“Y los bendijo Dios con estas
palabras: sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra y sométanla…”
(Gen 1,28ª).
No podemos pasar desapercibido el gran avance
que ha tenido la ciencia en el caminar de la humanidad y de sus grandes aportes
a la misma y que esto ha representado un gran triunfo de la técnica que ha
surgido de ella. Como señal de este avance y progreso científico tenemos el que
algunas enfermedades que, en otros tiempos eran consideradas mortales, han
podido ser combatidas con eficacia y se ha encontrado la cura; está también el
desarrollo de la industria automovilística con la fabricación de vehículos cada
vez más sofisticados y con tecnología que en tiempos atrás era impensable que
pudiera ser posible; y qué decir con relación al transporte aéreo, ferroviario
y marítimo; el desarrollo de la comunicación digital y lo rápido que podemos
comunicarnos de continente a continente en cuestión de segundos, etc. No caben
dudas de que nuestra vida hoy, sin los logros de la ciencia moderna, sería
completamente impensable. Pero también es cierto que este progreso científico y
tecnológico tiene su lado oscuro: el dominio del ser humano sobre la tierra
significa, por primera vez en la historia del planeta, que tenemos en nuestras
manos la posibilidad de destruirlo por completo.
Ya el Papa Francisco nos alerta contra esta
visión progresista de la ciencia y la tecnología cuando nos dice que “la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar
las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría” (EG
7). Esto es lo que el Santo Padre ha llamado como la “gran tentación” en la que
ha caído la humanidad y que frecuentemente aparece como excusa y reclamo, para
que fuera posible la alegría que busca y anhela el ser humano.
En siglos anteriores, la Iglesia era la que
dictaba lo que había que creer y muchas veces usurpó el lugar de la ciencia.
Esto es lo que ha llevado a la misma ciencia a una especie de dictadura y de
sospecha, e incluso a una actitud de condenación a todo planteamiento
religioso, puesto que se levanta una especie de protesta contra una visión que
ve el universo como un lugar de la manifestación divina. Pensemos en las
famosas teorías del Big Bang y la evolución como estandartes de la
contraposición entre ciencia y fe. Así entonces, la Iglesia no pretende detener
el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra e incluso
disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana.
Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el
campo de su objeto especifico, vuelve evidente una determinada conclusión que
la razón no puede negar, la fe no la contradice (EG 243).
Cuando la ciencia haya dicho todo lo que
puede decir, todavía no nos habrá dicho lo que más queremos saber. Para el gran
filósofo británico Ludwing Wittgenstein, aunque todos los problemas que hoy en día
ocupan a los científicos de todas las ramas, fueran resueltos, las preguntas
realmente importantes de nuestra vida quedarían sin tocar: sentimos que aun
cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta,
nuestros problemas vitales no se han rozado en lo mas mínimo.
La verdadera ciencia no aleja de la fe, sino
que ayuda a entenderla mejor. Aquí es muy ilustrativo la encíclica del Papa san
Juan Pablo II “fides et ratio” (fe y razón), en donde nos muestra la relación
que existe entre estas dos y de cómo se complementan una a otra. Y el Papa
Francisco nos dice que la fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la
busca y confía en ella, porque la luz de la razón y la de la fe provienen ambas
de Dios, y no pueden contradecirse entre sí (EG 242).
Necesitamos el uso científico de la razón que
ha dado tantos bienes a la humanidad, pero no es cierto que este uso de la
capacidad racional propio de las ciencias sea el único legítimo.
Bendiciones.