Nos dice Anselm
Grün en su libro sobre los diez mandamientos: “Nuestro mundo se hace cada día más complicado e incomprensible. Por
eso mucha gente busca una clara orientación. Buscan buenas indicaciones para
conseguir una vida plena. ¿Qué
podríamos responder a esas personas que se afanan en buscar este bienestar,
esta orientación para alcanzar esa vida plena? Creo que la respuesta sería: Solo el Señor tiene el remedio. Únicamente
Él puede arreglar nuestra vida, falta de armonía y de sentido de tantas
ocasiones, y realizar una obra maravillosa. Solo Él”.
Ya sabemos que el Señor Jesús se nos reveló
como el único camino para llegar al Padre, cuando uno de sus discípulos le
preguntó cómo podrían saber el camino. Pero el Señor Jesús también es la puerta
que nos da acceso al Padre. Entonces, nuestra presencia en este mundo es un
retorno al Padre puesto que de Él hemos venido y a Él vamos a volver. Pero
tenemos que hacerlo tal como el mismo Jesús nos lo indicó, y que podríamos
resumirlo en sus propias palabras cuando resumió todos los mandamientos en dos:
amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús
es nuestro Maestro y nos señala con verdad y autoridad el camino que conduce a
la alegría, a la eficacia y a la salvación.
Pero es ahí el punto. Recorrer el camino nos
indica ya una acción. Los evangelistas nos presentan en ocasiones a Jesús “poniéndose
en camino”. Nosotros también tenemos que ponernos en camino, ponernos en
acción. Tenemos que gastar energía y acumular cansancio y fatiga en este
recorrido de la vida. Ponernos en camino es ir hacia la meta de la vida, que es
la salvación. Pero es que esta meta de la salvación ya implica para nosotros en
este mundo un gozo y una alegría: “Les daré un gozo y una alegría que nada ni
nadie se las podrá quitar”, nos dice el Señor. Por eso es que decimos, o más
bien afirmamos, que la dirección espiritual es camino de alegría. Una alegría que
no nos cae del Cielo, sino más bien es una alegría que tenemos que ir
construyendo, edificando en nuestro día a día en esta vida, en la medida en que
nos abrimos al Dios que es la fuente de ella: “Dichosos todos aquellos que al
escuchar mis palabras no se sientan defraudados de mí”.
En el
transcurrir de nuestra vida en este mundo, son muchas las contrariedades y
pruebas que tenemos que ir enfrentando y sorteando en el caminar. Muchas veces
sentimos el cansancio, la fatiga y hasta la derrota de no querer seguir
avanzando a pesar de que la meta a alcanzar es lo más grandioso que puede experimentar
el creyente. Este cansancio y fatiga nos hace perder, -la más de las veces-, el
rumbo y sentido de la vida. Nos hace caer también en una especie de enfermedad
que atrofia todo nuestro ser; nos aparta y aleja de Dios y su mensaje de
salvación. Por esto Jesús se nos presentó como el “médico”, que vino a buscar y
sanar a los enfermos del alma por el pecado, ya que posee la ciencia y las
medicinas necesarias para realizar en nosotros esta sanación. Pero, ¿cómo vamos
a encontrar o dar con este doctor y su medicina si nos negamos a ir donde Él;
si le cerramos las puertas de nuestra casa interior para que no entre porque
nos creemos que estamos sanos?: “vengan a mí todos los que están cansados y
agobiados, que yo los aliviaré”, nos dijo.
Nuestro Señor Jesucristo es el Dios cercano; es
el Dios próximo a nosotros. El está siempre más cerca de nosotros que nunca, no
importa la falta, el ánimo, la fatiga, el cansancio, etc. Y es que Cristo Jesús
es el remedio a nuestros males; es el remedio a nuestra fatiga; a nuestro
cansancio; a nuestra tristeza; a nuestro sin sentido en la vida. Por eso es que
tenemos que ir siempre hacia Él para poder descansar en Él y renovarnos en Él.
Es volver a llenarnos de la sabia suya porque Él es el tronco y nosotros los
sarmientos, y si es que queremos experimentar de esa sabia tenemos que estar
adheridos a Él.
Una buena dirección espiritual nos conduce a
experimentar todo esto y más. Nos conduce a cambiar nuestro dolor, amargura
y tristeza en nuevos caminos de
sanación, dulzura y alegría porque nos viene dada por el mismo Hijo de Dios,
que le dijo a la samaritana “si sigues bebiendo del agua de ese pozo, seguirás
teniendo sed; pero si tomas del agua que yo te doy nunca más tendrás sed”. Y
nosotros tenemos que decirle como la samaritana: “Señor, dame de esa agua para
nunca más tener sed”. Cristo es la fuente inagotable de toda nuestra
existencia. Nos pide, nos invita a que vayamos hacia Él; que nos atrevamos a
sumergirnos en su misma persona, que es la fuente inagotable de nuestra alegría
y de nuestra salvación.