“…Yo he venido para que tengan vida y la tenga en abundancia”
(Jn 10,10).
Por último, nos toca reflexionar sobre esta
tercera categoría que Cristo mismo se aplica a su persona. Si Cristo Jesús es
la Vida para nosotros, es porque antes de Él el hombre vivía atado o dominado
por la muerte. Cristo es el centro de los corazones y de todos los espíritus
que anhelan vivir la bondad y el amor.
Cristo es la Vida, porque desde ahora hace participar a los seres
humanos en la comunión con el Dios vivo.
No se ama sino aquello que se conoce bien.
Por eso es necesario que tengamos la vida de Cristo en la cabeza y en el corazón,
de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los
ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas
situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria los hechos y palabras del
Señor (Francisco Fernández Carvajal). Así nos sentiremos metidos en su vida.
Porque no se trata solo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas.
Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores.
El resumen de nuestra fe es precisamente
este: Cristo está vivo. Esa es la vida que celebramos, anunciamos y defendemos.
Creemos en el Dios que está vivo y quiere que nosotros también vivamos. Para
esto nos ha creado y nos ha enviado a su Hijo unigénito: para que todo el que
crea en Él se salve y llegue al conocimiento de la Verdad. El mensaje central
de la predicación cristiana no puede ser otro. Es cuestión de decidirnos a
llevar el mensaje de vida, salvación, amor, liberación, justicia; y no el de
muerte, condenación, odio, esclavitud y sufrimiento.
Vivimos en un mundo que está cada vez mas
hundido en la muerte. Esto es lo que propaga a los cuatro vientos. Hoy la tendencia
es a fomentar y legalizar lo que el Papa san Juan Pablo II denunció como la “cultura de la muerte”: aborto,
eutanasia, uniones homosexuales, adopciones por estas parejas, etc. Esta es
parte de las grandes tinieblas que envuelve al mundo, a la humanidad. La vida
hoy más que nunca experimenta innumerables y graves amenazas. Esto nos puede
llevar a sentirnos con una gran impotencia: el bien nunca tendrá la fuerza para
acabar con el mal. Pero este es el momento en que el pueblo de Dios, y en él
cada creyente, estamos llamados a profesar, con humildad y valentía, la propia
fe en Jesucristo, Palabra de vida (1Jn 1,1). El evangelio de la vida no es una
mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana; ni solo un
mandamiento destinado a sensibilizar la
conciencia y a causar cambios significativos en la sociedad. El evangelio de la
vida es una realidad concreta y personal, que consiste en el anuncio mismo de
la persona de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás y a los demás como “el camino, la verdad y la vida”. Verdad
que le fue comunicada y revelada a Martha y a María cuando murió su hermano Lázaro:
“yo soy la resurrección y la vida…el que
cree en mí, nunca morirá”.
En Cristo se anuncia definitivamente y se da
plenamente aquel evangelio de la vida que, anticipado ya en la revelación del
Antiguo Testamento, resuena en cada conciencia desde el principio, es decir,
desde la misma creación.
En Jesús, Palabra de vida, se anuncia y se
comunica la vida divina y eterna. Gracias a este anuncio y este don, la vida
física y espiritual del hombre, incluida su etapa terrena, encuentra plenitud
de valor y significado: la vida divina y eterna es el fin al que esta orientado
y llamado el hombre que vive en este mundo. El evangelio de la vida abarca así
todo lo que la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor de la
vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
Podemos concluir que, fuera de Cristo no hay más
que error, sombras, muerte. Tenemos que procurar conocer bien a Jesucristo para
seguirlo, imitando su vida, y para merecer de esta manera la vida eterna del
cielo.
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