jueves, 10 de julio de 2014

Santificado sea tu nombre…


De entrada, esta petición nos hace pensar en el segundo mandamiento del decálogo: “No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso” (Ex 20,7; Dt 5,11). Este “nombre de Dios” es una idea que quizá no siempre ha estado muy clara en la conciencia de muchos creyentes. Pensemos en el relato de la visión de Moisés de la zarza ardiendo que no se consumía. A cualquier persona un fenómeno como este le causa asombro y mucha curiosidad ya que no es nada normal. Esto es lo que le pasó a Moisés: llevado de la curiosidad se acerca para apreciar más de cerca este fenómeno, y se topa con la sorpresa de que de la misma zarza escucha una voz que le llama y le dice: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob” (Ex 3,6). Y así le da la orden de volver a Egipto con la encomienda de liberar al pueblo de Israel de la esclavitud.

  En el mundo de entonces existían muchos dioses; por eso entonces Moisés preguntará cuál es el nombre que debe de dar al faraón cuando le pregunte. El Dios que llama a Moisés es realmente Dios. Dios en sentido propio no existe en pluralidad con otros dioses, es el único. Dios es por definición, uno solo. El nombre de Dios será al mismo tiempo negación y afirmación. Le dice: “Yo soy el que soy”. Ese es mi nombre. Él “es”, y basta. Esta afirmación es al mismo tiempo nombre y no nombre. De aquí que tengamos que entender que para el pueblo de Israel no haya querido nombrar a Dios por su nombre y solo lo percibiera por la palabra YAHVE, que no es un nombre idolátrico.

  Ahora bien, lo cierto es que el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Dios establece una relación entre Él y nosotros. Hace que lo podamos invocar. Él entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Al relacionarse, Dios ha querido comunicarse con nosotros, ya que Él creó al hombre para que estuviera en relación. Dios se entrega a nuestro mundo humano, se pone en nuestras manos, forma parte de nuestro mundo. Dios se hace accesible, y también vulnerable. Esto conlleva el riesgo ciertamente de abusar del nombre de Dios, de manchar su nombre; tomar el nombre de Dios para nuestros fines y desfigurar su imagen. El nombre de Dios tiene que ser limpiado de tantos abusos que hemos cometido en su mal uso. Pero para poder lograr esta limpieza de su nombre, necesitamos de su misma ayuda, que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo.

  Tenemos que dejar que sea el mismo Dios que nos guíe a santificar su nombre. Que sea Él mismo que nos ayude a abandonar las múltiples deformaciones de su majestuosidad en las que hemos caído cuando hemos pronunciado blasfemamente su nombre. Que en lo más profundo de nuestra conciencia nos lleve a preguntarnos ¿cómo me sitúo yo ante el santo nombre de Dios? ¿Me sitúo ante Él con respecto ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos?

 

Bendiciones.

 

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