miércoles, 16 de octubre de 2013

¿Por qué confesarme? (5a. parte)


Ahora hablemos de la Gracia. Ya hemos dicho anteriormente, que los sacramentos instituidos por Cristo y encomendados a su Iglesia nos comunican la gracia de Dios. Pero, ¿Qué es la gracia? Igual que lo dicho anteriormente cuando definíamos los sacramentos y decíamos que hay varias definiciones, también hay que decirlo con respecto a la gracia. Son varias las definiciones que hay al respecto. Solo vamos a mencionar dos, sobre todo porque lo que queremos es que el lector tenga una idea clara y sencilla de la gracia sacramental.

Una primera definición de la gracia es: “la gracia es la vida de Dios, que El comparte con nosotros a través de esas acciones (sacramentos) que Cristo ha confiado a su Iglesia” (Scott Hahn). En el libro de Rollos y Meditaciones del Cursillo, del Movimiento de Cursillos de Cristiandad, se nos propone otra breve y sencilla definición de la gracia parecida a la anterior pero con un elemento más, dice: “la gracia es la vida de Dios, comunicada gratuitamente a la persona, aceptada libremente por ésta mediante la fe” (pag. 26).

De estas dos definiciones ya citadas, podemos reflexionar lo siguiente. La gracia es el mismo Dios dándose a nosotros de una manera gratuita. La gracia es puro don (regalo) de Dios para el hombre. La gracia es pura gratuidad, nosotros no hemos hecho absolutamente nada para merecerla; Dios mismo nos ha hecho merecedores de ella, ¿Por qué? Pues porque nos ama. Y nos ama con un amor de predilección. Ya nos dice el evangelista san Juan que “Dios es el que nos ha amado primero”; y Cristo mismo nos dice que “el que ama al Hijo ama también al Padre… y así vendrán ellos y harán su morada en nosotros”. Esta gracia se nos es dada en cada uno de los sacramentos. Todos los sacramentos nos comunican la misma vida de Dios, su Gracia.

La Gracia no se impone; se ofrece, se da, se dona…a alguien que puede ser agraciado. Esta donación o regalo no se impone, sino que se ofrece en diálogo, comunicación de Dios para con nosotros. Ya la misma palabra comunicación indica también “encuentro”; Dios viene y, -de hecho así lo ha querido desde el principio-, a encontrarse con el hombre; se acerca al hombre. Dios deja de ser ese Dios lejano y vienen a poner su morada entre nosotros. Pero también este ofrecimiento de Dios el hombre debe de aceptarlo con y en libertad, sin presión. Dios ha querido que el hombre lo acepte y ame libremente. Este don de la Gracia es algo que el hombre no puede percibir por los sentidos, tiene que experimentarla y vivirla mediante la fe, esa virtud teologal que Dios ha sembrado en el corazón de cada hombre y mujer para que crea en El.

Hablando del sacramento de la confesión, hay que decir que éste nos prepara para recibir la eucaristía más dignamente. San Pablo ya nos advierte al respecto: “quien se acerca a comer el cuerpo y sangre de Cristo indignamente, se está comiendo su propia condenación” (1Cor 11,27). Para que el sacramento de la confesión logre su efecto en el penitente, es necesario que este asuma unas actitudes previas, como lo es el arrepentimiento sincero de los pecados o faltas: que el penitente sienta dolor profundo de sus pecados, y la gracia completará lo que falta a ese dolor. A menos que el penitente este verdaderamente arrepentido, el sacramento no confiere en absoluto la absolución y los pecados no son perdonados. La Gracia no es magia; no actúa como si fuera un acto mágico. Para que la gracia actúe necesita la disposición, el esfuerzo de la persona; al respecto, san Agustín dijo: “la gracia supone la naturaleza”. Otra actitud es la de confesar los pecados: los pecados que se deben de confesar son aquellos cometidos después de la última confesión. La absolución sacramental es para absolver los pecados graves o mortales, es decir, aquellos que van en contra de cualquiera de los mandamientos de Dios. Hay una máxima en medicina que dice “la medicina no cura lo que ignora”. Si aplicáramos palabras parecidas al sacramento de la confesión se podría decir “pecado que no se confiesa, queda sin absolver”. Tenemos que confesar nuestros pecados, no los ajenos. Una tercera actitud es cumplir la penitencia impuesta, que es una forma de satisfacción por el mal causado.

El pecado o falta cometida contra Dios, es el pecado más grave que una persona puede cometer ya que por encima de Dios no hay nadie más grande que EL: su dignidad es infinita, y aunque nunca podremos compensar nuestras ofensas a EL, Cristo nos ayuda a compensar lo que nos hace falta por medio del sacramento de la confesión.

 

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