“Amen a sus enemigos… y serán hijos del Altísimo
porque Él es benévolo con los ingratos y los malvados” (Lc 6.35).
El apóstol es un enviado de Dios. De hecho,
la misma palabra apóstol significa “enviado”.
Jesús envía a sus discípulos a que hagan lo mismo que Él hizo y enseñó. Los envió
a predicar el evangelio de la vida, de la misericordia, del perdón. El apóstol
no es un juez, sino un mensajero de Cristo que su única misión es la misma que
la de su Maestro, que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores.
Siendo esto así, de ahí se deduce que una de las tareas del apóstol de Cristo
es precisamente ser medio, canal, instrumento de la misericordia y el perdón de
Dios. Dios ama a todos por igual, por lo tanto, el apóstol de Cristo también
tiene que ser un hombre de amor cristiano, recordando el mandamiento de Dios de
que debemos amarnos unos a otros como Él nos ha amado. El amor de Dios es el
amor capaz de perdonar no importa el color del pecado o la ofensa cometida, si
hay verdadero arrepentimiento. Dios ama al hombre pecador de un modo gratuito e
incondicional. Pero el hombre pecador tiene que saber corresponder de igual
manera a este amor divino; este amor divino es un amor transformador.
Sabemos, por lo que leemos en las Sagradas Escrituras,
que el amor de Dios es donación para todos los seres humanos, y no es exclusivo
de nadie en particular ni de ningún grupo. Por esto mismo es que hemos dicho más
arriba que el amor de Dios es el amor que nos lleva a amar a nuestros enemigos.
Esta es la radicalidad del evangelio y es también lo particular de nuestra fe
cristiana. En esto se debe enfocar todo fiel cristiano, si es que quiere ser en
verdad discípulo/a de Cristo. Esta es y debe de ser siempre la principal característica
del apóstol de Cristo, de sus sacerdotes. El Papa Francisco nos ha insistido en
esta actitud desde el inicio de su pontificado, y él es el primero que nos ha
dado y sigue dando el ejemplo. Cristo murió por todos en la cruz para que por
su Resurrección triunfáramos todos. La muerte de Cristo en la cruz es muerte
nuestra al pecado, y la Resurrección de
Cristo es triunfo nuestro a la vida.
Esto es lo que debe de anunciar el apóstol de
Cristo. Pero debe hacerlo desde su experiencia personal de un encuentro vivo
con Cristo, un encuentro transformador. A esto es lo que el Papa Francisco nos
invita: a que renovemos día a día nuestro encuentro con Cristo. Un encuentro en
el cual el apóstol experimenta profundamente el perdón de Dios por medio de su
gracia santificante, para que así la pueda transmitir a los demás. El Papa
Francisco, consciente de esta dimensión de la gracia de Dios, ha dedicado el
próximo año a la vivencia de la misericordia y como una marcada manifestación
de ésta, nos invita a la experiencia del perdón en todas sus dimensiones. El apóstol,
el sacerdote debe de ser de esta manera el enviado del perdón divino, el
administrador de la gracia, misericordia y perdón de Dios. Pero él también debe
de experimentar el perdón de Dios. No es algo extraño que anunciará, sino una
experiencia transformadora y profunda de la presencia de Dios en su vida. El
sacerdote es el primero que debe sentirse amado, perdonado y salvado por su
Señor y Maestro.
Esta fue la experiencia del apóstol Pablo: “Es cierta y digna de ser aceptada por todos
esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero
de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente
manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que
hubieran de crecer en Él para obtener la vida eterna” (1Tm 1,15-16). Así
entonces, vemos que el mismo Pablo es, en su misma experiencia personal, signo
vivo de la magnanimidad de Dios. Él se reconoce así siempre un pecador
perdonado.
Podemos concluir citando las palabras del P.
Ariel David Busso: “No hay hombre o mujer
que lleve más razón que aquel que es capaz de perdonar sin pedir nada en
cambio… El perdón que reclama lo suyo hiere. Y sus heridas suelen ser más
profundas que el no perdonar”.
Bendiciones.
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