Estas
palabras del Señor a sus discípulos, después de haberles lavado los pies y
mencionar nuevamente la traición de Judas, son de hecho palabras que nos deben
de hacer reflexionar sobre el tema de la elección de Dios a nosotros. Lo
primero que tenemos que decir es que, esta elección de parte del Señor no hay
que entenderla nada más como la elección que hace Cristo de una persona para un
ministerio o acción específica, -como podría ser el sacerdocio ministerial, la
vida religiosa, etc. Tenemos que entenderla en su sentido amplio. Es decir,
entenderla y asumirla en la elección que ha hecho el Señor de todos nosotros,
sus hijos y discípulos. Y es que todos hemos sido elegidos por Dios, y elegidos
de Dios. Pero, lo que debemos de preguntarnos es cómo estoy viviendo yo esa
elección de Dios. No se trata de “sentirme” elegido por Dios, sino más
bien de “vivir” como elegido por Dios y elegido de Dios. Y es que el
vivir la elección como un puro sentimentalismo es limitado y superficial. Vivir
la elección de Dios, es llegar al punto de la experiencia de vida; es dejar que
esta elección transforme mi vida, mi existencia, todo mi ser. ¿Y cómo puedo
lograr este cometido? Pues el mismo Señor nos lo dirá con estas palabras: “El
que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el hombre prudente y
sensato que edifica su casa sobre roca firme”. Pero también el cristiano
que vive de esta manera, pasa a ser parte de la nueva familia de Jesús, es
decir, se convierte en su hermano, su hermana y su madre.
Fijémonos que el Señor deja claro que es el que ha dado el primer paso
para esta elección. Ya en otra ocasión dirá a sus discípulos, y en ellos a
nosotros, que no han sido ellos los que le han elegido, sino que es el Señor el
que los ha elegido, y los ha elegido para que vayan y den fruto y ese fruto
permanezca. La iniciativa siempre parte de Dios. El mismo evangelista san Juan
nos dirá: “Nadie puede decir que ama a Dios, si Dios no lo ha amado primero”.
Como Dios es el primero que ha dado el paso, pues espera que nosotros demos el
segundo; y este consiste en que respondamos positivamente a su iniciativa. Pero
como nos ha creado en y con libertad, sabe que esa respuesta no siempre es de
acuerdo a lo que espera de nosotros.
Por
otro lado, este tema de la elección divina, -hay que decirlo-, tiene lo que
podemos llamar un elemento de misterio. Pero, este misterio no hay que
entenderlo como que existe algo que nosotros no debemos saber; sino más bien
como, que siempre existe algo que al preguntarnos por qué Dios me ha elegido,
no tenemos clara la respuesta. Es decir, fijémonos que los evangelistas no nos
presentan al Señor dando explicación ni razones a los elegidos del por qué de
la misma. Él solamente elige y así mismo espera que aceptemos su elección y que
actuemos en consecuencia. El Señor no da detalles a nadie ni pregunta si la
persona es buena, si no ha tenido malos pensamientos, si no ha dicho malas
palabras, si nunca se ha equivocado, si eres devoto o no, si eres buen esposo o
esposa, buen padre o buena madre, buen hijo o buena hija, buen empleado/a, buen
jefe/a, etc. Él solo elige y punto. Ahora, es cierto también que nos elige para
algo, y nosotros tenemos que ir descubriendo qué es o será ese “algo”. Es parecido
a aquellas palabras que san pablo le dirigió al Señor después de su encuentro
con él: “¿Qué tengo que hacer Señor?” o, las palabras que las gentes le dirigiera
a Pablo y Pedro después de predicarles en la sinagoga sobre Jesucristo
resucitado: “¿Qué tenemos que hacer?”.
“Yo
sé a quienes he elegido”, quiere decir que el Señor nos conoce muy bien;
mejor que a nosotros mismos. La elección del Señor es segura porque nos conoce
y quiere que también nosotros le conozcamos para que le podamos amar: “Nadie
ama lo que no conoce”. El Señor nos ha elegido para que estemos con él, le
escuchemos, nos dejemos instruir y guiar por él para que hagamos lo mismo que
nos dejó como enseñanza. El Señor nos ha elegido para ser hijos y, sobre todo,
para que vivamos como sus hijos; portadores, anunciadores y testigos de la luz,
ya que él vino como luz para el mundo. Nos ha hecho de esta manera “luz de
las naciones para que, viendo los demás nuestras buenas obras, den gloria al
Padre del cielo”; y así sea conocido y amado por todos, o por todos
aquellos que aceptarán el mensaje de salvación del evangelio.
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