Sabemos que el
hombre, al ser revestido del don del Espíritu Santo, es colmado también de los
dones del mismo Espíritu. El sacerdote es el hombre del Espíritu Santo: “…
después del saludo, el Señor sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu
Santo…” El Espíritu es el que da vida; es el medio por el cual nosotros
permanecemos en contacto, en relación con Dios. Pero también es por medio del Espíritu
Santo que Dios actúa en nosotros y a través de nosotros. Nuestro Señor
Jesucristo ya había dicho a los discípulos que era necesario que él regresara
al Padre porque así podría enviarles el abogado, el defensor, el intercesor…el Espíritu
Santo. Es por medio de este Espíritu que el Señor entonces nos colma de sus
bienes y sus dones. Cuando nosotros fuimos bautizados, el gran regalo que
recibimos de parte de Dios es precisamente el Espíritu Santo; pero en los demás
sacramentos también recibimos esa gracia especial que se sigue manifestando por
medio del Espíritu Santo.
En el sacramento del Orden, los que hemos
sido revestidos de él, el Espíritu Santo nos arropa de una manera especial o,
si se quiere, de una manera muy particular. El Espíritu Santo se posa en nosotros,
habita en nosotros y nos colma con sus diferentes dones para que actuemos como
los fieles discípulos de Cristo y nos convierte en sus instrumentos para que
podamos enseñar con autoridad la palabra de Dios; podamos perdonar los pecados
en su nombre y podamos consagrar su cuerpo y su sangre en el sacrificio
eucarístico. Pero también nos colma de virtudes, como lo es su sabiduría.
Mirando a las Sagradas Escrituras, nos
encontramos con que el rey Salomón gozó de manera particular del privilegio
divino y fue revestido de una manera muy particular de la sabiduría. De hecho,
al rey Salomón se le reconoce y se celebra como el “rey sabio”. Es muy
característico el pasaje de las Sagradas Escrituras en el cual este hijo de
David que, a la demanda de Dios de “pídeme lo que quieras”, éste le pide
lo esencial para gobernar: no le pide larga vida, ni victorias, ni días
felices, ni riquezas, sino la sabiduría en el juicio, a fin de gobernar bien y
de acuerdo a su voluntad, al pueblo que Dios le confió: “Y ahora, Señor Dios
mío, has hecho reinar a tu servidor en lugar de mi padre David, a mí, que soy apenas
un muchacho y no sé valerme por mi mismo… concede entonces a tu servidor un
corazón comprensivo, para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el
mal” (1Re 3,7-9). Salomón pide esta sabiduría no para su propio beneficio,
sino para beneficio del pueblo que gobernará; una sabiduría que le consienta la
buena administración de lo que se le ha confiado, porque, como administrador,
se le pedirá cuentas de su administración. Salomón se visualiza ante Dios como
lo que es: un instrumento en sus manos y así entonces ve la necesidad de actuar
de acuerdo a la voluntad del Dios único y verdadero.
Podríamos preguntarnos el por qué esta oración
de Salomón agradó a Dios: Salomón comprendió la grandeza e importancia de la
misión que Dios le confiaba y se presenta ante ese Dios como lo que es, una
criatura limitada y, por lo tanto, asume una actitud humilde y ésta le enaltece
ante Dios; por eso es que el mismo Señor Jesucristo ya nos recordará en el
evangelio que todo aquel que se humille será enaltecido, y todo aquel que se enaltezca
será humillado. Pues Salomón fue enaltecido por Dios al asumir una actitud
humilde, que no lo llevó a presumir de sus propias fuerzas y por eso invoca la
ayuda del Dios de Israel. Si es verdad que por el hecho de escudriñar los
conocimientos que hay en el mundo podemos llegar a obtener sabiduría; la verdadera
sabiduría nos viene dada por el conocimiento y relación cercana por medio de la
oración verdadera y convencida, que surge de la humildad de saberse débil y
abrirse con confianza al don de Dios. Porque la presunción, la soberbia, el
orgullo, hacen caer hasta al más seguro: “aquel que confíe en sus seguridades
se perderá, pero el que confíe en la seguridad divina ese se salvará”. Esto fue
lo que le sucedió al rey Salomón en su ancianidad: por confiar en sus
seguridades y su propia fuerza, le fue infiel a Dios. Aun así, Dios no se
amedrenta por esta actitud humana y sigue adelante en su proyecto salvífico. Aunque
el sacerdote falle en su fidelidad al Dios que le llamó y le revistió de ese magnífico
don, Dios sigue realizando su proyecto sobre la humanidad. El sacerdote, al
igual que Salomón, debe de decidir a quién le entrega su corazón: al Dios
único, vivo y verdadero, o al dios pagano; así como en quién pone su confianza:
en el Dios de Jesús, o en el dios de su propia fuerza. El sacerdote debe de ser
consciente cada día de sus limitaciones y carencias, porque el olvido de su
propia debilidad es la peor carencia de sabiduría.