“…Jesús les dijo otra vez: la
paz con ustedes. Como el Padre me envió, también yo los envio. Dicho esto,
sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados.
Les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn
20,21-23).
De entrada, podemos decir que la confesión
no es un paso fácil para muchos católicos. Cuanto más parece que la
necesitamos, menos la buscamos. No a todos nos gusta hablar de nuestros fallos
o faltas morales, y esto hasta puede parecer natural. También es cierto que el
pecado es un mal del cual debemos avergonzarnos; ya san Agustín decía: “¡Ay
del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto tú te apiadas de él;
porque tu lo hiciste a él, pero no sus pecados”. Hemos de saber que
cuando pecamos estamos rechazando hasta cierto punto el amor de Dios, y nada
queda oculto para Él.
Hay tantas opiniones encontradas de muchas
gentes al respecto de la confesión. Lo primero que hay que decir al respecto es
que, muchos creen que la confesión es un invento de la Iglesia Católica. Esto
es falso. Ciertamente que el que esto afirma no ha leído bien el evangelio. La
confesión es algo que ya existía en el Antiguo Testamento. La confesión existe
desde que existe el pecado en el mundo. Pensemos en el pecado original que está
al principio del Génesis. Es interesante un análisis de lo que se nos narra en
el capítulo 2,16-17. En todo ese diálogo que Dios sostiene con los primeros
seres humanos, podríamos decir que su única intención es llegar al punto de que
“ellos reconozcan su pecado”, pero no lo hacen. Siempre utilizan la excusa y la
justificación y hasta el señalamiento. Esto mismo podríamos decir de uno de los
hijos de esta primera pareja, Caín. Este, al cometer su pecado o su falta
contra su hermano Abel, es interrogado por Dios para inducirlo al
reconocimiento de su culpa. Pero se niega a reconocerla.
Esto lo podemos aplicar al hombre y mujer
de hoy: el hombre y la mujer de hoy tampoco estamos muy dispuestos a reconocer
nuestros pecados o fallos. Es cierto que en nuestro interior se dan los
resentimientos, vergüenza, dolor, etc., pero de ahí no pasa. Todo esto se queda
dentro de la persona. Por lo regular siempre buscamos de manera
injustificada la justificación; o dicho en otras palabras, siempre estamos
buscando a quién echarle la culpa, y entre ellos está Dios; porque él es el
culpable de nuestras circunstancias, descollos, mal herencia, etc.
Pedir perdón es una necesidad, es también
necesario demostrarlo, y por lo tanto, necesario hacer algo para ello. El pecado
causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más
mortal que cualquier muerte física; Cristo mismo dijo: “no teman a los que matan el
cuerpo, pero no pueden matar el alma; teman más bien al que matando el cuerpo
puede también matar el alma llevándola al infierno” (Mt 10,28).
Como ya hemos dicho, el pecado y la
confesión ya existían desde el Antiguo Testamento. Cuando Jesús inició su
misión de anunciar el Reino de Dios, él no vino a derogar lo que Dios ya había
establecido desde la antigüedad. Él no vino a sustituir algo malo por algo
bueno; vino más bien a darle su real y definitivo sentido o plenitud. La confesión,
primero es un acto de fe, y la fe en el poder de Cristo para perdonar pecados
es una señal del creyente. Ahora, Cristo ha querido ejercer ese poder de una
manera muy peculiar (recordemos la cita bíblica del evangelio de Juan al inicio
de nuestro escrito). Jesús otorgó a sus apóstoles
un nombramiento y una autoridad para perdonar los pecados en su nombre.
Entonces, hay que entender bien esto: es cierto que el único que tiene poder
para perdonar pecados es Dios y que por tanto, debemos de confesarnos con Él,
pero del modo en que Él lo ha establecido a través de su Hijo Jesucristo,
¿cómo? Con un sacerdote. El apóstol Santiago nos enseña diciéndonos: “¿Está
enfermo alguien de ustedes? Llame a los presbíteros (sacerdotes) de la Iglesia para
que oren por él, después de ungirlo con óleo en nombre del Señor. Y la oración de
fe salvará al enfermo, y el Señor le curará; y si ha cometido pecado le
perdonará. Por tanto, confiesen mutuamente los pecados y oren unos por otros
para que sean salvados” (St 5,14-16).
Podemos decir que Santiago conecta la práctica
de la confesión con la fuerza sanante del ministerio sacerdotal. Los sacerdotes
son sanadores: los llamamos para que unjan nuestros cuerpos cuando estamos
enfermos; y acudimos a ellos para recibir la fuerza sanadora y liberadora del
sacramento del perdón cuando nuestras almas están enfermas por el pecado.
Bendiciones.