Hemos hablado de la necesidad de
la oración para el descubrimiento de la fuente de la espiritualidad que nos
ofrece Dios por medio de su Hijo Jesucristo, y que esa fuente inagotable es precisamente
el Espíritu Santo prometido por Jesús a sus discípulos. Ahora, junto a la oración
va de la mano también la meditación. Van de la mano y sin embargo, son
diferentes. Meditar es hacer silencio frente a Dios y concentrar todo mi ser en
Él. Debo de lograr entonces que su Espíritu penetre todo mi ser. La meditación
no es exclusivo ni un invento del cristianismo. De hecho, en todas las
religiones existe y se practica la meditación, con diferentes nombres, pero
meditación al fin y al cabo.
En la meditación nos vaciamos de nosotros
mismos para llenarnos de Dios. La meditación va unida al abandono. Este
abandono, para que sea efectivo y logre su objetivo tiene que ser pleno; que
pongamos todo, sin excepción, en las manos de Dios. El abandono nos implica una
inevitable renuncia, y eso es lo más difícil. Nos dice el Señor: “el que quiera salvar su vida la perderá,
pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). El que es
capaz de renunciar, de abandonarse, de desprenderse de todo aquello que le impide
llenarse de Dios, encuentra la verdadera vida. El Señor nos pide una actitud de
desprendimiento en el corazón, una disposición a darlo todo, pero no
necesariamente toma todo: “Dios lo pide todo y al mismo tiempo no quita nada
(Papa Francisco).
Con respecto a los rituales, hay que decir
que éstos proporcionan y crean un tiempo sagrado y un lugar sagrado. Los
rituales nos ayudan a transformar la vida diaria y nos abren el cielo en medio
de nuestros afanes. Los rituales nos llevan a adentrarnos en nuestro interior y
fortalecer nuestra relación con Dios. Los rituales nos recuerdan que la
bendición de Dios siempre nos acompaña, transforman la realidad de nuestra
vida.
Los rituales nos ayudan a cerrar puertas y a
abrir otras. Muchas veces, por lo común, el cansancio, el estrés acumulado
durante todo el día, no somos capaces de dejarlo fuera y los convertimos en
nuestros acompañantes inseparables y esto nos acarrea muchas dificultades en el
ámbito familiar y laboral. En nuestra vida debemos de ser capaces de manejar
estas situaciones para que no ocupen un lugar que no les corresponden en
nuestro diario vivir: debemos de aprender a que lo que ocurra en el trabajo se
quede en el trabajo, y lo que ocurre en el hogar se quede en el hogar. Así nos
libraremos de muchos conflictos. Debemos de estar en apertura a los que nos
rodean, ya sea con los miembros de la familia –esposa/o, hijos-; o con los compañeros
del trabajo. Debemos aprender a salirnos del flujo de dos corrientes de aires
que entran por dos puertas abiertas de nuestra vida, para poder estar en la paz
y quietud del hogar y que éste pueda crecer a algo nuevo. Los rituales nos ayudan
a lograr esto y más.
Aquí no podemos dejar de mencionar los
rituales que nos proporciona la Iglesia. Es cierto que a muchas personas estos
rituales no les dicen nada, son vacíos, carentes de todo sentido y distante. Pero
en realidad, “son rituales sanadores”.
Entre los más importantes y más
significativos tenemos el ritual del bautismo: “este nos recuerda que Dios purifica y clarifica todas las sombras que
oscurecen nuestra imagen más auténtica y original. Las imágenes de los padres,
de la sociedad, las imágenes que nosotros mismos nos adjudicamos son lavadas
para que la imagen pura de Dios resplandezca nuevamente en nosotros” (Anselm
Grün).
Otro ritual que nos ofrece la Iglesia es la
eucaristía: que nos muestra el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Es la fiesta de la transformación, donde no solamente es transformado el pan y
el vino en cuerpo y sangre de Cristo,
sino que nuestra vida es también transformada. “En la comunión penetra en nosotros
el amor de Cristo para sanar nuestras heridas… Llegamos a ser uno con
Jesucristo, pero a través de él también somos uno con Dios, y uno con nosotros
mismos: para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí
y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que
tú me has enviado” (Jn 17,21).
Bendiciones.
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