“Los hombres deben
considerarse simplemente como servidores de Cristo, y administradores de los
misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un administrador es que sea
fiel” (1Cor 4,1-2).
El sacerdote tiene que ser consciente de que
ha recibido un llamado de Dios a servir. La persona del sacerdote no le hace un
favor a Dios al responder al llamado; es más bien Dios quien le hace un gran
favor a la persona al llamarlo: “no son
ustedes los que me han elegido; soy yo quien los ha elegido…”, dirá el
mismo Jesucristo. La persona del sacerdote, al responder al llamado de Dios,
éste lo convierte en administrador de su gracia. Y es que Dios ha querido,
desde el principio, contar con la participación del mismo hombre para salvarlo:
san Agustín ya dijo que “el que te creó
sin ti, no te puede salvar sin ti”. Esta administración de la gracia de
Dios por parte del sacerdote, exige la total y absoluta fidelidad de éste para
que pueda distribuir y hacer uso de ese don, no según su propia voluntad, sino más
bien según la voluntad del dueño que es Dios; porque de esta administración el
dueño le pedirá cuentas. Y es que el sacerdote debe vivir como hombre nuevo a
los ojos del pueblo que sirve.
La gracia que administra el sacerdote no es
suya, ni para su beneficio personal. Por eso la exigencia de la fidelidad: “el trabajo más difícil en la formación
sacerdotal es aprender a sumar para otra cuenta y no para la propia”, nos
dice el p. Busso. El sacerdote, si quiere ser fiel, debe de ser a la vez
humilde, porque sabe que ha recibido a manera de consigna todo lo que un día
deberá de responder, con intereses, al que ha confiado primero: “¿qué has hecho
con el talento que de di?” El sacerdote sabe que no puede enterrar el talento
dado, sino más bien debe ponerlo a producir para que su Señor lo reciba con los
intereses y así pase a ser sujeto de encomendarle una porción de talentos más
abundantes y el premio de la vida eterna; para que pase a disfrutar del
banquete de su Señor.
El sacerdote debe de cuidarse de no caer en
la infidelidad manifestada por el orgullo; debe de ser cuidadoso y no dejarse
arrastrar ni pensar que lo que ha recibido es suyo y no comportarse como su
absoluto dueño y poseedor de una riqueza propia-personal y engrosar la misma
usando medalaganariamente de esos dones para sobreabundar la riqueza personal
de unos bienes que sabe que no son suyos. No debe caer en la tentación de
convertirse en calculador, en donde primero están sus intereses personales. Por
el contrario, cuando el sacerdote hace uso correcto de esos dones, se dará
cuenta de que sus cuentas no siempre tienen cifras seguras: su debilidad fortalecida
por la gracia le hacen sumar para otro. Ser fiel, bajo el peso de la cruz, no
es testarudez; es, más bien, adhesión a la voluntad del Padre para que él
administre en sus hijos la gracia que salva.
La fidelidad del sacerdote en el ministerio y
administración de los dones dados, lo llevan a estar en una actitud de atención
permanente para actuar en la medida justa y en el tiempo oportuno. No se le
exigirá que haga cosas estrepitosas, pero sí que se encuentre en lo suyo, sin
impaciencias, sin aprovecharse de la administración confiada, que no busque sus
beneficios personales, sin cambiar de destino del pan destinado a los suyos;
que no abuse ni maltrate a los que se le han encomendado; que sepa repartir la ración
a todos a su tiempo.
Un administrador fiel es aquel servidor que
siempre está en una total disponibilidad. La conciencia de ser ministro de
Cristo y de su cuerpo místico implica el empeño por cumplir fielmente la
voluntad de la iglesia, que se expresa concretamente en las normas. Entre todos
los aspectos de la vida ministerial, merece particular atención el de la
docilidad a vivir profundamente la liturgia de la iglesia, es decir, conservar
el amor fiel que se expresa en una normativa cuyo fin es el de ordenar el culto
de acuerdo con la voluntad del sumo y eterno sacerdote y su cuerpo místico. El
sacerdote sabe que la liturgia no es suya, sino más bien de la iglesia y tiene
que ceñirse a ella según las normas y reglas de la misma. El sacerdote no puede
ni debe disponer de la liturgia a su antojo; no puede hacer uso de ella como si
se tratara de un espectáculo. Hacer esto es ir en contra de la esencia misma de
la celebración eucarística, que es el culto cristiano por excelencia. La
liturgia transforma la vida únicamente cuando es celebrada con fe auténtica y
renovada. La devoción del sacerdote es también anuncio de la palabra celebrada
y una muestra de su fidelidad.
Bendiciones.
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