Hablemos ahora del ministro
del sacramento de la confesión. Hablemos del sacerdote.
“En todas las religiones hay
sacerdotes y sacerdotisas, ellos son intermediarios entre Dios y los hombres,
unen a los hombres con Dios. Los romanos los llamaban pontifex (constructores
de puentes). El sacerdote tiene la misión de construir puentes sobre los cuales
los hombres van a Dios y Dios a los hombres” (Anselm Grünn).
Como vemos, el sacerdote no es
un ser fuera de este planeta que hace su acto de presencia de manera
estrepitosa, o que viene de vez en cuando a la tierra a presentar los
sacrificios a Dios y luego se retira hasta una próxima ocasión; no. La carta a
los Hebreos nos dice de una manera clara, sencilla y profunda a la vez quién es
el sacerdote: “todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y está constituido
a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados,
porque esta también él envuelto en flaquezas. Y a causa de la misma debe ofrecer
por sus propios pecados lo mismo que por los del pueblo. Y nadie se arroga tal
dignidad, si no es llamado por Dios” (Hb 5,1-4).
He aquí lo esencial al
ministerio sacerdotal y al mismo ministro. Lo primero es que este ministerio se
da por un llamado especial al hombre,-cabe recordar que solo los varones
bautizados, en nuestra Iglesia católica latina pueden ser sacerdotes-, departe
del mismo Dios. La consagración sacerdotal no exime al sacerdote de su
condición humana y lo que ella comporta. El sacerdote, por la consagración
sacerdotal, no pierde su condición de ser humano y por eso es que también él
debe de ofrecer o presentar sus sacrificios a Dios por el perdón de sus propios
pecados o faltas. Hay muchos, sobre todo no católicos, que dicen que el
sacerdote no es necesario para estas cosas; dicen también que el creyente o
cristiano puede confesar sus pecados directamente a Dios. Es cierto; pero lo más
conveniente es hacerlo tal como el mismo Señor lo estableció, a través de la
persona del sacerdote. En ninguna parte del evangelio Jesús dijo que cuando necesitáramos
confesarnos que lo llamáramos y él vendría; delegó más bien ese poder en sus
discípulos y les dio autoridad para atar y desatar. Aquí volvemos a hacer
referencia al evangelio de san Juan capítulo 20,21ss; y también la carta del apóstol
Santiago, cuando habla de llamar a los presbíteros para ungir a los enfermos de
la comunidad.
Hay que destacar aquí, o más
bien aclarar que, la soberanía de Dios no está en peligro cuando él comparte su
poder con otros. El poder sigue siendo suyo. Cristo es el Sacerdote detrás del
sacerdote. Cristo es el que actúa a través del sacerdote. De modo que nosotros
no vamos al sacerdote en lugar de ir a Cristo. No vamos al confesionario en
lugar de ir al Dios de la misericordia. Vamos al Dios de la misericordia y él
nos dice que vayamos al confesionario.
Esta práctica la Iglesia la
viene realizando siglos y siglos ininterrumpidamente, porque lo que hace es poner
en ejecución el mandato del Señor de perdonar los pecados en su nombre. San
Basilio decía: “la confesión de los pecados debe hacerse con los que han recibido el
encargo de administrar los sacramentos de Dios”. Y san Ambrosio
afirmaba: “Cristo otorgó ese poder a los apóstoles, y desde los apóstoles ha sido
transmitido solamente a los sacerdotes”. Y san Juan Crisóstomo
escribió: “los sacerdotes han recibido un poder
que Dios no ha concedido a los ángeles ni a los arcángeles…el de ser
capaces de perdonar nuestros pecados”.
Recapitulemos. Solo Dios tiene
el poder para perdonar los pecados. Pero El ha querido participar de este poder
y autoridad a ciertos hombres que Él llama de manera particular a que ejerzan
este poder en su nombre. El sacerdote, aunque actúa en nombre de Cristo,
también tiene que buscar el perdón de sus propios pecados a través de otro
sacerdote. Aquí no se vale el “autoservicio”. El sacerdote es ministro de
Cristo que actúa en nombre de Cristo. Cuando el sacerdote absuelve los pecados
no está usurpando el poder de Dios, sino más bien lo administra en su nombre
porque así lo estableció el Señor. El sacramento de la confesión es un acto de
fe; una fe que tiene que ser fortalecida por nuestro amor a Dios y a su
evangelio, a su buena noticia de salvación. Aquí sería bueno que recordáramos
aquellas palabras del apóstol Pedro: “Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te
amo”.
Bendiciones.