martes, 10 de febrero de 2015

El anhelo de lo infinito


“…Nos hiciste señor para ti, y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti” (San Agustín).
 
 El ser humano tiene y siente un profundo anhelo insaciable e infinito. El ser humano nunca se siente satisfecho. A pesar de la gran bondad que caracteriza muchas de las cosas que le rodea, nunca se satisface por ello. Nunca es suficiente, nada le basta. El ser humano así, siempre está en una continua y permanente carrera por alcanzar lo inalcanzable. El hombre siempre está en búsqueda de ver cómo puede llenar ese anhelo de infinito. Aquel que está en casa en todas partes se percata, empujado por la nostalgia, de que no lo está en ninguna. Un ejemplo de esto es la serie Vikingos, que nos narra las aventuras de saqueos, de destrucción y muertes llevados a cabo por el líder de éstos de ir a otras tierras y reinos a traerse todo lo que encuentren y apoderarse de las mismas para dárselas a su pueblo y poder sembrarlas. Hay muchos ejemplos más que encontramos en la humanidad y la literatura. Lo cierto de todo esto es que hay un anhelo de regreso a la patria perdida y un anhelo aun más grande de encontrar lo infinito en tierras lejanas y desconocidas. En cualquier caso, el peregrino tiene algún conocimiento de alguna tierra donde espera encontrar lo que se le está escapando continuamente. Ernst Bloch, en su obra sobre la Esperanza, afirma: “…surgirá una tierra que a todos les parece ser el lugar de su infancia, pero donde nadie aun ha estado, donde uno verdaderamente está: en su casa”.

  El corazón es el infinito del hombre. Hay un anhelo y la sede de este anhelo se expresa en tantas lenguas y culturas como el corazón. Los antiguos decían que el corazón del hombre es más grande que el universo; y Roberto Belarmino decía que tan grande es la capacidad del corazón humano que todo el orbe no lo puede llenar. Este gran anhelo del hombre en su corazón se manifiesta con su deseo de felicidad. El mundo siempre nos ha prometido felicidad: en los medios de comunicación son muchos y variados los anuncios que nos ofrecen la felicidad. Hasta a veces se nos amenaza si no adquirimos lo que nos ofrecen: si no compras esto, no podrás ser feliz.

  Ya Aristóteles trata el tema de la felicidad y le da gran importancia al mismo. Según este sabio griego, el bien es lo que todos desean, es decir, aquello hacia lo cual todo tiende en una dinámica interior. Así, el bien es la realización del hombre, es su meta, su fin. Pero, ¿es esa la idea o concepto que tenemos hoy de la felicidad? Puede que para muchas personas la felicidad sea un sentimiento que se experimenta en algunos o en ciertos momentos de la vida. Para Aristóteles, la felicidad es la perfecta realización del ser humano. Esta felicidad es social y racional. Así entonces, para Aristóteles, la felicidad no está en honores o placeres sino en una actividad de la razón. La felicidad es una actividad conforme a la virtud. La amistad también tiene una gran importancia para Aristóteles, ya que, el ser humano que es un animal social, no puede encontrar la felicidad en sí mismo o por sí solo. Para ser feliz, el ser humano tiene que estar en relación con los demás, necesita la amistad.

  El ser humano sigue en búsqueda de la felicidad y los autores cristianos han interpretado que esta felicidad solo se puede encontrar en Dios. Por eso la frase de san Agustín que encabeza este escrito. Ahora, lo cierto es que el mismo Agustín tuvo que caminar muchas veces por caminos equivocados y oscuros para poder llegar a esta convicción. Para Tomás de Aquino, el ser humano es deseo natural de ver a Dios. El ser humano desea ser feliz, pero no sabe realmente lo que le hace feliz. Y no puede saberlo porque no puede saber cómo es Dios, si el mismo Dios no le regala este conocimiento.

  Hay muchas cosas que nos dan una felicidad pasajera: ver una película, bañarnos en la playa, el estudiante que saca excelentes notas en el examen, etc. Para Tomás de Aquino todos estos son bienes y nos dan algo de felicidad, pero no felicidad plena. Ser feliz es siempre un don en sí mismo. Otras cosas las deseamos para ser felices, pero la felicidad misma no la queremos por algo, sino por sí misma.

  En conclusión, la felicidad última del ser humano no se puede alcanzar en esta vida. La felicidad que podemos alcanzar es imperfecta y provisional. El ser humano anhela una felicidad que no le es alcanzable. La naturaleza del ser humano tiene un deseo de felicidad que no puede llenarse en esta vida. Por más cosas que se consigan no se alcanza, ya que la felicidad no está en conseguir o tener cosas, sino en darse a sí mismo: “hay mas felicidad en dar que en recibir” (Hc 20,35). Asi entonces, según la lógica cristiana, rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita. Y en Dios están saciadas nuestras más profundas necesidades.

 

 

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