viernes, 12 de febrero de 2016

La fidelidad apostolica


“Los hombres deben considerarse simplemente como servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un administrador es que sea fiel” (1Cor 4,1-2).



  El sacerdote tiene que ser consciente de que ha recibido un llamado de Dios a servir. La persona del sacerdote no le hace un favor a Dios al responder al llamado; es más bien Dios quien le hace un gran favor a la persona al llamarlo: “no son ustedes los que me han elegido; soy yo quien los ha elegido…”, dirá el mismo Jesucristo. La persona del sacerdote, al responder al llamado de Dios, éste lo convierte en administrador de su gracia. Y es que Dios ha querido, desde el principio, contar con la participación del mismo hombre para salvarlo: san Agustín ya dijo que “el que te creó sin ti, no te puede salvar sin ti”. Esta administración de la gracia de Dios por parte del sacerdote, exige la total y absoluta fidelidad de éste para que pueda distribuir y hacer uso de ese don, no según su propia voluntad, sino más bien según la voluntad del dueño que es Dios; porque de esta administración el dueño le pedirá cuentas. Y es que el sacerdote debe vivir como hombre nuevo a los ojos del pueblo que sirve.

  La gracia que administra el sacerdote no es suya ni para su beneficio personal. Por eso la exigencia de la fidelidad: “el trabajo más difícil en la formación sacerdotal es aprender a sumar para otra cuenta y no para la propia”, nos dice el p. Busso. El sacerdote, si quiere ser fiel, debe de ser a la vez humilde, porque sabe que ha recibido a manera de consigna todo lo que un día deberá de responder, con intereses, al que ha confiado primero: “¿qué has hecho con el talento que de di?” El sacerdote sabe que no puede enterrar el talento dado, sino más bien debe ponerlo a producir para que su Señor lo reciba con los intereses y así pase ser sujeto de encomendarle una porción de talentos más abundantes y el premio de la vida eterna; para que pase a disfrutar del banquete de su Señor.

  El sacerdote debe de cuidarse de no caer en la infidelidad manifestada por el orgullo; debe de ser cuidadoso y no dejarse arrastrar ni pensar que lo que ha recibido es suyo y no comportarse como su absoluto dueño y poseedor de una riqueza propia-personal y engrosar la misma usando medalaganariamente de esos dones para sobreabundar la riqueza personal de unos bienes que sabe que no son suyos. No debe caer en la tentación de convertirse en calculador, en donde primero están sus intereses personales. Por el contrario, cuando el sacerdote hace uso correcto de esos dones, se dará cuenta de que sus cuentas no siempre tienen cifras seguras: su debilidad fortalecida por la gracia le hacen sumar para otro. Ser fiel, bajo el peso de la cruz, no es testarudez; es, más bien, adhesión a la voluntad del Padre para que él administre en sus hijos la gracia que salva.

  La fidelidad del sacerdote en el ministerio y administración de los dones dados, lo llevan a estar en una actitud de atención permanente para actuar en la medida justa y en el tiempo oportuno. No se le exigirá que haga cosas estrepitosas, pero sí que se encuentre en lo suyo, sin impaciencias, sin aprovecharse de la administración confiada, que no busque sus beneficios personales, sin cambiar de destino del pan destinado a los suyos; que no abuse ni maltrate a los que se le han encomendado; que sepa repartir la ración a todos a su tiempo.

  Un administrador fiel es aquel servidor que siempre está en una total disponibilidad. La conciencia de ser ministro de Cristo y de su cuerpo místico implica el empeño por cumplir fielmente la voluntad de la iglesia, que se expresa concretamente en las normas. Según el p. Busso, entre todos los aspectos de la vida ministerial, merece particular atención el de la docilidad a vivir profundamente la liturgia de la iglesia, es decir, conservar el amor fiel que se expresa en una normativa cuyo fin es el de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del sumo y eterno sacerdote y su cuerpo místico. El sacerdote sabe que la liturgia no es suya, sino más bien de la iglesia y tiene que ceñirse a ella según las normas y reglas de la misma. El sacerdote no puede ni debe disponer de la liturgia a su antojo; no puede hacer uso de ella como si se tratara de un espectáculo. Hacer esto es ir en contra de la esencia misma de la celebración eucarística, que es el culto cristiano por excelencia. La liturgia transforma la vida únicamente cuando es celebrada con fe auténtica y renovada. La devoción del sacerdote es también anuncio de la palabra celebrada y una muestra de su fidelidad.



 

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