viernes, 14 de agosto de 2020

Yo sé a quienes elegí (Jn 13,18ª)

 

  Estas palabras del Señor a sus discípulos, después de haberles lavado los pies y mencionar nuevamente la traición de Judas, son de hecho palabras que nos deben de hacer reflexionar sobre el tema de la elección de Dios a nosotros. Lo primero que tenemos que decir es que, esta elección de parte del Señor no hay que entenderla nada más como la elección que hace Cristo de una persona para un ministerio o acción específica, -como podría ser el sacerdocio ministerial, la vida religiosa, etc. Tenemos que entenderla en su sentido amplio. Es decir, entenderla y asumirla en la elección que ha hecho el Señor de todos nosotros, sus hijos y discípulos. Y es que todos hemos sido elegidos por Dios, y elegidos de Dios. Pero, lo que debemos de preguntarnos es cómo estoy viviendo yo esa elección de Dios. No se trata de “sentirme” elegido por Dios, sino más bien de “vivir” como elegido por Dios y elegido de Dios. Y es que el vivir la elección como un puro sentimentalismo es limitado y superficial. Vivir la elección de Dios, es llegar al punto de la experiencia de vida; es dejar que esta elección transforme mi vida, mi existencia, todo mi ser. ¿Y cómo puedo lograr este cometido? Pues el mismo Señor nos lo dirá con estas palabras: “El que escucha mis palabras y las pone en práctica, es como el hombre prudente y sensato que edifica su casa sobre roca firme”. Pero también el cristiano que vive de esta manera, pasa a ser parte de la nueva familia de Jesús, es decir, se convierte en su hermano, su hermana y su madre.

  Fijémonos que el Señor deja claro que es el que ha dado el primer paso para esta elección. Ya en otra ocasión dirá a sus discípulos, y en ellos a nosotros, que no han sido ellos los que le han elegido, sino que es el Señor el que los ha elegido, y los ha elegido para que vayan y den fruto y ese fruto permanezca. La iniciativa siempre parte de Dios. El mismo evangelista san Juan nos dirá: “Nadie puede decir que ama a Dios, si Dios no lo ha amado primero”. Como Dios es el primero que ha dado el paso, pues espera que nosotros demos el segundo; y este consiste en que respondamos positivamente a su iniciativa. Pero como nos ha creado en y con libertad, sabe que esa respuesta no siempre es de acuerdo a lo que espera de nosotros.

  Por otro lado, este tema de la elección divina, -hay que decirlo-, tiene lo que podemos llamar un elemento de misterio. Pero, este misterio no hay que entenderlo como que existe algo que nosotros no debemos saber; sino más bien como, que siempre existe algo que al preguntarnos por qué Dios me ha elegido, no tenemos clara la respuesta. Es decir, fijémonos que los evangelistas no nos presentan al Señor dando explicación ni razones a los elegidos del por qué de la misma. Él solamente elige y así mismo espera que aceptemos su elección y que actuemos en consecuencia. El Señor no da detalles a nadie ni pregunta si la persona es buena, si no ha tenido malos pensamientos, si no ha dicho malas palabras, si nunca se ha equivocado, si eres devoto o no, si eres buen esposo o esposa, buen padre o buena madre, buen hijo o buena hija, buen empleado/a, buen jefe/a, etc. Él solo elige y punto. Ahora, es cierto también que nos elige para algo, y nosotros tenemos que ir descubriendo qué es o será ese “algo”. Es parecido a aquellas palabras que san pablo le dirigió al Señor después de su encuentro con él: “¿Qué tengo que hacer Señor?” o, las palabras que las gentes le dirigiera a Pablo y Pedro después de predicarles en la sinagoga sobre Jesucristo resucitado: “¿Qué tenemos que hacer?”.

  Yo sé a quienes he elegido”, quiere decir que el Señor nos conoce muy bien; mejor que a nosotros mismos. La elección del Señor es segura porque nos conoce y quiere que también nosotros le conozcamos para que le podamos amar: “Nadie ama lo que no conoce”. El Señor nos ha elegido para que estemos con él, le escuchemos, nos dejemos instruir y guiar por él para que hagamos lo mismo que nos dejó como enseñanza. El Señor nos ha elegido para ser hijos y, sobre todo, para que vivamos como sus hijos; portadores, anunciadores y testigos de la luz, ya que él vino como luz para el mundo. Nos ha hecho de esta manera “luz de las naciones para que, viendo los demás nuestras buenas obras, den gloria al Padre del cielo”; y así sea conocido y amado por todos, o por todos aquellos que aceptarán el mensaje de salvación del evangelio.

 

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