“Obedezcan a sus guías y
sométanse a ellos, pues velan sobre sus almas como quienes han de dar cuenta de
ellas, para que lo hagan con alegría y no lamentándose, cosa que no les traería
ventaja alguna” (Heb 13,17).
Hay una pregunta que muchos católicos se
hacen con respecto a la confesión, y es ¿Cuántas veces tengo que confesarme? ¿Una
vez al año? ¿Una vez al mes? ¿Cada quince días? Etc. La mejor respuesta que
podemos dar a esta pregunta es: “es bueno y saludable confesarnos cada vez
que la necesitemos”. No hay que ponerle límites a la gracia de Dios.
Pongo un ejemplo de nuestra vida cotidiana: nuestro cuerpo tiene que
alimentarse diario porque lo necesita, y este “alimentarse” es incluso varias
veces al día. Si nuestro cuerpo se alimenta diario porque lo necesita, entonces
nuestro espíritu también tiene sus necesidades y por lo tanto también debe de
ser alimentado frecuentemente. En otras palabras, debemos de acercarnos al
sacramento de la confesión cada vez que la necesitemos; porque siempre estamos
cometiendo faltas, -leves o graves-, pero faltas al fin y al cabo. Es cierto
que la Iglesia manda que por lo menos nos confesemos una vez al año, pero eso
no quiere decir que tenga que ser obligatoriamente así. Es más bien lo mínimo
que podemos hacer, pero debemos de dar el máximo en el crecimiento de nuestra
vida espiritual.
Si esto es así, entonces es bueno y
aconsejable que nosotros tengamos un confesor, ¿Por qué? Pues porque tener un
confesor nos posibilita a nosotros el tener o contar con una persona que nos
conozca y esté más consciente a veces que nosotros mismos de nuestro fallos y
errores. Si lo fuéramos a parafrasear con un dicho popular, sería este: “él sabrá
de la pata que cojeamos”. Pero es que también esto nos da a nosotros el poder
crear una verdadera relación de amistad y de sinceridad para un mejor
acompañamiento y crecimiento espiritual. Tener un confesor nos ayudaría a
fijarnos metas para vencer el pecado y crecer en la virtud. El confesor sería
como nuestro médico de cabecera, que está presto siempre a visitarnos y darnos
la medicina que nuestra enfermedad necesita o requiere porque nos conoce.
Algo que hay que tener en cuenta es que
encontrar al confesor adecuado requiere de tiempo. El confesor no debe ser aquel
sacerdote que te hace sentir solo bien, sino el que te ayuda con sinceridad a
que tu vida espiritual sea lo que debe
de ser. El confesor no debe ser aquel que te diga que tus pecados no son
pecados. Un confesor no hay que confundirlo con un director espiritual, aunque
también puede hacer las veces de director espiritual. Hay personas que tienen
un confesor distinto al director espiritual; hay otros que tienen de confesor y
director espiritual al mismo sacerdote. Todo dependerá de la elección de la persona.
Tanto una como otra opción puede ser valedera.
Vayamos concluyendo con este tema de la
confesión. Martín Lutero dijo: “indudablemente, la confesión de los pecados
es necesaria y acorde con los mandatos divinos…Tal y como se guarda el secreto
de confesión hoy…me resulta una práctica extremadamente satisfactoria. No
desearía que cesara, más bien me alegraría de que existiera en la Iglesia de
Cristo, por ser una medicina excepcional para las conciencias afligidas”.
Lutero seguía fiel a la confesión, incluso aun después de abandonar la Iglesia Católica.
Jesús es infinitamente misericordioso, y comparte infinitamente su misericordia
a través de su Iglesia en el sacramento de la confesión. La confesión no es una solución rápida, pero
es una cura segura.
A todo
esto concluimos con las palabras del apóstol Santiago, que nos dice: “limpien,
pecadores, las manos, purifiquen los corazones, hombres irresolutos. Lamenten
su miseria, entristézcanse y lloren. Que su risa se cambie en llanto y su
alegría en tristeza. Humíllense ante el Señor y él los ensalzará” (St
4,8b-10).
Bendiciones.