“…Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban
uno del otro” (Gn 2,25).
No caben dudas que la vida en el paraíso era buena, sencilla y gozosa.
No había de que preocuparse. Como lo dice este versículo no había de que
avergonzarse. Lo importante era vivir al máximo y en plenitud. La misma
relación con Dios era plena. Dios mismo dialogaba con el hombre de sus cosas. Había
una armonía plena con toda la creación. Pero, no todo ciertamente era perfecto.
Más adelante, en el mismo pasaje bíblico, leemos: “Oyeron luego el ruido de los pasos del Señor Dios que se paseaba por
el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la
vista del Señor Dios entre los arboles del jardín (3,8)… Y al preguntarle el Señor por que había
hecho eso, Adán contesto: estoy desnudo, por eso me escondí” (3,10). ¿Cuál
fue la razón de este cambio repentino? Pues el pecado.
El pecado nos desnuda ante Dios. Ante la presencia de Dios no se puede
estar de cualquier manera, sino cuando nos presentamos ante Él en justicia y
santidad. Jesús dijo: “Si fueran del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no son del mundo, porque yo al
elegirlos los he sacado del mundo, por eso los odia el mundo” (Jn 15,19).
Pero lo cierto es que a Dios no podemos volver de cualquier manera: “No todo el que me diga Señor, Señor,
entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que
está en los Cielos” (Mt 7,21); y el apóstol Santiago nos dice: “muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis
obras te mostraré mi fe” (St 2,18). Si el pecado nos desnuda ante Dios, la
fe nos mantiene cubiertos y con una coraza que nada ni nadie podrá destruir. La
fe, hecha obras nos mantiene la gracia y por lo tanto nos encamina a la
santidad y estar en la presencia de Dios.
El pecado ha provocado muchas y desastrosas consecuencias en el mundo y,
sobre todo, en el mismo ser humano. Podemos mencionar el sufrimiento. En le Génesis
3,16 leemos: “Con trabajo parirás los
hijos”. Esta consecuencia del pecado está dirigida a Eva; pero a Adán
también le tocó: “Con el sudor de tu
rostro comerás el pan” (Gn 3,17). Estas dos sentencias siguen vigentes para
la humanidad hasta que termine de cumplirlas mientras dure. Una segunda
consecuencia del pecado es la muerte. San Pablo dice: “por un solo hombre entró el pecado al mundo y por este la muerte y así
la muerte alcanzó a todos los hombres” (Rm 5,12); y el apóstol Santiago
dice: “el pecado, una vez consumado,
engendra la muerte” (1,15). Como vemos, el cuerpo del ser humano sufrió las
consecuencias más sensibles para la persona y ante ella reaccionamos con mayor
ímpetu a causa del sufrimiento que suelen originarnos. También el alma sufrió
las consecuencias del pecado, así como la voluntad y la libertad humanas.
Concluyendo esta parte podemos decir entonces que la naturaleza humana
quedó muy golpeada por el pecado. No está totalmente destruida, pero si muy
herida por el dolor, el sufrimiento, la muerte, la concupiscencia, etc. Por eso
es que Dios Padre nos ha enviado a su Hijo para redimirnos, para curar nuestras
heridas, como la oveja perdida que al ser encontrada por el pastor la carga en
sus hombros y la regresa al redil.
Bendiciones.