miércoles, 24 de agosto de 2022

¿Desaparecerá la Iglesia? (2)

 

  El celibato sacerdotal quedó establecido en la legislación de la Iglesia católica latina en el Concilio de Elvira, - la actual Granada. Fue un concilio disciplinar. Es bueno aclarar que la Iglesia no inventó un estilo o estado de vida al establecer la legislación del celibato sacerdotal, sino más bien que, oficializó con esta legislación una práctica de vida que ya se venía realizando desde hace siglos atrás en la Iglesia por muchos de sus miembros, tanto sacerdotes como laicos.

  El Papa san Pablo VI, en un mensaje dirigido a los sacerdotes y seminaristas españoles en 1965, dijo: “Hoy como ayer, la misión específica del sacerdote es la de comunicar el pan de la palabra; la de distribuir, como ministro del culto, el perdón, la gracia y la santidad. Podrán cambiar los tiempos y los métodos, según la evolución de las costumbres, pero el contenido del mensaje seguirá siendo el mismo: el apostolado será siempre la transmisión de la vida espiritual”.

  Y el Papa Pío XII, en su carta encíclica Sacra Virginitas, sobre la Sagrada Virginidad, dice: “La santa virginidad y la castidad perfecta, consagrada al servicio divino, se cuentan, sin duda, entre los tesoros más preciosos dejados como herencia a la Iglesia por su Fundador. Por eso, los santos padres afirmaron que la virginidad perpetua es un bien excelso nacido de la religión cristiana”.

  El Decreto Presbiterorum Ordinis, del Concilio Vaticano II, en su número 16, leemos: “La perfecta y perpetua continencia por amor del Reino de los cielos, recomendada por Cristo Señor, aceptada de buen grado y laudablemente guardada en el decurso del tiempo y aún en nuestros días por no pocos fieles, ha sido siempre altamente estimada por la Iglesia de manera especial para la vida sacerdotal…, el celibato, que primero se recomendaba a los sacerdotes, fue luego impuesto por ley en la Iglesia latina a todos los que habían de ser promovidos al Orden sagrado. Esta legislación, por lo que atañe a quienes se destinan al presbiterado, la aprueba y confirma de nuevo este Sacrosanto Concilio, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento, será liberalmente dado por el Padre, con tal que quienes por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, e incluso toda la Iglesia, lo pidan humilde e insistentemente”. Como podemos deducir de este texto conciliar, el celibato es un don-regalo de Dios a su Iglesia, a su familia, y también él da las gracias necesarias para que los llamados al ministerio ordenado puedan vivirlo con generosidad y desprendimiento, con un corazón indiviso.

  En el Catecismo de la Iglesia Católica, en el numeral 1579, leemos: “Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato por el Reino de los cielos”. Aquí nos presenta el Catecismo que lo que le da sentido a este estado de vida, a esta renuncia voluntaria y libre al matrimonio y formar una familia, es el “amor por el Reino de los cielos”. Reafirma así el Catecismo lo que ya había dicho Jesús con respecto a los “eunucos”, que se hacen a sí mismo por esta causa. El celibato no es una huida al matrimonio ni a la familia. Es la elección de un bien mayor, utilizando las palabras del apóstol san pablo. Pero sin menoscabo del estado de vida matrimonial, que también es una vocación a la santidad.

  Por otro lado, la Iglesia, en el Catecismo, nos recuerda quiénes pueden recibir este sacramento del Orden: “Sólo el varón bautizado recibe válidamente la Sagrada ordenación. El Señor Jesús eligió a hombres para formar el Colegio de los Doce apóstoles (Mc 3,14.19; Lc 6,12-16), y los apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1Tim 3, 1.13; 2Tim 1,6). La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación” (n. 1577). Y no podemos dejar de mencionar la carta apostólica de san Juan Pablo II, “Ordinatio Sacerdotalis”, donde dejó zanjada esta cuestión sobre la imposibilidad del sacerdocio femenino en la Iglesia Católica de rito latino: “Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a mis hermanos (Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (n. 4b).

  La vocación al sacerdocio ministerial contiene un elemento de misterio. Pero esto no hay que entenderlo como si hubiera algo en el llamado que no debiéramos o no pudiéramos saber porque se nos está prohibido; sino más bien, porque, como llamado del Señor, no sabemos a ciencia cierta por qué elige y llama a algunos hombres a este estado de vida. El Señor sólo espera del que es llamado, una respuesta desprendida y generosa a su invitación a seguirle y servirle de un modo más particular a través de este ministerio.  El sacerdocio ministerial no es un derecho que tenemos los católicos en la Iglesia, sino más bien un don-regalo de Dios a su Iglesia y está ordenado al servicio del sacerdocio común de los fieles. La vocación sacerdotal no es un llamado al poder, sino más bien, un llamado al servicio.

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