Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra.
En el pasaje del evangelio de san Lucas que
hemos leído, escuchamos la afirmación de la Virgen María: “Aquí está la esclava
del Señor, hágase en mi según tu palabra”. En la tradición bíblica, el evangelista
san Lucas es conocido como el “evangelista de la Virgen María” puesto que, de
los cuatro evangelios canónicos que tenemos en el canon de la Biblia, este es
el evangelista que más espacio le dedica a la madre del Mesías, de Jesús. De
hecho, los pocos textos evangélicos que tenemos con relación a la Virgen María,
tenemos que leerlos y asumirlos siempre en relación a la persona de su Hijo
Jesucristo, ya que el evangelio se trata de Jesús y su misión salvífica, y la Virgen
María está incluida en la misma, no aparte.
El evangelista san Lucas resalta la actitud
humilde de María ante la manifestación de la voluntad de Dios, expresada por su
enviado. Esa humildad es ciertamente la que atrae la mirada de Dios. Es también
enseñanza para nosotros si es que queremos atraer la mirada de Dios: tenemos
que aprender a ser humildes. El Señor dijo que enaltece a todo el que se
humilla, y humilla al que enaltece. La virtud de la humildad, llamada la madre
de todas las virtudes, fue la que llevó a María a abandonarse y aceptar sin
miramientos y de manera incondicional, la voluntad de Dios. María se abre así a
que Dios, por medio de ella, lleve a cabo la realización de su plan de
salvación para la humanidad. La virtud de la humildad va acompañada siempre de
una verdadera actitud de oración de fe, de confianza, de devoción y de
perseverancia. Por esto, María es siempre nuestro mayor y mejor ejemplo de fe y
de humildad. Es nuestro modelo seguro para aprender a ser mejores hijos de Dios,
en bondad y en santidad.
La Virgen María es, además, el modelo de
persona libre, creyente y comprometida. Dios no se le impone, sino que deja en la
libertad a María para que asuma y haga suya su voluntad. Espera la respuesta
libre de ella. Dios quiere ser padre a la manera humana, y necesita del mismo
ser humano para poder lograrlo. Por eso eligió a una mujer, a María, para ver
realizado su plan salvífico. María también quiere ser madre, por eso no vacila.
Une sus deseos a los deseos de Dios que quiere salvar a su pueblo. La respuesta
de María es una respuesta libre que expresa un hondo deseo ante algo que la va
a ser muy feliz. Por esto, ya el mismo Jesús dirá que la dicha, el gozo y la felicidad
nuestra está en la medida en que escuchemos la palabra de Dios y la pongamos en
práctica. En su Fiat o hágase, María expresa su entrega confiada y total a Dios
y su voluntad.
El Fiat o hágase de María, nos tiene que
llevar a pensar y reflexionar en cómo hizo ella la voluntad de Dios para imitarla,
y nosotros hacer lo mismo. María no sólo fue la mujer judía, sino que también
fue la mujer cristiana. Su fe la llevó a creer en el amor de Dios, en el
interés de Dios por salvar a los hombres. María confía en Dios, y esa confianza
la lleva a experimentar la paz interior que brota de saberse en las manos del Padre.
María muestra y da testimonio así, de su confianza y agradecimiento, frutos hermosos
que se desprenden de la fe en el Dios que existe y que también es amor. María
nos enseña a estar disponibles para darle a Dios lo que él nos pida. Por eso
tenemos que preguntarnos: ¿En qué consiste hacer la voluntad de Dios? ¿Qué es
lo que Dios quiere de mí? ¿Cómo puedo saber lo que Dios quiere de mí?
Hemos iniciado este año 2022. Nos hemos
reunido, en nombre de Cristo, en este lugar, que es la casa de Dios, lugar de
nuestro encuentro con Cristo porque somos parte de SU Iglesia, de su nueva y
gran familia espiritual: “Allí, donde dos o más están reunidos en mi nombre,
yo estoy en medio de ellos”. Nos hemos reunido aquí para alabarle,
bendecirle, adorarle, darle gracias y presentar nuestras peticiones. No
olvidemos que nuestra fe es cristocéntrica: llegamos al Padre por medio y a
través de su Hijo Unigénito; de nadie más, porque él es el camino, la verdad y
la vida. Pero este cristocentrismo de nuestra fe, viene enfrentándose a lo que
hoy en día muchos vienen predicando como una fe humanista, o una religión de la
humanidad; una fe y religión horizontal. Es decir, una fe centrada en el
hombre; donde no hay diferencia entre las religiones ya que, afirman que todas
enseñan lo mismo, y en la que todos los hombres puedan estar de acuerdo. Una
religión que busca que nadie se sienta pecador y que piensen que fácilmente
llegarán al cielo. Los que predican esta idea, se olvidan de las palabras del
mismo Cristo: “No todo el que me diga Señor, Señor, se salvará, sino el que
escuche mis palabras y las ponga en práctica”; y también: “Una vez que
el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, se quedarán fuera y
empezarán a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y les responderá: no
sé de dónde son” (Lc 13,25). Predican una religión que busca más la
solidaridad entre las personas y proteger el planeta. Muchos están sustituyendo
la predicación del cristianismo, por la predicación del humanismo y el ecologismo;
han dejado de predicar el evangelio de Jesús, para predicar el señorío del
hombre en la tierra.
Pero toda esta visión de esta nueva religión
no es más que una gran herejía, que es el paso previo para la apostasía, que es
el abandono generalizado de las verdades de la fe tradicional católica, por las
verdades de la fe humanista. Aquí cabe recordar la pregunta que se hizo el
mismo Cristo: “Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre
la tierra?” (Lc 18,8). Y en el libro de los Hechos de los Apóstoles, el
apóstol san Pablo ya nos advierte: “Cuiden de ustedes y de toda la grey, en
la que el Espíritu Santo los puso como obispos para apacentar la Iglesia de
Dios, que él adquirió con su sangre. Sé que después de mi marcha se meterán
entre ustedes lobos feroces que no perdonarán al rebaño, y que de entre ustedes
mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas, con el fin de
arrastrar a los discípulos tras ellos” (20,-30).
Al llegar a este nuevo año, damos gracias a
Dios y seguimos abriendo nuestro corazón a sus bendiciones. Pudimos dejar atrás
un año que fue de muchas pruebas y dificultades; pero también de muchas
experiencias positivas. Es el anhelo, sino de todos, pero sí de la gran
mayoría, que este año que recién iniciamos, sea de cambios positivos en sentido
general. Muchos se preguntan si el mismo será diferente al que acaba de pasar.
Más bien creo que, lo que en realidad tenemos que preocuparnos es en que somos
cada uno de nosotros los que debemos ser diferentes y cambiar. Un cambio que bien
sabemos no nos cae del cielo, ni por arte de magia; sino que es el cambio que
se da en la medida en que dejemos actuar la gracia de Dios en nuestras vidas.
El demonio no descansa, no da tregua. Se
retira siempre para preparar la siguiente estrategia de ataque contra los hijos
de Dios. Esos ataques no solamente son externos, sino que se vienen haciendo
presentes en el mismo interior de la Iglesia, de la familia espiritual de Cristo.
Como Iglesia, como Pueblo santo de Dios, estamos atravesando por un tiempo
difícil, por nuestro valle de lágrimas. Me viene a la mente recordar el pasaje
del evangelio de la “tempestad calmada” en el cual se nos narra las
dificultades que estaban experimentando los apóstoles de Cristo en la barca
para cruzar el mar de Galilea y llegar a la otra orilla. El grito desesperante
de los discípulos: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38b).
La Iglesia, que es imagen de la barca, está navegando en medio de aguas
turbulentas e increpada por los fuertes vientos, que están zarandeándola y a
sus tripulantes los está llenando de miedo; y, al igual que los discípulos,
también gritamos desesperados: “Señor, ¿no te importa que perezcamos?”
Pero el Señor, al igual que le dijo a sus discípulos, nos dice también a
nosotros: “¿Por qué se asustan? ¿Todavía no tienen fe?” (Mc 4,40).
A la luz de estas palabras del evangelio,
echamos una mirada rápida a nuestra realidad, a nuestra situación como sociedad
y como comunidad cristiana, y vemos que las cosas no están del todo bien. En
palabras del escritor peruano, Mario Vargas Llosa, “vivimos en la
civilización del espectáculo”. Dice este autor: “En la fiesta y el
concierto multitudinario los jóvenes de hoy comulgan, se confiesan, se redimen,
se realizan y gozan de ese modo intenso y elemental que es el olvido de sí
mismo… Masificación es otro rasgo, junto con la frivolidad, de la cultura de
nuestro tiempo”. Y en cuanto a lo religioso, nos señala: “En la
civilización del espectáculo el laicismo ha ganado terreno sobre las
religiones, en apariencia. Y, entre los todavía creyentes, han aumentado los
que sólo lo son a ratos y de boca para afuera, de manera superficial y social,
en tanto que en la mayor parte de sus vidas prescinden por entero de la
religión”.
Nuestra sociedad dominicana, de fundamentos,
valores y principios cristianos, está encaminándose cada vez más por caminos
que la llevan a apartarse de los mismos. Somos, en gran medida, una sociedad
que presume de su identidad cristiana, pero que sus acciones y hechos de vida,
están cada vez más apartados del Dios dador de vida. Claro que este es un mal
no exclusivo nuestro, sino de la humanidad. Hay una guerra sin precedentes y
permanente entre dos poderes, dos reinos: el Reino de Dios contra el reino del
mundo. Recordemos que Jesús dijo que su Reino no es de este mundo; que nosotros
hemos venido de Dios y a Dios vamos a volver; que nuestra patria definitiva es
la Jerusalén celestial. Pero, mientras llega esa partida a la casa del Padre,
tenemos una misión que realizar en este mundo y es que debemos de guiarlo por
el camino que hacia Dios conduce; que debemos dejarnos iluminar por la luz de
Cristo y llevar esa luz a todos los rincones de nuestra vida, para que nuestras
obras se vean iluminadas por la verdad de Dios; que debemos y tenemos la
obligación, como bautizados, de traer de nuevo el evangelio de Cristo al
interior de su Iglesia para que, como luz, la ilumine y la lleve de nuevo a
vivir como su esposa, inmaculada y santa.
Hacer presente el evangelio de Cristo en nuestra sociedad, para que
nuestros hombres y mujeres, los de a pie, los llamados de “altas esferas” y los
que desempañan alguna función pública, dignifiquen el ejercicio profesional y
político, y que la opinión pública esté siempre acorde con la verdad.
Hay una fuerte y profunda crisis moral que
caracteriza a nuestra sociedad dominicana. Estamos transitando la era de las
redes sociales, en donde a muchos lo que más les interesa son los “likes o los
me gusta” de sus publicaciones; donde cada día muestran sus intimidades y
exponen sus cuerpos como cualquier mercancía en el mostrador para darse la
oportunidad de engrosar su ego, su vanidad y su narcisismo; además de utilizar
un lenguaje vulgar, soez y de falta de respeto, donde muchos de sus ciudadanos
exigen a los demás lo que ellos nunca están dispuestos a dar: tolerancia. Es la
sociedad de la apariencia. Seguimos inmersos en la discusión del Código
Procesal Penal, - que es el cuento del nunca acabar -, en donde los intereses
foráneos imponen su poder disuasivo mediante el dinero y el chantaje a nuestros
legisladores, para que en nuestra sociedad se imponga un Código Penal que muy
poco tiene que ver con nuestra realidad. Un código garantista más de las
acciones del victimario y no de la víctima, y también garantista de los nuevos
y falsos derechos humanos, como la ideología de género. En fin, es la
implantación de la Agenda 2030, de las Naciones Unidas y sus Objetivos del
Desarrollo Sostenible, que anula la soberanía de los estados, las libertades y
los derechos de sus individuos, de la cual nuestro país es signataria.
Tenemos que luchar contra la persecución, la
discriminación y la prohibición que existen dentro de la misma iglesia de Cristo.
En la actualidad, vivimos la división y confrontación a la que nos han sometido
nuestras autoridades civiles, y otros grupos que siguen apostando, infundiendo y
profundizando en la población el miedo, el pánico y el terror; que es mejor llamarlo
brote psicótico; inoculación de ideas delirantes; mientras la sociedad
dominicana está loca de miedo, hay grupos que están locos de codicia y de poder.
Pues esta división y confrontación se han hecho presentes dentro de la Iglesia.
Así como la sociedad la han dividido en categorías de ciudadanos, así también
está sucediendo en gran parte de la Iglesia. Y todo por un tema que nada tiene
que ver ni con la fe, ni con la moral, ni la doctrina católica. Me refiero al
tema de las vacunas: tema que tiene dividida y enemistadas a muchas familias y
amistades rotas. Un tema más difícil de conversar que el tema político, en
donde la irracionalidad parece el denominador común. Un tema en que lo mejor es
no hablarlo ya que nunca se llegará a un acuerdo común. Un tema basado para
muchos, más en las percepciones personales y no en la ciencia; en donde
nuestras autoridades lo que han hecho es asumir y aplicar unas resoluciones
violatorias de los derechos fundamentales y libertades de los ciudadanos, y que
privilegian a unos sectores y a otros los castiga. Se ha confundido el control
con el cuidado. La obediencia está por encima de la capacidad de crítica.
Como ejemplo de esta división que se está
metiendo en la iglesia de Cristo, tenemos al cardenal-arzobispo de Luxemburgo,
Jean Claude Hollerich que, además es el presidente de la Comisión de las
Conferencias Episcopales de la Comunidad Europea, que ha pedido que se exija el
llamado “pasaporte covid” a todo aquel que desee acceder a los servicios
religiosos en Europa, en lo que supone el último paso, por ahora, hacia un
respaldo general de la Iglesia a unos controles más estrictos. Su
justificación, para semejante exigencia es: “En este momento en que la
pandemia está resurgiendo, debemos salvar vidas, y este pase verde debería dar
la bienvenida a la gente a la misa”. Hay que recordarle a este obispo, como
a muchos otros, que la misión de la Iglesia es la salvación de las almas, y
esta salvación se nos ha sido dada por medio de Jesucristo. El papa san Juan
XXIII, en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de
1962, dijo: “En nuestro tiempo, la esposa de Cristo prefiere usar la
medicina de la misericordia más que la de la severidad… La Iglesia Católica
quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de
misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella… La Iglesia no
ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy, ni les promete una felicidad sólo
terrenal; los hace participantes de la gracia divina que, elevando a los
hombres a la dignidad de hijos de Dios,
se convierte en poderosísima tutela y ayuda para una vida más humana; abre la
fuente de su doctrina vivificadora que permite a los hombres, iluminados por la
luz de Cristo, comprender bien lo que son realmente, su excelsa dignidad, su
fin”; no podemos dejar de mencionar también la exhortación del papa
Francisco cuando ha insistido en la “Iglesia de puertas abiertas”, que
no rechaza a nadie y donde todo el mundo es bienvenido. Pero la quieren
convertir en la “iglesia sólo de los vacunados”. No hay palabras más claras que
las del Señor: “Vengan a mi todos: a nadie excluye Jesús: si alguien quiere
acercarse a mí, yo no lo echaré fuera” (Jn 6,37). Tan sencillo es decir que “el
que no quiera ir al templo por temor a contagiarse, que se quede en su casa y
que siga viendo, como cualquier programa de televisión y en la comodidad de su
hogar, las celebraciones litúrgicas.
Tenemos que recuperar y volver a vivir en la
libertad de los hijos de Dios. Una gran oscuridad está arropando a la Iglesia
con esas ideas de progresismo y modernismo que, muchos fieles, - incluidos
muchos ministros ordenados -, están proclamando, defendiendo e imponiendo en
sus comunidades. Tenemos el caso del vicepresidente de la Conferencia Episcopal
alemana, Mons. Franz-Josef Bode, que dijo con relación al proceso sinodal que
viene realizando la Iglesia Católica alemana y que está previsto que concluya
en la primavera del 2023: “Quiere plantear de nuevo los argumentos a favor
de la ordenación sacerdotal de mujeres y hombres casados, así como la bendición
de parejas del mismo sexo; y añado yo: que es el paso previo para que se
acepte esa unión como sacramento. Dijo además que las mujeres y los laicos
deberían poder predicar con más frecuencia y celebrar sacramentos como el
bautismo y ayudar con las bodas”. Este obispo añadió que, si uno exige
estas cosas con puño en alto y con vehemencia, sólo evoca fuerzas contrarias, y
que esa no es su mentalidad porque “no es un revolucionario”. Y yo
pregunto, y entonces, ¿cómo se califica esa postura? Cristo fue ciertamente un
revolucionario. Pero su revolución consistió en transformar el corazón de la
persona. Esta postura progresista y modernista de este obispo, así como de
muchos otros prelados y laicos que comparten dicha “revolución eclesial”, no es
más que la protestantisación de la Iglesia Católica. No dividamos la Iglesia de
Cristo. Somos hijos de Dios y hermanos de Cristo por el bautismo con que nos
consagró para él. Es la gracia de Dios la que nos santifica y nos salva.
Mantengamos la unidad querida por Cristo para su Iglesia. Si nos alejamos de
Dios, si nos adaptamos al mundo y su proyecto de felicidad terrenal, enfrentaremos
grandes desgracias. Seamos anunciadores de la esperanza cristiana, anunciar que
Dios existe, que Dios nos ama infinitamente, que hay vida eterna, aunque nos
señalen de locos y atrasados. Pues este es parte del precio que tenemos que
pagar por ser discípulos fieles de Cristo y a Cristo.
Hoy celebramos a nuestra madre celestial, en
su advocación de la Altagracia, Protectora del pueblo dominicano. Nuestra
señora asumió en sus vestidos los colores de nuestra bandera nacional; se
identifica así completamente con nuestro pueblo, un pueblo que tiene muchas
limitaciones, precariedades, y sufre dolores e injusticias, y que en muchas
ocasiones ha perdido el rumbo de su camino para salir de sus problemas. Un
pueblo que ha tenido y tiene que lidiar con las dificultades que le llegan
desde fuera, pero, sobre todo, las dificultades que surgen desde su interior.
Los enemigos de nuestro pueblo no sólo nos llegan de afuera, sino que están
también dentro de nosotros, y éstos son peores. Debemos de seguir rogando a
nuestra Madre Santísima de la Altagracia que proteja a nuestra nación y a sus
hijos espirituales de todos estos embates a los cuales estamos siendo
sometidos. Podríamos nosotros, como nación y como comunidad de fe, por causa
del miedo y el pánico gritarle a nuestra Madre: ¿no te importa el que nos
destruyamos? Y de seguro que ella nos responderá con aquellas mismas palabras
que les dirigió a los sirvientes en las bodas de Caná: “Hagan lo que él les
diga”.
María de la Altagracia, Madre de Dios y Protectora
nuestra, te veneramos como tal, nos alegramos de que así sea, no olvidamos que
nosotros somos tus hijos y que nos debes enseñar a vivir la santidad que corresponde
a tan dulce filiación. Amén.
Que Dios les bendiga.