Actualmente vivimos en un
mundo que está necesitado más que nunca de purificación. Este mundo es un mundo
cada vez más apóstata e incrédulo. El diluvio del Génesis fue el medio por el
cual el Dios Creador quiso purificar, limpiar, sanear y lavar de su injusticia,
de su pecado, de su idolatría…, a la humanidad. Dios se cansó, se hartó de la
incredulidad de la humanidad que había creado; atentó contra ella. Mostró así
el incendio de su ira y la magnitud de su cólera. La humanidad de ese entonces
se alejó de Dios y se concentró y hundió más en sus propios gustos e idolatrías.
Pero Dios no se dio por vencido. Buscó la
manera de cómo volver a llevar a la humanidad al camino que había abandonado.
Dios inicia el trabajo de purificar de su maldad a la humanidad. Dios lleva a
la humanidad a un nuevo comienzo; al inicio de una nueva vida. Dios sumerge a
la humanidad en las aguas vivas de un nuevo diluvio para que pueda acoger su
llamada a la santidad. Así, Dios le otorga nuevamente a la humanidad una
oportunidad, el don de una nueva conversión hacia él, para que abandone el
pecado en el que está sumida y restablecer la alianza definitiva que la sellará
con la llegada de su Mesías, de su Hijo amado, su predilecto: Jesucristo.
Dios busca la conversión profunda de la
humanidad pecadora, - aún de aquellos que se creen buenos y justos -, que se
deja transformar su corazón al mismo tiempo que reconoce sus pecados y que
están necesitados de la misericordia divina. Dios quiere perdonar a la
humanidad pecadora, infiel, injusta, opresora, vengadora e idólatra. Hasta los
hombres consagrados a Dios, - sus sacerdotes -, también necesitan purificación,
arrepentimiento y conversión. Dios sabe que también su familia santa, - su
Iglesia -, se ha oscurecido y corrompido y ha dejado de ser un signo de
acercamiento a él por el anti-testimonio de muchos de sus miembros. La conversión
que busca y quiere Dios no sólo se encuentra dentro del templo, sino que se
extiende a las periferias, a los alejados del recinto sagrado.
Esta acción purificadora de Dios hacia el
mundo, hacia su pueblo santo, - su Iglesia -, desembocará en una situación
nueva de paz y de vida plena. Este mundo tiene y debe experimentar la fuerza transformadora
de Dios, la efusión vivificante de su Espíritu. Así la humanidad vivirá una
alianza nueva con su Dios. Por esto Dios prepara a la humanidad para este
encuentro nuevo y definitivo por medio de su Hijo Jesucristo. Así conocerá su
irrupción salvadora. La humanidad será restaurada, la alianza quedará renovada
y la gente podrá disfrutar de una vida más digna.
De esta manera, Dios no abandona su creación.
Al contrario, es ahora cuando va a revelar todo su amor misericordioso. A
través de su Hijo, guiará y llevará a la humanidad a ver las cosas de una
manera nueva. Su Hijo proclamará la buena noticia, y la humanidad deberá
responder con su conversión sincera que consistirá en entrar en sintonía con el
reino de Dios, y acoger su perdón salvador. Dios así se presenta para el mundo
como salvador, y no como juez; busca y quiere que el mundo le siga en libertad,
sin forzar, sin imponer. Si el mundo le escucha y le sigue, será
bienaventurado. Pero si le rechaza, le vendrá su perdición. En Jesús, Dios le
revela al mundo su gozo y alegría; le muestra que es amigo, defensor y promotor
de la vida. A través de su Hijo invita al mundo a la confianza total en el Dios
que es Padre.
Ante la contaminación de la corrupción y
maldad en la que está sumido el mundo en la actualidad, Dios nos comunica un
mensaje esperanzador. Hay un combate entre las fuerzas del bien y las fuerzas
del mal; entre la luz y la tiniebla; entre la vida y la muerte.
Dios
creará el cielo nuevo y la tierra nueva. Esta era de desconcierto que vive la
humanidad cesará para dar paso a otra nueva era de paz y de bendición.
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