jueves, 28 de mayo de 2020

Hay que decidirse: o por la iglesia de la adaptación o por la Iglesia de la Fe.

“Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará” (Mc 8,35).

  Ya hemos entrado, en lo que podríamos llamar o calificar como el final del confinamiento al que fuimos llevados por las autoridades como medida de prevención para que el coronavirus no se siguiera expandiendo entre la población. Ya se ha empezado a aplicar lo que se ha llamado los protocolos de descalada para volver a reactivar la vida productiva, económica y social del país, siempre manteniendo las debidas precauciones para que los contagios y enfermedades por el coronavirus no se siga expandiendo y seguir atendiendo los casos que se presenten. Apelamos siempre a la cordura y conciencia de nuestra gente para que todos pongamos de nuestra parte para que esta reactivación de la cotidianeidad pueda ser exitosa y sin traumas. Por el otro lado, y en lo que respecta a la parte religiosa y eclesial, hay que decir que hemos venido caminando también en este confinamiento ya que, desde el principio, nuestra alta jerarquía católica, decidió cerrar los templos como medida de prevención para no arriesgar la salud física y la vida de nuestros fieles, así como el colaborar con las autoridades civiles para ayudar a la no propagación del virus. Al llegar al momento de la “descalada o reactivación” de las actividades de la población, pues nuestra Iglesia institucional está asumiendo su parte para la reapertura de nuestros templos poniendo en práctica los protocolos de prevención emitidos por las autoridades del área de la salud principalmente y algunos otros que sean de consideración específica para nuestra Iglesia.

  Echando una mirada al ámbito internacional, en lo que respecta a la Iglesia universal, vemos que algunos gobiernos civiles han asumido unas acciones que han afectado a la Iglesia Católica en una clara intromisión en lo que es asunto exclusivo de la institución religiosa, como son las celebraciones litúrgicas dentro del templo. Hemos conocido las acciones de algunos cuerpos policiales en otros países de ingresar al interior del templo y detener la celebración de la misa y mandar a la gente a sus casas, alegando violación a las normas y decretos que prohíben durante la epidemia estas celebraciones o reuniones, y en otros casos se han multado a fieles y sacerdotes por estas acciones. Hemos conocido también las actitudes de algunos obispos que han confrontado directamente a las autoridades manifestándoles su negación a cerrar los templos y la celebración de la misa con pueblo: algunos de estos casos lo tenemos con el cardenal arzobispo de Luxemburgo contra el gobierno; así como los obispos suizos y también los obispos del estado norteamericano de Minnesota que han ordenado que los feligreses vuelvan a los templos para las celebraciones litúrgicas. En realidad, hay que preguntarse, y hasta de justicia es: ¿Se corre menos riesgo en los bancos, supermercados, transporte público, etc., donde hay personas que no guardan la distancia adecuada, ni usan muchas de ellas, las mascarillas; y en los templos sí? Da la impresión de que los templos se han pintado como un lugar o espacio de alto riesgo para la salud y, por lo tanto, la gente manifiesta un fuerte sentimiento de miedo y hasta de pánico. Esperemos en la gracia divina de que estos sentimientos negativos desaparezcan y nuestra gente pueda volver a recuperar la vivencia de su fe y pertenencia a la iglesia de Cristo para así seguir avanzando y dando testimonio de la misma en este mundo convulsionado.

  Siguiendo con la mirada hacia fuera, no podemos olvidarnos del sonado camino sinodal en la que se encuentra, desde octubre del año pasado, la Iglesia Católica en  Alemania. Éstos siguen en su empeño y afán de querer crear una especie de iglesia moderna y progresista; una iglesia adaptada al mundo. Dicen que ya no se puede seguir pensando ni practicando los métodos de evangelización de hace dos mil años; esto tiene que cambiar. Es decir, hay que ir cambiando la doctrina evangélica para adaptarla a los nuevos tiempos: hay que cambiar la moral sexual, lo mismo que la práctica y doctrina sacramental, porque la Iglesia Católica debe de ser más inclusiva, es decir, debe de permitir que las mujeres accedan al ministerio ordenado, que la Iglesia Católica bendiga las uniones homosexuales (como es el caso de los obispos de Austria), permitir el aborto, eutanasia, etc. O sea, la iglesia alemana está planteando la opción de cambiar la enseñanza de Cristo en su evangelio, contradiciendo así el mandato del mismo Cristo de “ensañarles a todos a cumplir TODO cuanto él nos enseñó”. No es de extrañarnos entonces que, para este año presente, -según la oficina de estadística de Munich -, que unos 10,744 católicos se dieron de baja o se retiraron de la Iglesia por diferentes razones.

  Pero preguntémonos: ¿Las otras iglesias cristianas no católicas que han cambiado la doctrina del evangelio de Cristo, pensando que así tendrían más adeptos o fieles en sus templos, en verdad ha sido así? ¿Estas iglesias que se han plegado y adaptado a los criterios del mundo moderno y progresista, han sido exitosas en la evangelización? Los ejemplos ahí están. Están peor que la Iglesia Católica. Han traicionado a Cristo y su evangelio; han afueridado, hechado a un lado a Cristo porque lo consideran un estorbo; y así quieren seguir llamándose iglesias cristianas. Hoy se habla de la “nueva normalidad” después de la epidemia del coronavirus; pues hoy también se habla de la “nueva iglesia”, la iglesia adaptada al mundo. El papa Benedicto XVI, haciendo una evaluación de la tarea de evangelización de la Iglesia Católica, dijo: “La Iglesia ha de abrirse al mundo para evangelizarlo, NO para perderse en él”. Cristo dijo que nosotros los creyentes y discípulos suyos hemos sido puestos como luz para el mundo y sal de la tierra; de modo que, tampoco un ciego puede guiar a otro ciego. La Iglesia es, ante todo, sacramento de Dios en el mundo. El puesto de la Iglesia en la tierra está solamente al pie de la cruz. La Iglesia es de Cristo, no nuestra y por eso prometió que ningún poder del infierno prevalecerá sobre ella. No somos los cristianos los que nos oponemos al mundo. Es el mundo el que se opone a nosotros cuando proclamamos la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Con razón dijo el papa san Juan Pablo II que la Iglesia de hoy no necesita de nuevos reformadores, sino que necesita nuevos santos.

  La iglesia de la adaptación no cree que sea Cristo el que la haya querido fundar; cree que es mera construcción humana, creada por nosotros y, por lo tanto, puede ser sometida a cambios y transformaciones antojadizas de acuerdo a los tiempos; es la iglesia de la oscuridad, de la mentira; crean su propia iglesia según sus necesidades; con una visión puramente sociológica y no sobrenatural; es decir, la iglesia de la adaptación es una estructura puramente humana, y así mismo acaba, siendo humana. La iglesia de la adaptación se convierte en una cueva de ladrones y en servidores del demonio. La iglesia de la adaptación muere porque tiene miedo de hablar con absoluta honestidad y claridad. La iglesia de la adaptación es cómplice por su silencio con la culpabilidad del mundo pecador. Pero la Iglesia de la fe es el pueblo de Dios, que ora y es fiel a Su Señor; y en la concepción neotestamentaria, es cuerpo de Cristo: se entra y se pertenece a ella por medio de la inserción en el cuerpo del Señor, por medio del bautismo y la eucaristía. Es la comunión de los santos, que tienen en común las cosas santas, es decir, la gracia de los sacramentos que brotan de Cristo, muerto y resucitado. La iglesia de la fe escucha el corazón de nuestro Dios. La iglesia de la fe forja su unidad sobre la verdadera Doctrina a ella encomendada. La iglesia de la fe no impone a Dios, pero sí lo propone, lo anuncia, lo proclama porque es indispensable para el hombre. La iglesia de la fe procede de Dios y es fiel a Jesucristo. La iglesia de la fe es la que sobrevive a los embates del mundo.

  En conclusión: adaptarse es sucumbir, es morir. Sólo la fidelidad a Cristo y a su evangelio nos podrá mantener en pie; no importa que sea una iglesia pequeña, lo importante es que sea fiel a su Señor. No podemos renunciar a Cristo para adaptarnos al mundo. La iglesia de la adaptación no salva. No busquemos ni construyamos una iglesia a nuestra medida; más bien que nuestra necesidad sea la medida de Cristo, su conocimiento, su amor, su vida. Esta es la iglesia que salva y la que fundó Cristo y que ningún poder mundano podrá destruir.

  ¿Qué decides? ¿Estas con Cristo o contra Cristo? ¿Cosechas con Él o desparramas? ¿Quieres servir a Cristo o quieres servir al mundo? ¿Quieres adorar a Cristo o quieres postrarte ante el mundo y su pecado adorándolo? ¿Quieres darle a Cristo lo que es de Cristo y al César lo que es del César? O ¿Quieres darle al César también lo que es de Cristo? Nuestra gloria es la gloria de Cristo. Esa es nuestra meta. Esa es nuestra fe.


martes, 19 de mayo de 2020

La reapertura de nuestros templos: una nota aclaratoria


“Jesús les dijo: Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y se admiraban de Él” (Mc 12,17).


  Queridos hermanos, a raíz de esta situación de la epidemia del coronavirus que la humanidad viene experimentando durante estos meses, y tomando en cuenta las medidas que han ido adoptando las autoridades de los países para ayudar a contrarrestar la expansión de este, motivados por las recomendaciones de la OMS, principalmente. En lo que respecta a nuestro país, que no ha quedado al margen de todo esto, pues hemos venido caminando bajo una serie de medidas que han alterado nuestros hábitos y costumbres, en la que generalmente se ha manifestado la incomodidad por un lado y el apoyo por el otro; se ha señalado también la falta de educación e inconciencia de gran parte de la población para el cumplimiento de las medidas preventivas. Tenemos por otro lado, la no eficacia por parte de las autoridades en hacer cumplir las normas de prevención, así como el manejo político que se le ha dado al tema. En la reciente alocución del presidente de la República, donde comunicó a la población las acciones a seguir en lo adelante con respecto a la reactivación de la vida económica y social de la población, y que ésta se ha de realizar por etapas establecidas por unas fechas; se nos comunicó a la nación cómo se van a reiniciar las actividades económicas, los negocios, las instituciones;  pero en ninguna parte del discurso ni de las medidas, se mencionó lo referente a la reapertura de los templos o iglesias. Hay quienes afirman que las iglesias se reabrirán a partir de la segunda etapa porque piensan que están incluidas en el grupo que se menciona con las palabras: “No abren espacios de entretenimiento, cines, parques, plazas comerciales, sector hotelero, gimnasios, entre otros”. Pues hay que aclarar que esto no es así.

  La Iglesia Católica, como institución, no está sujeta ni bajo la tutela o legislación de los Estados. Es una institución autónoma, independiente, soberana que tiene su fundamento en lo que se conoce como el “derecho de Dios o derecho divino”. El Estado o los Estados no pueden intervenir en los asuntos internos de la institución eclesial; dicho de otra manera, no puede intervenir en lo que sucede en el altar. Si lo hace y la Iglesia lo acepta, la libertad de la Iglesia se pierde. Si no es libre en el altar, la iglesia no será libre en ningún otro campo. La libertad de la Iglesia se basa en su divina institución. El ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Gerard Müller, en una entrevista publicada a principios de mayo del presente, dijo: “La Iglesia no es cliente del Estado. Los sacerdotes no son funcionarios del Estado. Nuestro pastor supremo es Jesucristo, no ningún presidente. El Estado tiene su tarea, y la Iglesia tiene la suya. Tomar determinadas medidas externas es tarea del Estado; la nuestra es defender la libertad e independencia de la Iglesia y su superioridad en la dimensión espiritual. No somos una agencia subordinada al Estado”. Cristo la ha constituido, ha enviado el Espíritu Santo para sostenerla y guiarla, la ha hecho administradora de la Gracia, ha establecido un orden jerárquico en ella, le ha dado una misión, le ha dicho cómo adorarlo en la liturgia, le ha enseñado cómo rezarle, le ha hecho parte de una maternidad sobrenatural, le ha dicho que respete a las autoridades terrenales que se apoyan en el derecho natural que tiene a Dios como autor, y también que obedezca a Dios antes que a los hombres (Hc 5,29). Tenemos entonces que los derechos de la Iglesia se basan en los derechos de Dios y no en el derecho a la libertad religiosa de los cristianos. La Iglesia es soberana en la custodia de las verdades reveladas y de la ley moral natural, es soberana en la determinación de la liturgia porque Dios debe ser adorado como Él quiere y no como los hombres desean, es soberana en la educación de los niños y de los jóvenes porque la educación es como la continuación de la creación, es soberana en la santa constitución del matrimonio y de la familia y es, por último, soberana en la caridad que es participación en la vida misma de Dios.

  Pero, los Estados modernos o “progresistas”, han ido quitando soberanía a la Iglesia en estos temas que hemos señalado (unión legal gay, adopción por estas parejas, educación y adoctrinamiento ideológico de género, transexualismo, etc.). Le ha quitado soberanía sobre la doctrina y la moral, impidiéndole impartir enseñanza en contra de los “nuevos derechos”, le quita soberanía sobre la liturgia, regulando los altares con sus gritos.

  Dicho todo lo anterior, ¿qué esperar de la reapertura de nuestros templos en nuestro país? Lo primero es que, la decisión de cerrar los templos católicos la tomaron los obispos de común acuerdo y la comunicaron mediante un escrito de la Conferencia Episcopal. No fue el gobierno o Estado que lo ordenaron. Esto así, porque nuestra alta jerarquía católica lo asumió, sobre todo, para no provocar aglomeramiento de personas en los templos y ayudar a la no propagación del virus y velar así por la vida y la salud física de su feligresía; también como una colaboración con las autoridades civiles. Para la reapertura, es nuevamente la alta jerarquía católica la que deberá tomar la decisión y no el gobierno o Estado, porque no es de su competencia. Es más, si un obispo, en su diócesis, tomara la decisión de reabrir los templos el día de mañana, puede hacerlo con toda libertad porque es una acción exclusiva de su consagración, guía espiritual y autoridad pastoral. Ningún obispo tiene que esperar un comunicado de la Conferencia Episcopal para hacerlo; otra cosa es si deciden hacerlo de manera conjunta, y así se expresa la unidad eclesial de nuestros pastores y fieles.

  En conclusión. Si es verdad que esto que hemos escrito es así, no es menos cierto que también debemos apelar a la prudencia, - no confundirla con el miedo ni la imprudencia-, siempre y cuando ésta no nos lleve a relajar o rebajar nuestras celebraciones sacramentales ni de culto a Dios, tenemos que esperar y estar atentos a las determinaciones que tomarán nuestros pastores al respecto. Es sabido ya que algunos han empezado a prepararse para la posible reapertura de los templos y vida eclesial aplicando las recomendaciones de prevención y otras que a lo mejor se implementarán en las diócesis y comunidades parroquiales de acuerdo con sus realidades. Tenemos primero que seguir buscando el Reino de Dios y todo lo demás vendrá por añadidura. El corazón de nuestra fe cristiana es el Dios trascendente que se hace inmanencia en nuestra vida, es Cristo verdadero hombre y verdadero Dios a través de la Encarnación.

domingo, 17 de mayo de 2020

La “Nueva Normalidad” o “Control Social”


“Los regímenes totalitarios han destruido al hombre, han atropellado la fe y los valores culturales, han pisoteado las libertades y la dignidad del hombre: el mismo hombre al que ambicionaban transformar” (Card. Robert Sarah).



Por Pbro. Robert A. Brisman P.

 

  Sin pretender hacer un recorrido por los acontecimientos catastróficos que ha experimentado la humanidad en su caminar histórico, y más bien partiendo de las catástrofes más impactantes de los últimos veinte años, podemos citar el ataque terrorista con aviones comerciales de pasajeros a las torres gemelas (Word Trade Center) del estado de Nueva York en septiembre del 2001 (conocido como el 11S), también al centro del poder militar de los Estados Unidos, el Pentágono; así como otros acontecimientos terroristas en Europa, como el ataque al metro en Madrid y también al metro de Inglaterra. Actos estos calificados como de “terrorismo” y que dejaron la consecuencia de miles de muertes de seres humanos, más concretamente, el de las torres gemelas. Todavía, - y creo que así permanecerá en nuestra memoria -, recordamos aquella mañana fatídica de ver cómo ardían estos edificios y que al paso de los minutos muchas personas que quedaron atrapadas en los diferentes pisos se lanzaban desde las alturas pensando a lo mejor que tenían más oportunidad de sobrevivir que quedarse en el piso ardiente, para después ver cómo esas dos grandes edificaciones se derrumbaban completamente hasta el suelo.

  Menciono estas tragedias, - sin pretender jamás tocar heridas ni sentimientos que, a lo mejor, aún no han sanado ni cicatrizado -, porque a partir de esos acontecimientos, sobre todo el de las torres gemelas, la realidad de la aviación civil, en general, no ha sido la misma debido a las exigencias de las autoridades estadounidenses para viajar a su territorio. Como era de esperarse, al principio fue una tremenda molestia para las personas, en la que muchas no estaban de acuerdo con las “nuevas medidas” para viajar, y otras sí las apoyaban; también otras mostraban su indiferencia. En fin, diferentes reacciones ante una misma situación. Pero lo cierto es que, con el paso de los años, ya las personas, los viajeros nos hemos acostumbrado a todo esto y ya no le damos mente. Por ahí, de vez en cuando, nos sorprenden las autoridades estadounidenses de reforzar las medidas cuando se enteran de que hay alguna amenaza terrorista y activan los protocolos de seguridad y vigilancia. En suma, a partir de esa tragedia del 11S, las cosas empezaron a ser distintas en lo que a las normas de viajar se refiere.

  En la actualidad, la humanidad se encuentra transitando por una nueva amenaza o tragedia que la ha obligado a cambiar, si no todos, sí algunos hábitos y costumbres. Estamos caminando en medio de esta epidemia, - algunos prefieren llamarla pandemia, otros la llaman planemia (de plan), y otros cortinavirus -, del coronavirus y ya se escuchan voces de analistas, científicos y políticos, hablando de que, a partir de esta epidemia, la vida, las cosas, las costumbres, los hábitos no volverán a ser igual. Según estas personas estamos ya entrando a lo que se ha calificado como la “Nueva Normalidad o Control Social”.

  Pero ¿en qué consiste es “Nueva Normalidad o Control Social”? Según el secretario de salud de la ciudad de México, Hugo López: ésta consiste en la regulación de actividades sociales, laborales, económicas, educativas y culturales, ya que, mientras existan casos de covid19 en el país, hay riesgo de que se presente un nuevo brote de la enfermedad. Una forma en la que se puede dar un rebrote del virus es a través de la liberación de la actividad pública, lo que podría ocasionar que el número de contagios volviera a incrementar. Por otro lado, ya en la Argentina están hablando de que, por ejemplo, los restaurantes y bares tendrán mamparas entre mesa y mesa, asientos bien separados (no aplicable a las familias), el uso de mascarillas; algunas líneas aéreas proponen eliminar filas de asientos en los aviones para crear espacios entre los pasajeros; en el deporte de masas, como el béisbol, fútbol, basquetbol, etc., con menos público y asientos distanciados. Otros elementos de esta “Nueva Normalidad o Control Social” son la supresión de los saludos, abrazos, besos, restricción de público en instalaciones deportivas estatales, la actividad cultural reducida a la mitad o menos de la mitad, el trabajo desde la casa (teletrabajo), así como el estudio desde la casa, y otras medidas escolares que caen en la ridiculez. En España y Argentina, algunos ayuntamientos están reacondicionando los pasos de cebra haciéndolos más anchos para garantizar el distanciamiento entre los peatones, así como dar más tiempo a los semáforos para el cruce de las calles. Otras sugerencias que circulan en las redes muestran que es posible que las personas tengan que cubrir la cabeza entera con una especie de globo al salir de sus casas. En Alemania ya se está aplicando en algunos templos católicos el uso de mamparas cuando las personas vayan a comulgar y al lado otra persona aplicándoles una especie de aerosol o desinfectante, y otras medidas o sugerencias más.

  ¿Soportaremos en verdad esta “Nueva Normalidad o Control Social”? ¿Nos acostumbraremos a hacer largas filas, con la pérdida de tiempo que implica? ¿Nos acostumbraremos o nos resignaremos a no poder saludar, ni abrazar a nuestros seres queridos (papá, mamá, abuelos, sobrinos, esposa, esposa, hijos), ni a nuestros amigos, etc., porque pensamos que pueden contagiarnos o contagiarlos del virus? Nos están enseñando a tenerle miedo al prójimo y están empezando con los niños en las escuelas. Es decir, ¡la muerte llega a través de la proximidad con el prójimo!  ¿Y es que esta Nueva Normalidad o Control Social nos va a impedir expresar nuestro cariño, afectos, sentimientos a los demás? En Argentina, el ministerio de salud motivó a la población a que se abstuviera de tener intimidad, - relaciones sexuales -, para evitar algún contagio del virus y que más bien usaran la masturbación motivándose con el uso de la pornografía. Hay que preguntarse seriamente, ¿a dónde nos van a llevar o a dónde nos quieren llevar con esta Nueva Normalidad o Control Social?

  ¿Saben qué? La vida continua y como sigamos batiendo, pensando, maquinando todo el tiempo esta situación anormal del virus y un confinamiento, - calificado de irracional porque nos han aislado a todos: contagiados, enfermos y sanos -; acabaremos con una depresión aguda y colectiva, - que de hecho está sucediendo -, con la terrible consecuencia de caer hasta en el suicidio. ¿En verdad se quiere buscar una cura?   La cita del cardenal Robert Sarah, con la que hemos iniciado este escrito, lo dice bien claro: “Nos están pisoteando nuestras libertades y nuestra dignidad; nos están atropellando”. Siento que nos están anestesiando, nos tienen hipnotizados y sin capacidad para reaccionar de un modo racional; parecemos borregos, todo lo que nos dicen los medios nos lo estamos creyendo; no cuestionamos y aceptamos todo tan mansamente; pocos son capaces de escuchar otras voces científicas calificadas de epidemiólogos y virólogos que nos están advirtiendo y orientando de lo que hay detrás de esta epidemia y no quieren escuchar ni entender, porque el miedo, el pánico y el terror los tiene congelados. En todo esto hay un beneficio que un grupo pequeño pero muy poderoso, quiere obtener a consecuencia de desentenderse y de fastidiar al mismo hombre. Y es que el rechazo a la vida, la muerte de los niños no nacidos, de los discapacitados y de los ancianos, la destrucción de la familia natural y de los valores morales y espirituales es el primer acto suicida de toda una población. Esta “Nueva Normalidad o Control Social” no es más que la continuación de la decadencia de la civilización. ¡La humanidad se derrumba, se sigue deshumanizando! Desgraciadamente, el hombre ya no quiere reconocer sus errores. Está satisfecho de lo que hace sin Dios. Está satisfecho de su decadencia, del caos. En un sistema relativista, todo es manipulable, incluida la vida humana. Y estas tragedias y manipulaciones continuarán. Preparémonos lo mejor que podamos para los golpes que vienen para que nos duelan lo menos posible, porque el plan genocida, dictatorial y deshumanizante sigue su curso, porque a los “dueños del mundo”, les urge tener el control absoluto sobre el resto de la humanidad.

¡Bienvenidos a la Nueva Normalidad o Control Social!

viernes, 1 de mayo de 2020

El Peregrino de Puerto Plata: Una reflexión desde la fe


El pensamiento de Dios ronda la mente del hombre desde tiempo inmemorial.  Esto aparece en todos los lugares y en todos los tiempos, hasta en las civilizaciones más arcaicas y aisladas de las que se ha tenido conocimiento. El hombre, aunque muchos no quieran reconocerlo, siempre ha tenido una sed de infinito. No hay ningún pueblo ni período de la humanidad sin religión. Es algo que ha acompañado al hombre desde siempre, como la sombra sigue al cuerpo. El hombre busca respuesta a los grandes enigmas de la condición humana, que ayer como hoy se presentan ineludiblemente en lo más profundo de su corazón: el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el mal, el origen y el fin del dolor, el sentido del sufrimiento, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, etc. Decía Aristóteles que, si la religión es una constante en la historia de los pueblos, ha de ser porque pertenece a la misma esencia del hombre.

  El papa san Pablo VI dijo: “La religiosidad popular puede producir mucho bien”; y  san Juan Pablo II, en su mensaje dirigido a la plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, del 21 de septiembre del 2001, dijo: “El pueblo de Dios necesita ver, en los sacerdotes y en los diáconos, un comportamiento lleno de reverencia y de dignidad, que sea capaz de ayudarles a penetrar las cosas invisibles, incluso sin tantas palabras y explicaciones” (n.3); y también: “La religiosidad popular, que se expresa de formas diversas y diferenciadas, tiene como fuente, cuando es genuina, la fe y debe ser, por lo tanto, apreciada y favorecida. En sus manifestaciones más auténticas… favorece la fe del pueblo, que la considera como propia y natural expresión religiosa, predispone a la celebración de los sagrados misterios” (n 4).

  Con lo anterior dicho, lo que queremos decir es que, lo sucedido en Puerto Plata el pasado domingo 26 de abril con la presencia del “peregrino” y la multitud de gente que se aglomeró en torno a él, siguiéndolo en una muestra, - si se quiere -, de apoyo y manifestación religiosa, no la podemos ver únicamente desde el aspecto meramente político-social-de salud, sino que es conveniente verlo desde el punto de vista religioso. Ese acto fue una manifestación de lo que es o se ha llamado religiosidad popular.

  Tengamos en claro lo siguiente. Al usar esta expresión, estamos uniendo dos términos: “religiosidad” y “popular”. La religiosidad equivale a la práctica y esmero en cumplir las obligaciones religiosas. Y la religión, como virtud, mueve a dar a Dios el culto debido. Lo “popular” es lo relativo al pueblo, lo que viene de la gente común. No se trata de “esto o lo otro”, sino de “esto y lo otro”. En la historia de la espiritualidad cristiana se constata que grandes movimientos de renovación han ido unidos a la promoción de la piedad del pueblo. Según el Cardenal argentino Eduardo Francisco Pironio, hay una relación estrecha entre religiosidad popular e inculturación. La religiosidad popular es la manera en que el cristianismo se encarna en las diversas culturas y estados étnicos, y es vivido y se manifiesta en el pueblo. Ahora, la gran tentación de la religiosidad popular es la superstición, aunque no necesariamente ha de caer en ella. El pueblo necesita expresar su fe, de forma intuitiva y simbólica, imaginativa y mística, festiva y comunitaria. Sin olvidar la necesidad de la penitencia y la conversión.

  Mucha gente en sus comentarios de lo sucedido con este peregrino en Puerto Plata tildó el hecho como una muestra de la ignorancia del pueblo, de la gente, de un país que le falta mucho por recorrer en el camino de la educación, y otros comentarios más. Se da a entender con esto como que, la persona que tiene alguna creencia en un ser divino, llámale como le llame (Dios, Jesucristo, Jehová, Yave, Buda, Nirvana…), es nada más que un ignorante; tener una fe en lo trascendente, para muchos es signo de ignorancia, atraso, brutalidad. Vivimos en una cultura que, a menudo, caricaturiza la fe como algo que no pasa de ser mera credulidad, intolerancia y superstición. La fe cristiana confía totalmente en la recta razón, mediante la cual se puede llegar al conocimiento de Dios. Para el creyente, la razón es inseparable de la fe y ha de ser respetada como un don divino que es. Se podrá aducir que lo sucedido en Puerto Plata fue un acto de imprudencia, debido a la situación de confinamiento que, por causa de la pandemia del corona virus estamos viviendo. Pero señalar o afirmar que fue un acto de ignorancia, eso habría que analizarlo más detenidamente. La religión no es ignorancia, creer en Dios no es ignorancia. No se trata de seguir comiéndose la famosa frase de Carl Marx de ver la religión como el opio del pueblo. Y es que en estos momentos que estamos viviendo, el ser humano necesita aferrarse a algo o a alguien más allá de lo que le rodea. Se dijo que muchas de las personas que se unieron al peregrino lo hicieron buscando sanación y protección del virus; se dijo también que algunos que estaban contaminados por el virus se unieron a la manifestación con esa intención y por eso se produjeron algunos contagios. Se acusó a las autoridades civiles y religiosas (sobre todo a la Iglesia Católica), de la provincia de no haber actuado correctamente y más bien apoyaron la manifestación. Quiero pensar que el peregrino nunca le dijo a la gente ni la incitó a que le siguiera; él simplemente estaba caminando con sus personales intenciones y la gente quisa vio en él una “esperanza”.

 El sufrimiento que Dios permite que nos llegue, puede a veces ser una excelente advertencia a cerca de una insuficiencia de la vida en la tierra. Como un aviso que nos recuerda que no confiemos en las fuentes pasajeras de la felicidad. No podemos pretender que los problemas tengan que desaparecer por sí solos por el mero hecho de creer en Dios. Es verdad que la fe ayuda a afrontar esas situaciones y a estar alegres, pero no las hace desaparecer. Solamente el hombre cuando sufre, sabe que sufre, y se pregunta entonces por qué. Y sufre de una manera más profunda cuando no encuentra para ese dolor una respuesta satisfactoria. El mensaje de fe cristiano afirma que el sufrimiento es una realidad que está vinculada al mal, y que este no puede separarse de la libertad humana, y por ella, del pecado original. Pero también es cierto que el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la transformación de un alma.
  La religión necesita de la religiosidad popular. No se trata de eliminar la religiosidad popular, sino más bien de purificarla de lo pueda tener de mágico o superstición, con prudencia y paciencia, con una catequesis atenta y respetuosa. La religión se nutre de la religiosidad popular.