El tema del perdón abunda en
la predicación de Jesús y está presente a lo largo del evangelio. Esta petición
nos hace pensar que en el mundo hay muchas ofensas: se ofende a los demás, a
uno mismo y se ofende a Dios. Toda ofensa que se comete siempre es una afrenta
al amor y la verdad de Dios. Para san Benito, hacer las paces y perdonar a otro
puede exigir un gran esfuerzo espiritual que desafía a toda persona. Dice: “Perdonar
no es nada fácil. No nos resulta particularmente difícil cuando estamos de ánimo indulgente o nos
sentimos motivados por los buenos sentimientos. Pero casi nadie escapa a la
tentación de retirar pronto sus gestos de reconciliación. Lo que llamamos
perdón, a menudo no es otra cosa que otorgar libertad condicional al otro... Esperamos
impacientes los signos concretos de arrepentimiento... queremos estar seguros
de que el arrepentido no reincidirá...” Con frecuencia hacemos depender
nuestro perdón del arrepentimiento del culpable.
La ofensa sólo se puede superar con el
perdón; jamás con la venganza. En Jesús y en el diácono Esteban tenemos
ejemplos impresionantes: ambos oran por sus enemigos pidiendo perdón para
ellos, si bien éstos no desisten en absoluto de su obra homicida. Hay tres
pasajes de las Sagradas Escrituras en que este tema del perdón va en ascenso:
el primero es del génesis que nos presenta al violento Lámek, quien dice que se
vengará setenta y siete veces por una ofensa (4,24); el segundo es la famosa
ley del talión del ojo por ojo, y diente por diente. Y Jesús finalmente nos
enseña que debemos de perdonar setenta veces siete (Mt 18,21).
Aquí nos damos cuenta de lo exigente que es
ser cristiano, cuán grande es la cuota de amor que se nos reclama. No extraña,
entonces, que a menudo no cumplamos con tal exigencia. Lo que impide la
aceptación del perdón no es la obstinación del otro, sino nuestro orgullo. Dios
es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede
penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. “Se recibe de lo que se da”, nos diría
el Señor. Para poder perdonar, primero tenemos que ser perdonados. Pero, esto
fue lo que no hizo aquel servidor malvado que le fue perdonada su tremenda
deuda cuando se lo pidió a su señor, y no fue capaz de perdonar a su compañero ante
la risible deuda que tenía (Mt 18,23-35). De ahí que el mismo Señor nos insista
que antes de presentar nuestra ofrenda ante el altar, primero debemos de
reconciliarnos con nuestro hermano para que nuestra ofrenda sea agradable a
Dios (Mt 5,23).
El perdón no es un mero acto de la voluntad.
Es también un proceso que necesita tiempo. Ese proceso tiene cuatro pasos:
primero ha de permitir el dolor, sin disculpar precipitadamente al que ha
ofendido. Segundo es permitir la cólera, que es la fuerza para distanciarse del
otro. Tercero es percibir objetivamente lo que ha acontecido con esa herida. Y
cuarto, ya es el perdón, que es un gesto activo (Anselm Grün).
El perdón tiene una dimensión sanadora y
liberadora. Por lo tanto, la persona que no perdona no puede sanar. Son
personas que aun le dan demasiado espacio al rencor dentro de sí. El perdón
tiene una importancia decisiva para la curación de las propias heridas.
Jesús es el gran reconciliador y nos invita a
sus seguidores a que hagamos lo mismo, porque así es Dios con nosotros. Su
mandato de “hacer las paces con nuestro adversario mientras vamos de camino…”
(Mat 5,25); nos invita a que mientras estemos en movimiento, mientras estemos
en esta vida, lo que más nos conviene es ponernos en paz con nuestro adversario
para que después no seamos entregados al carcelero y no salgamos de ahí hasta
que paguemos el último centavo. Ahora, ese adversario también abarca mi
adversario interior con quien lucho constantemente y a quien muchas veces no
puedo aceptar. Debo tratar de aceptar mis flaquezas, mis limitaciones. Mientras
estoy de camino, mi tarea es perdonar-me; solo así estaré en capacidad de
reconciliar-me con los adversarios que se crucen en mi camino.
El amor a los enemigos no significa dejarnos
hacer todo lo que el otro quiera. Amar al enemigo significa libertad, no ver al
otro como enemigo, sino como una persona que desea la amistad. La invitación de
Jesús a amar a los enemigos quiere sustituir el antiguo modo de pensar
excluyente por medio de nuevos caminos de paz y de reconciliación.
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