“A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo Unigénito,
que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).
Todos sabemos algo de Dios; aunque no hayamos
desarrollado la capacidad del intelecto, lo cierto es que todos, de alguna
manera, hablamos de Dios, aunque muchas de las veces esas palabras no sean del
todo acertadas o bien elaboradas; dicho en otras palabras, es lo que muchos
llaman “la fe del carbonero”. Hablamos de Dios ya sea por lo que nos enseñaron
nuestros padres desde pequeños o también por lo que hemos oído de Él en el paso
de los años. Todos, de alguna manera, mostramos con ello conocer a Dios aunque
no sepamos que lo conocemos. Los mismos que niegan su existencia en el fondo
afirman algo o alguna verdad de ese Dios que dicen no conocer ya que Dios no
existe como nosotros lo imaginamos. Es más, lo cierto es que a Dios nadie puede
conocerlo tal como Él es, porque Dios no existe de tal forma que lo podamos
imaginar. Por esto es que nadie puede alcanzarlo dignamente, nadie puede decir toda
la verdad acerca de Dios.
Estas afirmaciones nos llevan entonces a
pensar o a preguntarnos: ¿Es que Dios permanece vedado a nosotros? ¿No es
posible su conocimiento? ¿Dios permanece oculto o es de alguna manera accesible
a nosotros? Aristóteles nos ilustra muy bien al respecto con su símil sobre los
ojos del murciélago: “como los ojos del
murciélago respecto a la luz del día, así se comporta el entendimiento de
nuestra alma respecto a las cosas que, por naturaleza, son las más evidentes de
todas”. Con este símil, lo que el filósofo griego quiere darnos a entender
es que, por naturaleza somos ciegos para conocer lo más obvio. El entendimiento
quiere conocer la verdad. Y cuanto más verdadero sea lo que conoce, mejor.
Pero, lo más obvio no siempre es lo que podemos ver con más facilidad: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz
en mi sendero” (Sal 119,105); y el mismo Jesús ya nos había dicho que “los ojos son la lámpara del cuerpo; así
pues, si tus ojos están buenos, todo tu cuerpo tendrá luz” (Mt 6,22). Lo
que queremos afirmar con estas palabras bíblicas es que, para tener acceso a
Dios necesariamente tenemos que aceptar la verdad que él mismo nos ha revelado
en su Hijo Unigénito, ya que el acceso a Él nos es posible por su Hijo: Jesús
es el camino para llegar al Padre y también para conocerlo, porque el que
conoce al Hijo conoce también al Padre. Cuando queremos conocer algo, queremos
conocer la verdad. Toda investigación que se realiza se hace con el único
objetivo de llegar a la verdad.
El hombre, por naturaleza, siempre quiere y
busca el bien; también, siempre quiere y busca conocer la verdad. Así entonces
podemos decir que nuestra vida siempre es, por naturaleza, deseo de vivir,
deseo de verdad y deseo de felicidad. Ahora bien, resulta que estos deseos
mencionados implican de alguna manera el deseo de Dios. Dios es nuestro deseo más
profundo de vida, verdad y felicidad: “nos
hiciste Señor para ti, y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti”
(san Agustín, Confesiones 1,1). En Dios encontramos todos estos deseos de
manera plena, total; no parcial. En Dios no hay vida, Dios es la vida; en Dios no hay verdad, Dios es la verdad; en Dios no hay felicidad, Dios es la felicidad, Dios no es sabio, Dios es la sabiduría, etc. Las perfecciones de Dios son de la misma
sustancia de Dios. Por eso nuestra vida toda tiende a Dios como a su fin: “…Yo
los escogí a ustedes entre los que son del mundo, y por eso el mundo los odia,
porque ya no son del mundo” (Jn 15,19), dijo Jesús a sus discípulos. Esto es
fácil de descubrir para el que cree y por eso se mantiene en el camino que le
lleva a Dios. De aquí se deduce que el ser humano sea entonces “capaz
de Dios”: el hecho de que somos capaces del bien y de la verdad nos
deja entrever que también somos capaces de Dios (Martín Lenk, sj).
Entonces, podemos conocer de Dios lo que Él
ha dispuesto que conozcamos; conocemos lo que Él mismo nos ha revelado por
medio de su Hijo. En Jesús, nuestro acceso a Dios-Padre ha quedado abierto de
par en par. Jesús es la puerta para acceder al Padre.
Bendiciones.
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