“En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: estén sobre aviso, velen y oren,
porque no saben cuándo será el tiempo… Velen pues porque no saben cuándo vendrá
el dueño de la casa: si a la tarde, o a medianoche, o al canto del gallo, o a
la mañana. No sea que cuando viniere de repente, los halle durmiendo. Y lo que
a ustedes les digo, se lo digo a todos: estén en vela” (Mc 13,33-37).
No
podemos negar que el tiempo de adviento nos recuerda también el tiempo de la
cuaresma; por lo menos en sus partes esenciales. El adviento es un tiempo de
espera gozosa, pero que tenemos que prepararnos en el camino para ello. Por eso
se nos invita también a que profundicemos y fortalezcamos la oración, la
mortificación y el examen de conciencia. Para poder mantener estos pilares
esenciales de este tiempo litúrgico que iniciamos, es necesario luchar contra
todo aquello que, sobre todo en estos días festivos, nos lleva a mantener
nuestra mirada en las cosas terrenas. El adviento no es un tiempo de
preparación para una fiesta cualquiera o para pensar en qué es lo que me voy a
comprar. Es el tiempo de preparación para disponer nuestro corazón, como un
pesebre, al nacimiento del Hijo de Dios. Pero también es preparar el pesebre a
ese nacimiento en nuestro hogar.
Este
tiempo de adviento debemos de cuidarnos, para no caer en lo que se ha hecho
característica para muchos estos días en cuanto a la glotonería y embriaguez,
para que no nos lleve a perder de vista todo lo sobrenatural que deben tener
nuestros actos. Debemos ser como esos soldados que estamos en guardia, siempre
vigilantes, con las armas listas para no dejarnos sorprender: “Este
adversario, enemigo nuestro, por donde quiera que pueda procura dañar; y él no
anda descuidado, no lo andemos nosotros” (Santa Teresa).
La
oración personal y comunitaria es uno de los medios por el cual nos podremos
mantener en alerta y evitamos la tibieza. Recordemos las palabras del
Apocalipsis 3,16, que nos advierten contra la tibieza espiritual: “Así,
porque eres tibio, y no caliente ni frío, voy a vomitarte de mi boca”. La
tibieza espiritual mata en nosotros los deseos de santidad: “Sean santos como
su Padre celestial es santo”, nos dijo Jesucristo; y también recordemos que
nosotros somos el pueblo santo de Dios. Por la tibieza, la vida interior, va
sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las
prácticas de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Es el amor
en decaimiento.
A la
oración de fe, debe también acompañarle la mortificación, que no necesariamente
tienen que ser grandes, pero sí que nos mantengan despiertos y listos para las
cosas de Dios. Necesario será también el que nos dejemos iluminar en nuestro
interior, en nuestra conciencia, con la luz de Cristo para que nos haga ver y
aceptar con humildad, las actitudes en las que nos hemos separado de su
doctrina, - a lo mejor en muchas de ellas sin darnos cuenta -, apartados de su
camino.
San Bernardo,
en su sermón sobre Los Seis Aspectos del Adviento, nos exhorta: “Hermanos, a
ustedes, como a los niños, Dios revela lo que ha ocultado a los sabios y
entendidos: los auténticos caminos de la salvación. Mediten en ellos con suma
atención. Profundicen en el sentido de este adviento. Y, sobre todo, fíjense
quién es el que viene, de dónde viene y a dónde viene; para qué, cuándo y por dónde
viene. Tal curiosidad es buena. La Iglesia universal no celebraría con tanta
devoción este adviento si no contuviera algún gran misterio.” Salgamos con
corazón limpio a recibir al Rey Supremo, porque está para venir y no tardará.
Los dos pilares fundamentales del adviento son la Navidad y la Epifanía. Dios
prefiere vivir con nosotros a pesar de nuestra ira, nuestra violencia y nuestra
falta de amor mutuo. Encontramos a Dios aquí en la tierra.
La
Virgen María es la mujer del adviento. Es la persona que mejor se hace eco y
revela la profundidad de lo que se ha llamado “Los dos advientos”: El primer
adviento es la Encarnación, la Navidad y la Epifanía; el segundo adviento es la
Venida de Cristo en la gloria para llevar a cumplimiento el reino que vino a la
tierra en la persona de Jesús. Y este es el tiempo que la Iglesia anhela y
espera el retorno del Señor Jesús, el rey de la gloria.
Concluimos
estas palabras uniéndonos a la oración de Nuestra señora del adviento, del P.
McNichols: “Señora y Madre del que era y es y ha de venir, amanecer de la
nueva Jerusalén, te suplicamos de todo corazón: concédenos por tu oración vivir
de tal manera en el amor que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, pueda permanecer en
la oscuridad de este mundo como icono ardiente de la nueva Jerusalén. Te
pedimos que nos concedas esta gracia por medio de Jesucristo, tu Hijo y Señor.
Amen”.