lunes, 27 de mayo de 2013

¿Por qué confesarme? (1a. parte)


“…Jesús les dijo otra vez: la paz con ustedes. Como el Padre me envió, también yo los envio. Dicho esto, sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados. Les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20,21-23).

De entrada, podemos decir que la confesión no es un paso fácil para muchos católicos. Cuanto más parece que la necesitamos, menos la buscamos. No a todos nos gusta hablar de nuestros fallos o faltas morales, y esto hasta puede parecer natural. También es cierto que el pecado es un mal del cual debemos avergonzarnos; ya san Agustín decía: “¡Ay del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto tú te apiadas de él; porque tu lo hiciste a él, pero no sus pecados”. Hemos de saber que cuando pecamos estamos rechazando hasta cierto punto el amor de Dios, y nada queda oculto para Él.

Hay tantas opiniones encontradas de muchas gentes al respecto de la confesión. Lo primero que hay que decir al respecto es que, muchos creen que la confesión es un invento de la Iglesia Católica. Esto es falso. Ciertamente que el que esto afirma no ha leído bien el evangelio. La confesión es algo que ya existía en el Antiguo Testamento. La confesión existe desde que existe el pecado en el mundo. Pensemos en el pecado original que está al principio del Génesis. Es interesante un análisis de lo que se nos narra en el capítulo 2,16-17. En todo ese diálogo que Dios sostiene con los primeros seres humanos, podríamos decir que su única intención es llegar al punto de que “ellos reconozcan su pecado”, pero no lo hacen. Siempre utilizan la excusa y la justificación y hasta el señalamiento. Esto mismo podríamos decir de uno de los hijos de esta primera pareja, Caín. Este, al cometer su pecado o su falta contra su hermano Abel, es interrogado por Dios para inducirlo al reconocimiento de su culpa. Pero se niega a reconocerla.

Esto lo podemos aplicar al hombre y mujer de hoy: el hombre y la mujer de hoy tampoco estamos muy dispuestos a reconocer nuestros pecados o fallos. Es cierto que en nuestro interior se dan los resentimientos, vergüenza, dolor, etc., pero de ahí no pasa. Todo esto se queda  dentro de la persona.  Por lo regular siempre buscamos de manera injustificada la justificación; o dicho en otras palabras, siempre estamos buscando a quién echarle la culpa, y entre ellos está Dios; porque él es el culpable de nuestras circunstancias, descollos, mal herencia, etc.

Pedir perdón es una necesidad, es también necesario demostrarlo, y por lo tanto, necesario hacer algo para ello. El pecado causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más mortal que cualquier muerte física; Cristo mismo dijo: “no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; teman más bien al que matando el cuerpo puede también matar el alma llevándola al infierno” (Mt 10,28).

Como ya hemos dicho, el pecado y la confesión ya existían desde el Antiguo Testamento. Cuando Jesús inició su misión de anunciar el Reino de Dios, él no vino a derogar lo que Dios ya había establecido desde la antigüedad. Él no vino a sustituir algo malo por algo bueno; vino más bien a darle su real y definitivo sentido o plenitud. La confesión, primero es un acto de fe, y la fe en el poder de Cristo para perdonar pecados es una señal del creyente. Ahora, Cristo ha querido ejercer ese poder de una manera muy peculiar (recordemos la cita bíblica del evangelio de Juan al inicio de nuestro escrito).  Jesús otorgó a sus apóstoles un nombramiento y una autoridad para perdonar los pecados en su nombre. Entonces, hay que entender bien esto: es cierto que el único que tiene poder para perdonar pecados es Dios y que por tanto, debemos de confesarnos con Él, pero del modo en que Él lo ha establecido a través de su Hijo Jesucristo, ¿cómo? Con un sacerdote. El apóstol Santiago nos enseña diciéndonos: “¿Está enfermo alguien de ustedes? Llame a los presbíteros (sacerdotes) de la Iglesia para que oren por él, después de ungirlo con óleo en nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor le curará; y si ha cometido pecado le perdonará. Por tanto, confiesen mutuamente los pecados y oren unos por otros para que sean salvados” (St 5,14-16).

Podemos decir que Santiago conecta la práctica de la confesión con la fuerza sanante del ministerio sacerdotal. Los sacerdotes son sanadores: los llamamos para que unjan nuestros cuerpos cuando estamos enfermos; y acudimos a ellos para recibir la fuerza sanadora y liberadora del sacramento del perdón cuando nuestras almas están enfermas por el pecado.

Bendiciones.

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