Hablemos ahora más
específicamente del pecado. La tradición de la Iglesia siempre ha distinguido
entre “pecado mortal y pecado venial”. Antes de distinguir uno del
otro, es bueno señalar que esta división ha sido un problema para muchos
católicos puesto que se confunden en distinguir uno y otro. Vamos a decirlo de
manera sencilla. “Los pecados veniales dañan nuestra vida sobrenatural, mientras que, los
pecados mortales acaban con nuestra vida sobrenatural. Los pecados veniales
indican una enfermedad espiritual, mientras que, los pecados mortales indican
la muerte sobrenatural”.
El pecado mortal es terrible.
Aquí volvemos a recordar las palabras de Jesús en Mt 10,28: “no
teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien a
los que matando el cuerpo también matan el alma arrojándolos al infierno”. El infierno no es un lugar físico, como
algunas personas piensan o creen. Es más bien lo que se llama “un
estado del alma”, que se experimenta en la medida en que la persona
vive su vida cada vez más alejada de Dios e inmerso cada vez más en la vida de
pecado. Tanto el infierno como el cielo, o mejor dicho, la iniquidad y la
beatitud se comienzan a vivir aquí en la Tierra, pues “existen hombres que viven en un
verdadero odio y rabia continua, así como otros que viven inmersos en un
verdadero abismo de amor” (José Ant. Fortea).
Para que haya pecado mortal,
hacen falta tres condiciones: materia grave (especificada por los mandamientos
de Dios), conocimiento pleno y consentimiento deliberado. La absolución
sacramental es para los pecados mortales o graves. Alguien me preguntará
entonces, ¿y qué pasa con los pecados veniales? ¿No se perdonan en la
confesión? O ¿no es necesario confesarlos? ¿Qué pasa con ellos? Aquí quiero
parafrasear un dicho popular que dice “grano
a grano se llena la gallina el buche”. Si aplicáramos este dicho a los
pecados veniales podríamos decir que la práctica de pecados leves puede llevar
a caer en un pecado mortal o grave. Entonces, hay que curarnos en salud; aunque
no se haya cometido un pecado mortal, es bueno prevenirnos acercándonos a la
confesión para que sean perdonados. Claro que tampoco hay que caer en los
extremos, porque si no, no vamos a salir del confesionario ya que es más fácil
o común cometer pecados veniales que mortales. Por eso es importante el examen
de conciencia.
Quiero aprovechar este momento
para aclarar una situación que muchos católicos asumen o piensan. La Gracia de
Dios no tiene fecha de vencimiento. O sea, hay muchos católicos que se acercan
al sacerdote pidiendo que se le renueve la Gracia como si ella tuviera fecha de
vencimiento o de caducidad. Nada más falso. La Gracia de Dios lo único que la
rompe, que la anula o la destruye es el pecado mortal. Es decir, que si un
católico no ha cometido ningún pecado mortal después de su última confesión, no
tiene que pedir renovación de la Gracia. Para que la confesión sea válida,
tenemos que confesar todos los pecados mortales de los cuales tengamos
conciencia después de nuestra última confesión.
Es muy común escuchar a gente
decir “Dios no me perdonará esta falta o pecado”. Falso. El que así piensa en
realidad no conoce la misericordia de Dios. No hay pecado que Dios no perdone
si nuestro arrepentimiento es sincero. A esto, el Catecismo nos dice: “no
hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a
acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón
de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante
endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna”
(Cat. no. 1864).
El pecado venial debilita
nuestra voluntad. Nos hiere en el alma, aunque no nos mata. El Papa Juan Pablo
II decía: “el pecado venial no priva al pecador de la gracia santificante, de la
amistad con Dios, la caridad y en consecuencia la felicidad eterna” (Reconciliación
y Penitencia no. 17.9). Ningún pecado, por pequeño que sea, es compatible con
la vida de Cristo, que siempre está libre de pecado.
Los pecados engendran otros pecados, no solo en el
pecador sino también en los demás. Esta es la dimensión social del pecado. Hay
una responsabilidad nuestra cuando participamos o colaboramos en los pecados de
los demás: ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos, aprobándolos, no
impidiéndolos, no denunciándolos o protegiéndolos (Cat. no. 1868). Bendiciones.