Si nuestra espiritualidad no
es fecunda; si no es capaz de transformar nuestro entorno, entonces no es
verdadera espiritualidad. Podemos decir que la espiritualidad es una manera
profunda de vivir la vida. Como ya hemos dicho en otros escritos anteriores, la
espiritualidad no nos aparta de la realidad. Por lo tanto, la verdadera
espiritualidad tiene que hacer fecunda nuestra vida para el mundo en todos los
sentidos. De ahí que el mismo Jesús sea el que haya dicho que “él es la vid verdadera y nosotros los
sarmientos, pues el que permanece en él da mucho fruto” (Jn 15,5). Si
queremos que nuestra vida sea fecunda según el Espíritu, tenemos que entablar
una relación íntima con Jesús.
Un aspecto importante de la espiritualidad
es el seguimiento de Jesús. Seguir a Jesús es tratar de caminar como él caminó la vida, haciendo el bien, curando a
los enfermos, amando a los enemigos, sirviendo a todos como él sirvió,
proclamar a todos el evangelio y practicar la misericordia. Seguir a Jesús es
ser anunciadores y portadores de su paz y de reconciliación en una humanidad
herida por el pecado. La verdadera espiritualidad nos compromete con el mundo
en que vivimos; nos tiene que hacer capaces de hacer de este mundo un mundo
cada vez mejor. Esto implica una vivencia en la vida diaria con una dimensión
ética. La verdadera espiritualidad es forjadora de la conducta de los hombres y
mujeres.
¿Quién es el forjador de
nuestra espiritualidad? El Espíritu Santo, pero también está forjada por
nuestra relación personal e íntima con Jesús. Esta dimensión personal
espiritual tiene que verse reflejada también en nuestra relación con los demás.
Esto es testimonio. Recordemos que nuestra relación es con un Dios que es
persona. El Hijo de Dios no se disfrazó de ser humano, sino que se encarnó en
el ser humano y así se hizo uno de nosotros y uno con nosotros. Si nuestra
relación con Dios es buena y edificante, pues deberá de ser igual con los
demás, porque: “todo lo que hagan al más
pequeño de mis hermanos, me lo hacen a
mi” (Mt 25,40). La verdadera espiritualidad nos conduce a la solidaridad y
al compromiso con los demás: “porque
tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de
paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y
me fueron a ver” (Mt 25,35ss).
Otra dimensión de la verdadera
espiritualidad es que la relación personal con Jesucristo se manifiesta en una
comunidad nueva de los discípulos. Ya el evangelista Lucas nos ilustra sobre
este punto cuando nos hace ver lo esencial de la primera comunidad cristiana: “perseveraban unánimes en el templo día
tras día, y partiendo el pan casa por casa, participaban de la comida con
alegría y con sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo el favor de todo
el pueblo” (Hc 2,46ss). Aquí cabe la pregunta entonces: ¿Qué tanto están siendo
nuestras comunidades imagen de esta primera comunidad cristiana? ¿Por qué hoy
nuestras comunidades ya no son tan atractivas para muchas personas?
Por último, no podemos dejar
de hablar de la dimensión reconciliadora de la espiritualidad. El apóstol Pablo
nos dice que el Señor “nos dio el ministerio
de la reconciliación” (2Cor 5,18). La reconciliación no es solo para ser proclamada,
sino sobre todo, para ser vivida, testimoniada dentro y fuera de la comunidad.
Pero para que esto sea posible, primero tenemos que reconciliarnos con nosotros
mismos, porque nadie da lo que no tiene. Esta reconciliación pasa por la
experiencia de la cruz, tal y como lo enseñó e hizo el maestro: “no podemos mirar a la cruz de Jesús sin
reconciliarnos con las personas con las cuales estamos en disputa o que
rechazamos porque transitan otro camino” (Anselm Grün).
No se trata de ser o
convertirnos en jueces o acusadores de los demás, porque todos tenemos siempre
algo de lo cual purificarnos. Dios no nos ha puesto como jueces de nadie. El
real y definitivo juicio le corresponde únicamente a Él: “Sólo un lenguaje que renuncia a evaluar y juzgar puede tener un efecto
reconciliador” (Anselm Grün). El mismo Señor nos dio enseñanza de cómo
tiene que ser nuestra actitud hacia los demás, cuando dijo que debemos de amar
a nuestros enemigos (Mt 5,44), ante un mundo en el que impera todavía la ley
del talión del “ojo por ojo y diente por
diente”; un mundo vengativo y rencoroso, un mundo cada vez más violento; y
lo que es inaceptable es que muchas de estas atrocidades se ejercen en nombre
de la religión. Por eso es que nuestra espiritualidad cristiana es
reconciliadora porque se fundamenta en el Dios del amor, la misericordia y la
paz.