jueves, 2 de octubre de 2014

Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden...


El tema del perdón abunda en la predicación de Jesús y está presente a lo largo del evangelio. Esta petición nos hace pensar que en el mundo hay muchas ofensas: se ofende a los demás, a uno mismo y se ofende a Dios. Toda ofensa que se comete siempre es una afrenta al amor y la verdad de Dios. Para san Benito, hacer las paces y perdonar a otro puede exigir un gran esfuerzo espiritual que desafía a toda persona. Dice: “Perdonar no es nada fácil. No nos resulta particularmente difícil  cuando estamos de ánimo indulgente o nos sentimos motivados por los buenos sentimientos. Pero casi nadie escapa a la tentación de retirar pronto sus gestos de reconciliación. Lo que llamamos perdón, a menudo no es otra cosa que otorgar libertad condicional al otro... Esperamos impacientes los signos concretos de arrepentimiento... queremos estar seguros de que el arrepentido no reincidirá...” Con frecuencia hacemos depender nuestro perdón del arrepentimiento del culpable.

  La ofensa sólo se puede superar con el perdón; jamás con la venganza. En Jesús y en el diácono Esteban tenemos ejemplos impresionantes: ambos oran por sus enemigos pidiendo perdón para ellos, si bien éstos no desisten en absoluto de su obra homicida. Hay tres pasajes de las Sagradas Escrituras en que este tema del perdón va en ascenso: el primero es del génesis que nos presenta al violento Lámek, quien dice que se vengará setenta y siete veces por una ofensa (4,24); el segundo es la famosa ley del talión del ojo por ojo, y diente por diente. Y Jesús finalmente nos enseña que debemos de perdonar setenta veces siete (Mt 18,21).

  Aquí nos damos cuenta de lo exigente que es ser cristiano, cuán grande es la cuota de amor que se nos reclama. No extraña, entonces, que a menudo no cumplamos con tal exigencia. Lo que impide la aceptación del perdón no es la obstinación del otro, sino nuestro orgullo. Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. “Se recibe de lo que se da”, nos diría el Señor. Para poder perdonar, primero tenemos que ser perdonados. Pero, esto fue lo que no hizo aquel servidor malvado que le fue perdonada su tremenda deuda cuando se lo pidió a su señor, y  no fue capaz de perdonar a su compañero ante la risible deuda que tenía (Mt 18,23-35). De ahí que el mismo Señor nos insista que antes de presentar nuestra ofrenda ante el altar, primero debemos de reconciliarnos con nuestro hermano para que nuestra ofrenda sea agradable a Dios (Mt 5,23).

  El perdón no es un mero acto de la voluntad. Es también un proceso que necesita tiempo. Ese proceso tiene cuatro pasos: primero ha de permitir el dolor, sin disculpar precipitadamente al que ha ofendido. Segundo es permitir la cólera, que es la fuerza para distanciarse del otro. Tercero es percibir objetivamente lo que ha acontecido con esa herida. Y cuarto, ya es el perdón, que es un gesto activo (Anselm Grün).

  El perdón tiene una dimensión sanadora y liberadora. Por lo tanto, la persona que no perdona no puede sanar. Son personas que aun le dan demasiado espacio al rencor dentro de sí. El perdón tiene una importancia decisiva para la curación de las propias heridas.

  Jesús es el gran reconciliador y nos invita a sus seguidores a que hagamos lo mismo, porque así es Dios con nosotros. Su mandato de “hacer las paces con nuestro adversario mientras vamos de camino…” (Mat 5,25); nos invita a que mientras estemos en movimiento, mientras estemos en esta vida, lo que más nos conviene es ponernos en paz con nuestro adversario para que después no seamos entregados al carcelero y no salgamos de ahí hasta que paguemos el último centavo. Ahora, ese adversario también abarca mi adversario interior con quien lucho constantemente y a quien muchas veces no puedo aceptar. Debo tratar de aceptar mis flaquezas, mis limitaciones. Mientras estoy de camino, mi tarea es perdonar-me; solo así estaré en capacidad de reconciliar-me con los adversarios que se crucen en mi camino.

   El amor a los enemigos no significa dejarnos hacer todo lo que el otro quiera. Amar al enemigo significa libertad, no ver al otro como enemigo, sino como una persona que desea la amistad. La invitación de Jesús a amar a los enemigos quiere sustituir el antiguo modo de pensar excluyente por medio de nuevos caminos de paz y de reconciliación.

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