Hemos iniciado este nuevo año. Como siempre,
nuestra Iglesia católica nos invita a reflexionar en la figura de la Virgen María,
Madre de Dios; y también, Madre nuestra y Madre de la Iglesia.
En estos días del tiempo de Navidad que han
transcurrido, hemos venido reflexionando de manera particular en varios
aspectos que caracterizan a la Madre del Hijo de Dios: su virginidad pura y
santa, su vocación, su generosidad y espíritu de servicio, el Magníficat, que
es su oración de alabanza y glorificación a Dios, donde plasma su humildad; su
misión materna en el conjunto de la familia, etc. Pues en esta ocasión quiero reflexionar,
y compartir con ustedes, otro aspecto de la Virgen Madre donde se nos presenta
también como la “Mujer de la paz”, como diría el papa san Juan Pablo II: “Si
Jesús es la paz, María es la Madre de la paz, Madre del Príncipe de la paz”.
El evangelista san Lucas nos señala que “María
guardaba todas estas cosas ponderándolas, - es decir reflexionándolas y
examinándolas -, en su corazón” ¿Qué significa esta afirmación? Si estamos
celebrando el que el Hijo de Dios ha nacido en el pesebre de nuestro corazón,
es porque es el lugar privilegiado donde él quiere habitar de manera
permanente; es en nuestro corazón donde quiere hacer y establecer su morada en
nosotros. Ya nos dirá en su predicación que: “Cuando queramos hablar con
Dios, nuestro Padre, entremos a nuestra habitación, cerremos la puerta, para
allí tener un diálogo con nuestro Padre y él, que ve en lo secreto, nos
recompensará”. Por lo tanto, el corazón humano es el lugar del encuentro
con Dios: un encuentro de fe, de amor y confianza, que se da en el diálogo
mutuo de saber que yo le hablo a Dios y él me escucha; pero también, donde él
me habla y yo le escucho: “El que me escucha a mí, escucha al que me ha
enviado”.
La presencia de Dios en nuestra vida, en
nuestro corazón, nos trae los dones, las gracias y bendiciones espirituales que
son la promesa del Dios Todopoderoso para todo aquel que cree en él, y deposita
su amor y confianza en él. Uno de esos dones es precisamente el don de la paz.
Ya habremos de escuchar de
boca del mismo Cristo, en el Sermón de la montaña que, todo el que luche por la
paz, será bienaventurado y será llamado hijo de Dios. También este será el
saludo característico del apóstol, del discípulo de Cristo: “Cuando entren
en una casa, digan primero: paz a esta casa, y si allí hay gente de paz,
descansará sobre ellos su paz, si no, volverá a ustedes”. Y es que la paz
es uno de los grandes anhelos del ser humano. Jesucristo vino al mundo también
como Rey de la paz. Jesucristo fue un revolucionario, pero no en el sentido
meramente humano del término; sino más bien, su mensaje ha sido toda una
revolución del corazón humano. Esta ha sido la revolución que vivió la Virgen
Madre desde el principio. Supo mantener la paz interior, del corazón, en medio
de las dificultades, los conflictos y las pruebas.
Vivimos en la actualidad una espiral de
violencia, generada por el mal que nos arropa. Violencia que no nos permite
vivir la paz que anhelamos y deseamos, porque a lo mejor no la hemos buscado por
el camino correcto. Esta violencia, lo cierto es que no ha aparecido de
repente, sino más bien, es consecuencia de nuestra libre decisión. La violencia
es incompatible con el seguimiento de aquel que murió en la cruz perdonando a
sus asesinos; así como también lo hizo el primer mártir cristiano, el diácono
san Esteban. Es una violencia agresiva y destructora, primeramente, contra los
bienes creados con su afán de dominio, de querer adueñarse de lo que no es
suyo, de querer transformar lo que no ha creado. Una violencia que conduce al
ser humano a no cuidar ni proteger la creación; destrozando de esta manera la
imagen y voluntad de Dios en su ser. Pero también, somete y domina al mismo ser
humano con injusticias, agresiones y marginaciones en las que se ven obligados
a vivir. Pues todo esto va en contra de la lucha de quienes quieren defender
sus derechos, tener una vida digna y vivir de manera libre de las injusticias.
Pero esta agresividad y destrucción la
ejercen muchos contra sí mismos, porque ven la vida como fruto o consecuencia
de la casualidad y no como un don, un regalo de Dios; y que, por lo tanto, su
responsabilidad es administrarla y cuidarla de acuerdo con la voluntad del Dios
vivo. Vemos cómo muchos, desgraciadamente, dañan su cuerpo y su alma,
hundiéndose en los placeres mundanos y desordenados, dando lugar a la concupiscencia
y a una vida sin sentido y de pérdida de la trascendencia. Caminamos en la
cultura de la muerte, la dictadura del relativismo y el desastre de lo que
podemos llamar la “demencia de la teoría de género”, impuesta por
políticos sin escrúpulos que disponen de grandes sumas de dinero público para
financiar los antojos y deseos de personas que tienen una percepción errónea
con su cuerpo. Para éstos, su dios es su estómago. Y es que el hombre, a pesar
de estar hecho a imagen y semejanza de Dios, lleva la huella del pecado
original y la suma de sus propios pecados personales.
En medio de este panorama, hoy también celebramos
la Jornada Mundial de la Paz. La Virgen María es la Reina de la paz. La paz que
es un don de Dios y, al mismo tiempo, es tarea y conquista nuestra. Una tarea
que tenemos que ir resolviendo en el día a día, y poder así, ir logrando nuestra
realización humana. Es la paz que no quiere decir ausencia de guerras, pleitos,
conflictos, dolor, sufrimiento, odios, rencores, etc. Es la paz que tenemos que
aprender a vivir y testimoniar en medio de la tormenta. Es la paz que nace en
nuestro interior, en nuestro corazón; es la paz que brota de un corazón puro,
noble, humilde y generoso. Un corazón como el de la Madre de Dios. A esto nos
invita el papa Francisco en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de
este año: “es tiempo de retornar a la humildad” ¡Y es que la paz
verdadera sólo puede ser un regalo de Dios! Y ésta no se puede establecer ni
consolidarse si no se respeta el orden establecido por Dios.
La paz es un camino, no una meta. Ya nos
decía Mahatma Gandhi “No hay camino para la paz; la paz es el camino”. Nosotros
solos, por nuestras propias fuerzas no podemos establecer la paz. Tenemos que
educarnos para la paz. Decía el psicólogo suizo Jean Piaget que “La
educación confiere autonomía intelectual y moral para distinguir el bien del
mal y poder llegar a ser una persona buena”. Y, para san Agustín “el
deseo de felicidad es la fuerza impulsora de toda acción humana, y nadie puede ser
feliz si no tiene paz”.
La paz depende de una voluntad buena, una
voluntad que esté impulsada por un amor ordenado. Y sí, recordemos que todo lo
que Dios creó, lo creó bueno, nos dice el libro del Génesis. Nosotros hemos
sido creados buenos por Dios, por el Dios de la bondad. Pero ¿qué ha pasado con
esa bondad con la que Dios nos ha creado? ¿Por qué no la manifestamos? ¿A qué
le tenemos miedo? ¿Por qué hemos dejado salir y manifestar el mal que hay en
nosotros, y que no viene de Dios, para hacernos daño y hacerle daño a los
demás? Seguimos fomentando la espiral de la violencia. Estamos perdiendo la
capacidad de manifestar la bondad de Dios. A muchos solo les interesa “ser
el mejor”, ser “el diferente al otro”. Esta educación en la paz no
termina, por lo menos en esta vida.
La paz, como don de Dios, nos exige
tolerancia, comprensión, diálogo sin imposición, dominio del temperamento, disposición
para perdonar y pedir perdón. Vuelve a decirnos el papa Francisco, en su
mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este nuevo año que, “Debemos
afrontar los retos de nuestro mundo con responsabilidad y compasión… promover
acciones de paz para poner fin a los conflictos y guerras que siguen generando víctimas
y pobreza”. Y el papa san Juan Pablo II nos recordaba que “la paz es
obra de la justicia, y por tanto requiere el respeto de los derechos y el
cumplimiento de los deberes propios de cada hombre y mujer”.
Debemos ser constructores de la paz. La paz
es también fruto de la fidelidad a Dios, que nos trae sus beneficios. Ya lo
hemos escuchado en las alabanzas de los ángeles: “Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”; y en la antífona
de entrada a la misa leemos que “El Señor llega con fuerza, para visitar a su
pueblo con la paz y darle la vida eterna”. La paz va unida a la alegría: “Les
daré un gozo y una alegría que nadie les podrá quitar… y para que su gozo sea
pleno”, nos dijo el Señor. Y es que la paz que brota del corazón del Hijo amado
es una paz que ignora el miedo y que nos hace ser absolutamente dichosos,
porque es una paz profunda y completa: “es la paz que se realiza en la verdad;
que se construye sobre la justicia; que está animada por el amor y que se hace
libertad” (sn Juan Pablo II).
La Virgen María no llega a nuestra vida como
una casualidad o, como algo accidental. Es más bien la obra maestra de Dios en
la vida del cristiano. Es la Hija de Dios Padre, Madre del Dios Redentor y
Esposa del Espíritu Santo. Pero también es Madre nuestra. Por esto es por lo
que debemos de dirigir siempre nuestro amor y alegría hacia ella con devoción y
humildad: “Porque con su testimonio de vida, ella nos anima a creer en el
cumplimiento de las promesas divinas. Nos invita al espíritu de humildad,
actitud interior propia de la criatura hacia su Creador; nos exhorta a poner
nuestra esperanza segura en Cristo, que realiza plenamente el designio
salvífico, incluso cuando los acontecimientos aparecen oscuros y son difíciles
de aceptar. Como estrella resplandeciente, ella guía nuestros pasos hacia el
encuentro con el Señor que viene” (sn Juan Pablo II).
Hemos dicho que María es también Madre de la
iglesia. Su maternidad espiritual la ejerce, como toda madre, buscando siempre
la unidad. Ella fue la que mantuvo a los discípulos, - después de morir su Hijo
-, unidos y en oración, a la espera de que llegara el Espíritu Santo para que
les llenara de sabiduría y fuego. La maternidad espiritual de María consiste en
poner paz entre los hermanos, destacar lo bueno que tenía cada uno. Es una Madre
que vela por sus hijos, que está pendiente de sus necesidades, que arriesga su
propia vida para ayudar a sus hijos. Mirando hacia ella, a su ejemplo y
testimonio, es lo que la Iglesia de su Hijo hoy más que nunca necesita: discípulos
que estemos dispuestos a defender la Iglesia de Cristo, - que es también nuestra
Iglesia -, de los enemigos que quieren destruirla, no sólo desde fuera sino,
sobre todo, los que están dentro de ella, y que son esos lobos disfrazados de
ovejas. Tenemos que implantar la paz dentro de la Iglesia de Cristo; tenemos
que fomentar el diálogo fundamentado en la verdad. Tenemos que ser parte de la
solución.
María no sólo es Madre y discípula de Dios.
Es también Maestra de humildad, de caridad, de sabiduría. Es la Madre que nos
sigue diciendo, en relación con su Hijo: “Hagan lo que él les diga”,
porque si cada uno busca la justicia, nacerá la paz para todos; porque lo que
importa no es recibir honores o dignidades, tener acceso o no a los puestos de
mando, sino amar. Y en el amor, ella es también Maestra, porque el amor es la
plenitud.
Creer en María como Madre de Dios y de la
Iglesia, nos debe de llevar a reflexionar en que debemos mantenernos en
contacto con el cielo, con lo divino; para no contagiarnos de lo mundano; para
poder seguir siendo luz en el mundo. Debemos de recuperar la voz profética de
la Iglesia de Cristo, sin miedos ni complejos. La Iglesia es la familia
espiritual de Cristo y ninguna otra realidad la sustituye. La Iglesia es la
depositaria y custodia del mensaje del evangelio de Jesús, su buena noticia de
salvación. Este es el mensaje que ella debe y tiene que seguir proclamando a
todos los hombres y mujeres, de todos los lugares y tiempos, hasta que el Señor
vuelva. Debemos recuperar nuestra fe en Cristo, en su evangelio y en su
Iglesia.
Dios quiere conquistar nuestros corazones,
por eso nos envió a su Hijo, el Príncipe de la Paz; para sentirnos amados y
poder amar y vivir en la alianza del amor. Cristo es nuestra paz y nuestra
alegría; el pecado, por el contrario, siembra soledad, inquietud, dolor y
tristeza en el alma. Los cristianos tenemos que estar siempre abiertos a la
paz, testimoniarla allí donde nos encontremos. Si somos hombres y mujeres que
tienen la verdadera paz en su corazón estaremos mejores capacitados para vivir
como hijos e hijas de Dios y viviremos mejor la fraternidad con los demás
Al comenzar este nuevo año, imitemos al
apóstol san Juan que, al pie de la cruz escuchó y cumplió con la voluntad de su
Señor y Maestro, de llevarse a su Madre
a su casa, para que nos enseñe a vivir santamente, ya que somos débiles
y caemos; y para que interceda ante su divino Hijo renovándonos interiormente y
crecer en el amor de Dios y en el servicio al prójimo.
Santa María, Madre de Dios,
Madre nuestra, Madre de la Iglesia y Reina de la Paz. Ruega por nosotros. Amen.