Por Pbro. Robert A. Brisman P.
“Y vino hacia él un leproso
que, suplicándole de rodillas, le decía: Si quieres, puedes limpiarme. Y
compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero, queda limpio. La
lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. El lo despidió, encargándole
severamente: No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote
y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les sirva de
testimonio” (Mc 1, 40-44).
Ya sabemos por la tradición bíblica y
religiosa del pueblo de Israel que, toda enfermedad, en ella incluida la lepra,
era considerada consecuencia del pecado del hombre. Y siendo la lepra una
enfermedad de la peor e incurable de su tiempo, tiene como causa un pecado
grande y grave. Aquí estamos ante una situación de enfermedad, no sólo física y
de tinte social-cultural, sino también de tipo de contaminación e impureza
ritual y espiritual, que provocaba la expulsión del leproso de la ciudad.
Excluido, marginado, despreciado, perseguido, condenado a la soledad y al
abandono. Quien se acerque y toque al leproso quedaba también, automáticamente,
impuro, contaminado y excluido del resto de los “sanos”. Pues en este contexto
es donde el evangelista nos presenta la intervención o acción de Jesús. Pero
hagamos un acercamiento más detallado a los personajes principales que
intervienen en estos versículos que nos presenta el evangelista san Marcos en
este milagro de sanación realizado por Jesús.
Primero tenemos al leproso. Vemos que se
acerca a Jesús con una actitud de confianza, humilde y sencilla. Se nota en su
gesto y palabras: “se arrodilla y le dice si quieres…”. ¡No es cualquier
enfermo, sino un leproso! De seguro que este leproso había escuchado hablar de Jesús
y de las obras y milagros que realizaba y por eso no dudó en buscarle y
acercarse. Le pidió a Jesús purificación, limpieza; no sanación ni curación.
Por estar impuro no podía entrar ni siquiera al templo para orarle a Dios. Recordemos
que, en esos tiempos, con respecto a la lepra, no se tenía el conocimiento ni
avance médico de ahora. Por esto, cuando la gente veía a otro con esta
enfermedad, pues la reacción era de rechazo y exclusión. La persona que tenía
la autoridad para declarar a otro impuro por esta enfermedad era el sacerdote
Lev 13,1-2.45-46; lo mismo era para declararla limpia o purificada. Por esto es
por lo que Jesús envió al leproso purificado al sacerdote y presentar la
ofrenda correspondiente.
El segundo personaje es Jesús. Asume una
actitud sorprendente. No lo rechaza, no le señala, no lo cuestiona, no lo
sataniza, no le grita, no le delata ni le reclama; tiene un pequeño diálogo con
el leproso, se compadece, se conmueve; más bien le ofrece sanación,
purificación, perdón del pecado, que pueda recuperar su dignidad, que se
incorpore a la convivencia social. Pero lo que más sorprende en Jesús es su
gesto de tocar al leproso cuando se sabía que por un tema ritual religioso,
quedaba también impuro y excluido. Vemos aquí una vez más el señorío de Jesús
ante la enfermedad y la letra de la ley. Jesús lo purifica; no le dijo “queda
sano”. Fijémonos entonces que Jesús comienza su ministerio de anunciar el Reino
de Dios, asistiendo a los marginados: pobres, enfermos, viudas, niños, publicanos,
etc.
El leproso es símbolo de los excluidos,
marginados, despreciados y perseguidos del mundo. Hoy tenemos a nuestro
alrededor y caminando con nosotros a muchos leprosos modernos: el drogadicto,
el alcohólico, el pobre, el de otra raza, religión y cultura; el anciano que no
sirve para nada, el niño indefenso en el vientre materno. Pero hay uno muy
actual y que tiene que ver con esta situación que estamos viviendo la humanidad
desde el año pasado: los enfermos por el virus del covid.
Este virus del covid y los enfermos por este
virus, son la nueva lepra y los nuevos leprosos de hoy. Hoy vemos y nos topamos
con aquellas mismas actitudes de la gente ante este virus y aquellos que se
contagian. Hoy se nos ha prohibido que toquemos, no sólo al que se contagia,
sino a todos: enfermos y sanos. Se nos ha prohibido saludarnos con un apretón
de manos o un abrazo o un beso; pero sí lo podemos hacer chocando los puños o
los codos, ¿qué diferencia hay? Se nos ha mandado que nos mantengamos
distanciados y nos saludemos de lejos; como gesto de saludo se nos ha dicho que
hagamos una reverencia como si fuéramos japoneses; se nos ha dicho que visitar
a nuestros familiares sería riesgoso porque nos han hecho creer que podemos
contagiarlos y hay que protegerlos. Es decir, nos han metido en la cabeza que
todos somos potenciales asesinos de los demás, y los demás los son para mí;
andamos en las calles vigilantes o como policías para señalar, gritar, cuestionar
y exigir a los demás que no se me acerquen o por qué no usan la mascarilla,
cuando ya los mismos especialistas en la materia han dicho claramente cuáles
son las consecuencias de usar las mascarillas indiscriminadamente o en qué
circunstancias es correcto usarlas. Vemos que los motoristas confían más en
usar la mascarilla que el casco protector, y las autoridades le imponen una
multa por no llevar la mascarilla, pero no por no usar el casco protector. ¡Que
contradicción! Muchas personas, sobre todo ancianos y niños, están siendo víctimas
de la ansiedad, la depresión y el abandono. Hijos que no visitan o ven de lejos
a sus padres; le dejan la comida en la puerta y desde los escalones o ascensor
le gritan para que salgan a buscarla. Lo peor de todo esto es que nos la hemos
creído. Somos una sociedad que no cuestiona, no pregunta, no investiga; pero
obedecemos como fieles corderitos. Todo lo que escuchamos en los medios de
comunicación y las redes, la información sólo oficial de las autoridades, la
asumimos como palabra de Dios. Hay muchas cosas con esta pandemia que no están
claras. Hay mucho engaño y manipulación.
Al mismo tiempo, vemos la campaña montada por
las autoridades con el tema de las vacunas de querer hacer que toda la
población la acepte sin más porque es una especie de “panacea” para evitar
posibles contagios, cuando los mismos expertos ya han dicho que esto no es así.
Se han contratado a personas de mucha influencia en la sociedad, como médicos,
comunicadores, deportistas y otros para insistir en que es bueno y correcto
vacunarse. Pero ¿por qué la insistencia de querer que todos se vacunen? La
vacunación ni siquiera por ley es obligatoria; más bien se apela al sentido
común y, desde el plano religioso, a la caridad. Pero, aun así, no hay por qué
insistir al grado de que parece más bien que es obligatoria. Las decisiones
personales no pueden politizarse; hay que dejar que cada uno, en su libertad y
voluntad, decida lo que crea que es lo que más le conviene. Parece más bien que
quieren convencer a través de seguir fomentando el miedo, el pánico y el terror.
Con las vacunas no volveremos a la “normalidad”. Las vacunas están dando muchos
problemas; hay países, sobre todo en Europa que han suspendido su inoculación
porque han detectado serios problemas y efectos secundarios irreversibles. Algunas
preguntas que debemos formularles son: ¿por qué a estas alturas de la pandemia,
el gremio médico no ha realizado ningún tipo de debate científico y público
sobre todo esto que tiene que ver con el virus del covid? ¿Por qué solo se han
dedicado a opinar de manera individual y personal? ¿A qué o a quién le temen?
En
fin, esto no se sabe cuándo terminará. En la pasada cumbre del Foro Económico Mundial,
los líderes ya se pronunciaron de manera clara y sin miedo sobre sus
intenciones de seguir utilizando ésta mal llamada pandemia como la excusa
perfecta para seguir imponiendo al resto de la humanidad sus planes
globalistas, cuando la primera ministro de Alemania, la señora Merkel dijo que
hasta que la población mundial no esté completamente vacunada, no se podrá
volver a la normalidad; el ministro de salud alemán se pronunció en el sentido
de que con las vacunas la intención es lograr modificar el ARN humano.
El Señor siempre desea sanarnos, limpiarnos y
purificarnos de nuestras flaquezas y pecados. El Señor, que curó a este leproso
le encontramos todos los días en el sagrario, en la intimidad del alma en
gracia y en el sacramento de la confesión. El Señor nos trata con suprema delicadeza
y amor cuando más necesitados nos encontramos a causa de las faltas y pecados. Así,
como hijos, acudamos a nuestra Madre del cielo que con gozo nos comunica los
grandes bienes que su Hijo nos ha dejado.