“La ciencia más alabada es que el hombre bien acabe,
porque al final de la jornada, aquél que salva sabe, y el que no, no sabe nada”
(Gonzalo de Bercea. El Poeta Castellano).
Se nos dice en el libro del Génesis, en el
relato de la creación, que Dios nos creó a su imagen y semejanza, y una de esas
cualidades de nuestra imagen y semejanza con Dios está en la inteligencia que
se nos ha dado. El ser humano es la única criatura que puede y tiene la
capacidad de pensar, razonar sobre su existencia. Por la razón, el hombre puede
llegar a la existencia de Dios, - aunque no pueda abarcar a Dios -, al
conocimiento de Dios. Jesús mismo ya nos insiste en la necesidad que tenemos de
conocerlo. Fue voluntad de Dios, al crearnos, que el hombre transformara,
hiciera crecer la creación con su trabajo e inteligencia.
Muchos agnósticos se amparan en la excusa de
que no se puede conocer con certeza la existencia de Dios, para así vivir en la
práctica como si no existiera. Y resuelven sus dudas intelectuales apostando a
nivel práctico por la no existencia de Dios, con una seguridad y asumiendo unos
riesgos difíciles de conciliar con sus anteriores argumentos. Otros profesan
una especie de agnosticismo estético, con el que hacen difíciles equilibrios
entre el escepticismo y la búsqueda de aprobación social, o entre el miedo al
compromiso y el miedo “al que dirán”. Parecen pensar que la incredulidad
es prueba de elegancia y sabiduría, y quizá por eso llegan hasta el extremo de
fingirla. El físico inglés y sacerdote anglicano, John Polkinghorne, sostiene que,
en el fondo, la ciencia y la religión son parientes cercanos. Ambas buscan una
creencia motivada. Y también afirma la posibilidad de la existencia de una
teología natural, que es una rama de la filosofía que trata de llegar a la
existencia y atributos de Dios mediante la razón (la Teodicea =
justificación de Dios por la razón), sin contar con la autoridad de las Sagradas
Escrituras o del Magisterio de la Iglesia.
El apóstol san Pablo, en 1Cor 1,18-24, nos
dice que el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para
los que se salvan, para nosotros los creyentes, es fuerza de Dios. Pues está
escrito: “Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de
los sagaces. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista
de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría de este mundo?”
Ser sabio humanamente hablando no es malo per se; lo malo es cuando esa
sabiduría humana nos aleja, nos aparta de Dios creyéndonos que todo lo podemos
saber y abarcar. Recordemos que muchos hombres y mujeres que han sido y son
unas luminarias en el terreno científico, al mismo tiempo han sido y son
personas creyentes en el Dios Creador y hacedor de todo. Blas Pascal dijo que
mucha ciencia lleva a Dios, y poca ciencia aleja de Dios. Y el poeta Gerard
Manley Hopkins dijo: “El mundo está lleno de la grandeza de Dios”. La
sola sabiduría humana nos puede conducir a la soberbia, a la altanería, al orgullo.
La sola sabiduría humana nos puede llevar a perderlo todo: “De qué te sirve
a ti ganarte el mundo entero, si al final pierdes tu alma” (Lc 9,25). La fórmula,
no para vencer la sabiduría, sino más bien para no caer en esta actitud
soberbia, es buscar la humildad, ser sabio según el corazón de Dios: “Adúlteros,
¿no saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Por tanto, si
alguno quiere ser amigo del mundo, se constituye en enemigo de Dios… Dios resiste
a los soberbios, mas da su gracia a los humildes. Por tanto, sean humildes ante
Dios, pero resistan al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios y Él se
acercará a ustedes… Humíllense ante el Señor y Él los ensalzará” (St
4,1-10).
La humildad no es una condición, es una
virtud. Y es que la humildad es la madre de las demás virtudes. La humildad
engrandece, mientras que la soberbia empequeñece. Hay muchos enanos espiritualmente
hablando. El Dios de Israel es el Dios omnipotente y al mismo es el Dios
humilde. Esto no lo conciben muchos en sus mentes acomplejadas. Sólo los
grandes hombres y mujeres que han sido pequeños por su humildad son los que han
alcanzado la grandeza de Dios, de su reino, de su vida eterna: “Te doy
gracias, Padre, porque le has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y
se las has revelado a los pequeños y humildes”. La persona humilde es una
persona verdadera porque camina en la verdad de Dios: “Desde el principio te
han desagradado los soberbios, mientras te ha sido siempre acepta la oración de
los humildes y mansos” (Jd 9,16); el humilde es escuchado y atendido,
mientras que el soberbio es ignorado: “Les digo que éste bajó justificado a
su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el
que se humilla, será ensalzado” (Lc 18,14).
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