“Jesús
se quedó admirado al oír esto, y dijo a los que le seguían: Les aseguro que no
he encontrado a nadie en Israel con tanta fe como este hombre” (Mt 8,10).
La fe es una de las tres virtudes teologales
que posee el ser humano. Se llaman virtudes teologales porque es el mismo Dios-Padre
quien las ha sembrado en nosotros como una pequeña semillita para que poco a
poco vayan germinando y puedan llegar a convertirse en un
árbol grande y frondoso. Es el primer paso que le corresponde a Dios. De hecho,
nadie puede decir que cree en Dios por su propia cuenta si Dios no lo impulsa
para ello; por eso la fe. Pero el segundo paso nos corresponde a cada uno de
nosotros que es hacer que esa semillita de la fe vaya germinando con nuestra práctica
de vida. La fe debe impregnar toda nuestra vida: familiar, estudio, trabajo,
amistades, etc. La fe no es nada más una simple palabra que suena bonita, sino
más bien que es un estilo de vida; una manera de cómo tenemos que vivir nuestra
vida; y esa manera es la manera cristiana. Por eso es que hemos dicho lo
anterior.
La fe debe informar las grandes y pequeñas decisiones.
No basta asentir a las grandes verdades del credo, tener una buena formación (que
es importante); es necesario, además, vivirla, practicarla, ejercerla, debe
generar una vida de fe que sea, a la vez, fruto y manifestación de lo que se
cree. No se trata de vivir la fe o practicarla únicamente cuando voy al templo
o al grupo de oración. La fe no es un traje que me pongo y me quito cuando voy
a la misa o al grupo de oración y ahí queda. A la misa, al grupo de oración o
el apostolado voy a nutrirme de la palabra de Dios y de la comunión sacramental
para renovar fuerzas y una vez que salgo de esas actividades, poner en práctica
lo aprendido y revelado por Dios. Es así como seremos luz en medio de la
oscuridad; es así como nuestra lámpara iluminará a todos los de la casa, a
todos los que nos rodean; es así como daremos buenos frutos y permanecerán. Así
entonces, será bueno e importante hablar de esta virtud sobrenatural en la
dirección espiritual de cómo está iluminando o trabajando la misma en nuestra
vida: cómo interviene en la aceptación de una enfermedad, de la muerte de un
ser querido, de una contradicción; cómo incide en el comportamiento con los
amigos, compañeros de trabajo, si ayuda a procurar el bien para ellos, sobre
todo el mayor bien, que es acercarlos a Dios…
Recordemos que el camino de la fe es un
camino de muchas tribulaciones: en la conversación el director espiritual nos hará
comprender que los obstáculos, vicisitudes, los acontecimientos menos
agradables… también son parte del plan providencial de Dios-Padre, que a veces
bendice con la cruz, como medio de purificación y crecimiento interior: “No es
digno de mí el que no toma su cruz y me sigue” (Mt 10,38). Todo esto nos ayuda
a ofrecer estas contradicciones, evitar las quejas, porque también son medios
de santificación. Una vida profunda de fe nos ayuda a enfrentar con mansedumbre
y humildad las tribulaciones por las cuales nos conduce a veces nuestro Padre
celestial. Esta fue una de las grandes enseñanzas de la vida de fe de la madre
Teresa de Calcuta.
Es importante también que al hablar con el
director espiritual sobre esta gran virtud, hablemos de todas aquellas cosas
que la ponen en entredicho; porque hay mucha confusión en mucha gente acerca de
la doctrina, que caracteriza nuestros ambientes. Siempre es bueno y aconsejable
saber qué libros, estudios, etc. nos podrían ayudar para contrarrestar tanta
propaganda contraria a la fe que encontramos muchas veces en la universidad, el
ambiente social, laboral, medios de comunicación, etc. Se trata de buscar los
remedios oportunos cuando sea necesario.
Por último, quiero también mencionar otra
gran virtud que no podemos obviar porque es importante en el caminar
espiritual. Es la virtud de la pureza. Esta virtud está muy relacionada con el
amor a Dios, y está destinada a crecer y
fortalecerse bajo la acción del Espíritu Santo. Para muchos hombres y mujeres
de la vida espiritual, esta virtud es la puerta de entrada a una vida interior
honda y a una vida apostólica. Esta virtud guarda el corazón y los sentidos;
mortificación y control de la imaginación; prudencia en las lecturas, en los
espectáculos; en el trato con las personas del sexo opuesto, etc. Esta virtud
ha sido minusvalorada y atacada por muchos. No se trata de ser o caer en el
puritanismo. La verdadera pureza nos libera de los escrúpulos y nos conduce a
la finura interior, con la confianza de poderla vivir siempre en las
circunstancias en las que se desenvuelve nuestra vida.