necesitado de paz, y tan lleno de guerras, hambres, injusticias, violencia... pero sí podemos educarnos para la paz. Podemos, en nuestro entorno y en nuestra vida diaria, ser más tolerantes y comprensivos, más dialogantes y menos impositivos, podemos cuidar el modo cómo decimos las cosas, podemos aprender a dominar nuestro temperamento y nuestras reacciones, podemos estar dispuestos a perdonar. Podemos ir haciéndonos sensibles para rechazar cualquier tipo de violencia y acostumbrarnos a vivir y a construir la paz. Así crearemos un ambiente en el que vaya creciendo la semilla de la cultura de la paz. Cuando una sociedad se fragmenta espiritualmente, son muchas más las posibilidades de que haya enfrentamientos. Mahatma Gandhi dijo: “No hay camino para la paz. La paz es el camino”. La paz no es el punto de llegada. La paz no se consigue actuando con violencia o recurriendo a ella. Si escogemos el camino de la paz, seremos poderosos y experimentaremos la libertad. El camino de la paz nos enseña que nadie es enemigo. El camino de la paz es nuestra única esperanza de seguridad. Las paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios.

  Con esta solemnidad de nuestra señora, -Madre de Dios-, comenzamos este nuevo año. No puede haber mejor comienzo del año que estando muy cerca de ella. A ella nos dirigimos con confianza filial, para que nos ayude a vivir santamente cada día del año; para que nos impulse a recomenzar si, porque somos débiles, caemos y perdemos el camino; para que interceda ante su divino Hijo a fin de que nos renovemos interiormente y procuremos crecer en el amor de Dios y en el servicio a nuestro prójimo.



María, Madre de Dios y Reina de la Paz ¡Ruega por nosotros!



¡Que así sea!