miércoles, 1 de abril de 2015

Espiritualidad para un mundo desespiritualizado: La Meditación y Los Rituales.


Hemos hablado de la necesidad de la oración para el descubrimiento de la fuente de la espiritualidad que nos ofrece Dios por medio de su Hijo Jesucristo, y que esa fuente inagotable es precisamente el Espíritu Santo prometido por Jesús a sus discípulos. Ahora, junto a la oración va de la mano también la meditación. Van de la mano y sin embargo, son diferentes. Meditar es hacer silencio frente a Dios y concentrar todo mi ser en Él. Debo de lograr entonces que su Espíritu penetre todo mi ser. La meditación no es exclusivo ni un invento del cristianismo. De hecho, en todas las religiones existe y se practica la meditación, con diferentes nombres, pero meditación al fin y al cabo.

  En la meditación nos vaciamos de nosotros mismos para llenarnos de Dios. La meditación va unida al abandono. Este abandono, para que sea efectivo y logre su objetivo tiene que ser pleno; que pongamos todo, sin excepción, en las manos de Dios. El abandono nos implica una inevitable renuncia, y eso es lo más difícil. Nos dice el Señor: “el que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). El que es capaz de renunciar, de abandonarse, de desprenderse de todo aquello que le impide llenarse de Dios, encuentra la verdadera vida. El Señor nos pide una actitud de desprendimiento en el corazón, una disposición a darlo todo, pero no necesariamente toma todo: “Dios lo pide todo y al mismo tiempo no quita nada (Papa Francisco).

  Con respecto a los rituales, hay que decir que éstos proporcionan y crean un tiempo sagrado y un lugar sagrado. Los rituales nos ayudan a transformar la vida diaria y nos abren el cielo en medio de nuestros afanes. Los rituales nos llevan a adentrarnos en nuestro interior y fortalecer nuestra relación con Dios. Los rituales nos recuerdan que la bendición de Dios siempre nos acompaña, transforman la realidad de nuestra vida.

  Los rituales nos ayudan a cerrar puertas y a abrir otras. Muchas veces, por lo común, el cansancio, el estrés acumulado durante todo el día, no somos capaces de dejarlo fuera y los convertimos en nuestros acompañantes inseparables y esto nos acarrea muchas dificultades en el ámbito familiar y laboral. En nuestra vida debemos de ser capaces de manejar estas situaciones para que no ocupen un lugar que no les corresponden en nuestro diario vivir: debemos de aprender a que lo que ocurra en el trabajo se quede en el trabajo, y lo que ocurre en el hogar se quede en el hogar. Así nos libraremos de muchos conflictos. Debemos de estar en apertura a los que nos rodean, ya sea con los miembros de la familia –esposa/o, hijos-; o con los compañeros del trabajo. Debemos aprender a salirnos del flujo de dos corrientes de aires que entran por dos puertas abiertas de nuestra vida, para poder estar en la paz y quietud del hogar y que éste pueda crecer a algo nuevo. Los rituales nos ayudan a lograr esto y más.

  Aquí no podemos dejar de mencionar los rituales que nos proporciona la Iglesia. Es cierto que a muchas personas estos rituales no les dicen nada, son vacíos, carentes de todo sentido y distante. Pero en realidad, “son rituales sanadores”. Entre los más importantes  y más significativos tenemos el ritual del bautismo: “este nos recuerda que Dios purifica y clarifica todas las sombras que oscurecen nuestra imagen más auténtica y original. Las imágenes de los padres, de la sociedad, las imágenes que nosotros mismos nos adjudicamos son lavadas para que la imagen pura de Dios resplandezca nuevamente en nosotros” (Anselm Grün).

  Otro ritual que nos ofrece la Iglesia es la eucaristía: que nos muestra el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo. Es la fiesta de la transformación, donde no solamente es transformado el pan y el vino en cuerpo y  sangre de Cristo, sino que nuestra vida es también transformada. “En la comunión penetra en nosotros el amor de Cristo para sanar nuestras heridas… Llegamos a ser uno con Jesucristo, pero a través de él también somos uno con Dios, y uno con nosotros mismos:  para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

 

Bendiciones.

 

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