Es de nosotros conocida la canción que dice el amor de Dios es maravilloso/tan alto que
no puedo estar arriba de él/tan ancho que no puedo estar afuera de él/tan bajo
que no puedo estar debajo de él. Y es que el amor de Dios es precisamente
eso: es incomprensible, inabarcable. El amor de Dios nos desborda. Además, Dios
en su infinita providencia, no le interesa que nosotros lo comprendiéramos en
su amor, sino más bien, lo que nos pide y hasta exige, es que nos dejemos amar
por Él; por eso nos dice san Juan que Él nos amó primero, para que podamos
amarlo a Él, amarnos a nosotros mismos y amar a los demás.
Pero,
al evangelista hablar de ese amor de Dios, como no lo puede cuantificar, -como
sí lo hacemos con cualquier producto en su valor económico-, pues decimos que
lo que mejor se le ocurrió fue poder expresar en otras palabras la magnitud de
ese amor divino, y aún así, se quedaría corto. De hecho, la palabra “tanto”, no hace referencia a la
cantidad; es más bien una forma de expresar la inmensidad del amor de Dios,
porque letra seguida, nos dice: “…que le
entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.
Puede ser esta la máxima expresión de la manifestación de Dios para con nosotros:
entregarnos a su Hijo único. Ya la palabra “entrega” conlleva un significado
profundo. No dice el evangelista que fue un “envío”, como si fuera un simple
mensajero o un mensajero más. En el ritual del sacramento del matrimonio,
cuando los novios se están administrando el mismo, uno al otro se dicen: “…y me entrego a ti.” Esta palabra
conlleva la profunda donación de todo el ser del amado a la persona amada: pongo en tus manos todo lo que soy como
persona, todo lo que soy como hombre o como mujer, etc., porque te amo. Es
una entrega que nace de lo más profundo e íntimo de la persona. Dios, de esta
manera, nos entregó a su Hijo, pero a su “Único Hijo”, no dice el evangelista
“a uno de sus hijos”; es su Único Hijo, el amado, el predilecto, el Hijo de sus
complacencias, y al que hay que escuchar.
Pero es
que esta “entrega”, es también la entrega que asumió nuestra Madre Santísima
con su hijo: ella también nos entregó a su único hijo. Ambos, -Dios y María-,
nos lo dieron por completo, no fue por partes. Pero, ¿para qué nos lo
entregaron? Pues para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Y es que si
es cierto que Cristo vino a revelarnos el plan de salvación de Dios para
nosotros y quiere que todos los hombres nos salvemos y lleguemos al conocimiento
de la verdad, lo cierto es que no todos
han recibido o acogido este plan de salvación de Dios. Por eso, aunque la
salvación nos ha sido dada a todos por voluntad divina, no todos se salvarán;
sólo se salvará el que reciba este plan de Dios escuchando y poniendo en práctica
la Palabra de Dios, revelada en su Hijo Unigénito. De ahí entonces, que a la
pregunta de uno de sus discípulos: “¿serán
muchos o pocos los que se salven?” La respuesta fue de que no importa si
son muchos o pocos los que se salven, sino que se salvará el que quiera
salvarse; puesto que la salvación departe de Dios ya está dada como un don o
regalo, y lo que se necesita por parte de cada uno de nosotros es aceptarla o
rechazarla; porque, “no todo el que me diga Señor, Señor, se va a salvar”.
Por eso
también, en principio, Cristo no vino al mundo a morir por nosotros, no. Cristo
vino a revelarnos el plan de salvación de Dios para nosotros. Ahora, Cristo
Jesús, fue tomando conciencia de la
consecuencia que el revelar y comunicar este plan de Dios le iba a traer:
incomprensión, persecución, condenación a muerte, y muerte en la cruz. Es
decir, nosotros por nuestro egoísmo matamos al Hijo de Dios. Así supo y quiso
integrar esta realidad a su vida, a su misión; y por eso, si antes de Cristo,
la muerte en cruz era tenida como la más indigna forma de morir y como maldición,
a partir de Cristo, la cruz se convierte en signo de redención: Cristo, con su
muerte en la cruz nos redime, es decir, nos libera de la esclavitud del pecado,
nos sana de la enfermedad, del dolor y el sufrimiento que produce en nosotros
el pecado y nos salva de la condenación que causa en nosotros el pecado. Por
eso, la muerte de Cristo en la cruz, es muerte redentora.
Cristo
no vino a condenar al mundo, sino a que el mundo se salve por Él. Pero, ¿de qué
mundo se trata? No es del mundo de la creación, que es obra de Dios; es más
bien, del mundo como aliado del pecado; de ese mundo que, con sus criterios,
sus instituciones de pecado (injusticia, opresión, esclavitud, guerras,
envidias, odios, venganzas, etc.), se opone al plan de salvación de Dios.
No nos
rompamos la cabeza en tratar de comprender a Dios y su amor para con nosotros;
más bien esforcémonos por creer en Él, tal y como su Hijo nos dijo: “crean en Dios y cran también en mi”; esforcémonos
también por dejarnos amar por Él, por su infinito amor y poder así experimentar
también su misericordia. Viviendo esto, todos los demás sabrán que somos
discípulos suyos.
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