“… Llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos
de envidia, de homicidio, de contiendas, de engaño, de malignidad, chismosos,
detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos
para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados,
despiadados, los cuales, aunque conocedores del veredicto de Dios que declara
dignos de muerte a los que tales cosas practican, no solamente las practican,
sino que aprueban a los que las cometen” (Rm 1,29-32).
Así describe el apóstol Pablo a los hombres
que rechazan el conocimiento de Dios. Estas actitudes son comunes a todos los
seres humanos, aun aquellos que se esfuerzan por obrar correctamente. Estos
males están enraizados en el corazón del hombre. Ya lo hemos dicho recordando
las palabras de Jesús a este respecto. El corazón humano está herido por el
pecado. Pues de esas heridas Cristo nos quiere curar. Por eso es que el Señor
quiere cambiar nuestro corazón de piedra por un corazón de carne. Nuestro
corazón necesita de conversión: “vuelvan
a mí de todo corazón, con ayunos, con llantos, con lamentos. Desgarran su corazón
y no sus vestidos, vuelvan al Señor su Dios” (Jl 2,12-13). Esto es lo que
le dice el Señor al profeta Joel con respecto al corazón del hombre y su
conversión.
Muchas veces hemos oído a gente decir que ya
no aguanta seguir viviendo en este mundo por tanta maldad que hay en él; como
que quisieran irse a vivir a otro lugar, a otro planeta, etc. ¿Sería esta la
solución para que desaparezca de la humanidad el pecado, el mal? No. El
problema aquí no es el mundo en sí, sino mas bien la humanidad misma. Donde quiera
que nos vayamos a vivir, aun sea a otro planeta, tendremos la presencia siempre
del mal. Porque los que tenemos que cambiar somos nosotros los seres humanos.
Si la humanidad se arregla, se arregla el mundo; si la humanidad se ordena, se
ordena el mundo. Todos necesitamos salvación, porque todos somos pecadores: “Todos pecaron y están privados de la
gloria de Dios” (Rm 3,23). Y esta salvación la tenemos que experimentar
aquí en la tierra o en cualquier otro lugar que nos vayamos a vivir, así sea
otro planeta. El pecado es una amenaza permanente para la humanidad. Aun el
hombre se vaya de este mundo, el pecado continuará en él mientras exista un ser
humano sobre la tierra. Por esto mismo no podemos vivir en la ignorancia de
pecado.
Bueno, siendo esto así, ¿Qué podemos hacer
para enfrentar este mal? Dios mismo nos ha dado o dejado medios e instrumentos
para poder enfrentar este mal del pecado. Pero debemos de tomar conciencia de
que tenemos que hacer uso de ellos si es que queremos vencerlo. Se hace necesario
que le echemos mano a esos medios, que tomemos conciencia de ellos. Una cosa
será el ser consciente de que hay medios para luchar contra el pecado, y otra
muy diferente será el que nos decidamos a hacerlo. El Papa Pío XII llegó a
afirmar que la humanidad ha perdido la “conciencia
de pecado”; y Juan Pablo II habló de la “debilitación del sentido del mal”. Pero esta falta no sólo es propia de esta generación
únicamente; esta ha sido una característica de toda la humanidad.
Para luchar contra el pecado, es necesario
que lo conozcamos. Saber contra quién estamos lidiando; no podemos librar una
batalla sin conocer lo suficiente al enemigo. Estamos llamados a luchar contra
el pecado, pero no a dejarnos vencer por él: “Pero él me dijo: solo mi gracia te basta, que mi fuerza se realiza en
la flaqueza” (2Cor 9,12). Estas fueron las palabraS que le dirigió el Señor
a Pablo cuando éste se le quejaba de tantas pruebas a que estaba siendo
sometido por el pecado en su misión de evangelización. El Señor no le dijo que
le quitaría las pruebas, sino más bien que le daría la fuerza necesaria para
que pudiera enfrentar la prueba, el pecado. Esto mismo es lo que hace el Señor
con nosotros.
Se hace necesario y urgente que la humanidad
asuma una actitud de verdadera conversión. Esta conversión nos tiene que llevar
a ir tomando cada vez más conciencia del mal que hay entre nosotros; conciencia
del pecado que nos acompaña. Pero también es necesario y urgente que la
humanidad tome conciencia de que para librar esta lucha deberá contar con la
ayuda de Dios. Ningún cristiano, si quiere ser auténtico en su fe, puede
prescindir de Cristo y de su gracia, si es que quiere vencer al mal, vencer al
pecado: “Dios no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y que viva”, ya que, por el Dios de la vida
y para la vida fuimos creados.
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